Convivir con el silencio
El chaval de la foto sonr¨ªe y se llama Marlon. Tiene 26 a?os, vive en Sacramento (California, Estados Unidos). Es negro, mide 1,85 metros y pesa 128 kilos. Con frecuencia se queda quieto en medio de ninguna parte, con la mirada perdida, y permanece as¨ª mucho tiempo. Asusta a todos. Parece un beb¨¦ gigante, y eso no es tierno, m¨¢s bien es terror¨ªfico.
Marlon tiene autismo severo, lo diagnosticaron a los 18 meses cuando todav¨ªa se consideraba una enfermedad rara. En nuestros d¨ªas uno de cada 150 ni?os es autista. Ahora Marlon es un adulto de manos grandes que hace ruidos con la boca y nadie sabe qu¨¦ hacer con ¨¦l. Nadie, excepto su madre.
Pearlie Barton, de 58 a?os, recuerda que Marlon era un beb¨¦ que no lloraba. Nunca. Ni siquiera cuando se ca¨ªa o le pon¨ªan una vacuna. No le interesaban los juguetes, no miraba a los otros ni?os. De hecho, nunca fij¨® su mirada en nada ni en nadie, ni siquiera en la televisi¨®n. "Siempre supe que algo no iba bien, pero la palabra autismo para m¨ª no significaba nada". Ella no puede perderlo de vista ni un minuto y ¨¦l la necesita para todo, todo el tiempo. Pearlie pasa buena parte de su vida esperando por Marlon. La fot¨®grafa estadounidense Ren¨¦e C. Byer, ganadora del Premio Pulitzer en 2007 y autora de estas fotos, da fe. Tard¨® un mes en fotografiar todas las rutinas de Marlon y su madre, las largas e incomprensibles esperas, las repeticiones de movimientos, el orden meticuloso e inviolable de cada acto de su vida. "Pearlie no puede hacer otra cosa. ?Perder¨ªas de vista a un ni?o de tres a?os? El dilema de los padres de un ni?o autista es qu¨¦ hacer con ¨¦l cuando crezca, o peor, qu¨¦ va a pasar con un adulto como Marlon cuando sus padres ya no est¨¦n", dice Byer.
"Cualquier variaci¨®n lo pone en guardia, si cambia una se?al de su calle cae en crisis. S¨®lo se siente seguro en su rutina""Hay que tener mucho amor y paciencia para hacer todo esto cada d¨ªa. Yo s¨®lo quiero que mi hijo sea feliz"
El autismo es la enfermedad del silencio. Altera la comunicaci¨®n y las relaciones sociales. Los autistas carecen de flexibilidad mental y no son capaces de aceptar cambios. Su vida se mueve lentamente en rutinas r¨ªgidas e inamovibles. Cambiar un mueble de lugar puede ser una tragedia.
Cada ma?ana, Pearlie empieza a despertar a su hijo a las siete. Sabe que necesitar¨¢ entre una y tres horas para sacarlo de la cama. Tiene una peque?a tienda de cosm¨¦tica y trabaja como esteticista. Al d¨ªa cambia una y otra vez las citas con sus clientas para adaptarse a los ritmos del chaval.
A los 22 a?os, Marlon dej¨® de ir al colegio porque ya no aprend¨ªa o, al menos, ya no eran capaces de ense?arle nada. As¨ª que ahora todos los d¨ªas se va con su madre a trabajar, pero conseguirlo no es nada f¨¢cil. Nada. Despu¨¦s de remolonear en la cama durante varias horas, Marlon se levanta y pone en marcha el primer ritual del d¨ªa: se quita el pijama y la ropa de cama y lo mete todo en la lavadora, luego entra en la ducha y da dos golpes en la pared para avisar a su madre de que ya est¨¢ listo para el ba?o. Entonces, ella lo lava de la cabeza a los pies -siempre en este orden-, le echa colonia con un spray y le seca. El chico se lava los dientes. Cuando termina pasa horas colocando el cepillo en la posici¨®n exacta del d¨ªa anterior. Para entonces, su madre ya espera fuera, sentada en un peque?o taburete, hasta que su hijo examine el cuarto de ba?o, coloque todo meticulosamente, compruebe una y otra vez que las cosas est¨¢n en su sitio y decida salir. Pearlie ha aprendido que tiene que respetar sus tiempos. Si intenta sacarlo de su realidad, Marlon se pone r¨ªgido, mueve violentamente las manos y hace ruidos con la nariz. Cualquier variaci¨®n lo pone en guardia, si cambian una se?al de tr¨¢fico de su calle cae en crisis, lo mismo si una silla est¨¢ fuera de su lugar. S¨®lo se siente seguro en su rutina.
Cuando al fin sale del ba?o, su madre le unta crema en las piernas y gel en el pelo e inicia el ritual de la camisa. El chico es capaz de aboton¨¢rsela si los botones son un poco m¨¢s grandes de lo habitual y est¨¢n perfectamente alineados. As¨ª que la soluci¨®n es que su madre empiece a abrochar de abajo a arriba y lo deje a ¨¦l la mitad de los botones. Con las zapatillas tambi¨¦n van a medias. Marlon es capaz de pon¨¦rselas, pero no de atar los cordones.
El chico suele pasar mucho tiempo, a veces horas, de pie, sin moverse. Pearlie no intenta sacarlo de su ensimismamiento. La ma?ana podr¨ªa complicarse si alguien lo interrumpiese. A veces pasa 40 minutos frente a la mesa del desayuno. Por eso, su madre le prepara los cereales con zumo de naranja, pero espera para servir la leche hasta que ¨¦l se sienta y se muestra dispuesto a comer. "Marlon hace las cosas a su ritmo y no hay manera de forzarlo para que se mueva m¨¢s r¨¢pido", resume Pearlie. Para salir de casa ella despliega una verdadera puesta en escena. ?l tiene que sentirse seguro, as¨ª que su madre hace un alarde de confianza, coge las llaves del coche, sale al porche sin dejar el menor rastro de duda y otra vez espera. A pesar de la liturgia, Marlon puede tardar mucho tiempo en aparecer. "Hay d¨ªas que ella no puede abrir su peque?o negocio hasta las dos de la tarde", cuenta Byer.
En la tienda de su madre Marlon a veces ayuda, otras, pinta -una de sus aficiones junto a lanzar bolos en la bolera sin mirar jam¨¢s la tabla de anotaciones-. Los d¨ªas que organiza las estanter¨ªas con su madre, ella lo festeja chocando los cinco dedos de las manos con ¨¦l. Es la ¨²nica se?al de alegr¨ªa que Marlon entiende, cualquier otra manifestaci¨®n ser¨ªa interpretada como una amenaza.
La vida sedentaria hace engordar a Marlon y hay que tomarle la tensi¨®n cada d¨ªa, darle antihipertensivos, Ibuprofeno, anticonvulsivos y multivitaminas. Cada noche, Pearlie cierra la nevera con un candado: "No quiero que nadie piense que estoy matando a mi hijo de hambre", advierte, y deja fuera unas manzanas y una botella de agua por si se despierta en medio de la noche a buscar comida. Despu¨¦s del trabajo vuelven a casa andando. Para el camino Pearlie se arma con un bate de b¨¦isbol para defender a su hijo, que le dobla la talla, de los perros que andan sueltos por el parque y lo aterrorizan. "Hay que tener mucho amor y paciencia para hacer todo esto cada d¨ªa", dice. Lo ¨²nico que le quita el sue?o es pensar qu¨¦ ser¨¢ de Marlon cuando ella no est¨¦. "No quiero que mi hijo acabe medicado e ignorado en una residencia. Yo s¨®lo quiero que sea feliz". Varias veces lo ha llevado a centros para discapacitados mentales, pero siempre lo rechazan por ser "poco cooperativo o, incluso, intimidatorio". "En esos sitios no saben manejar a un autista severo. Nosotros somos los ¨²nicos expertos. No hay milagros ah¨ª fuera", afirma Pearlie.
Cuando Marlon fue diagnosticado, el autismo era una enfermedad poco conocida y ¨¦l no tuvo ninguna preparaci¨®n para vivir con su trastorno. Hoy los ni?os autistas reciben apoyo escolar y son entrenados en el desarrollo de habilidades sociales, les ense?an a comunicarse, y los que pueden aprenden un oficio. Marlon ha llegado tarde a eso. En su habitaci¨®n, su madre ha colgado un cuadro: Obama y Martin Luther King: "I have a dream". "Todas mis esperanzas est¨¢n puestas en ¨¦l", anuncia Pearlie refiri¨¦ndose a la intenci¨®n del presidente de reformar el sistema sanitario de EE UU.
Mar¨ªa Dolores Enrique vive en Madrid, su hijo Rafa tiene la misma edad de Marlon, 26, y, como ¨¦l, es autista con discapacidad mental. Tiene una dependencia de grado tres, nivel dos, la m¨¢xima que reconoce la actual Ley de Dependencia. Cuando le cuento la historia de Marlon pone cara de pensar "s¨¦ perfectamente de qu¨¦ me est¨¢s hablando". No todos los autistas sufren retraso mental. Los hay brillantes, con habilidades para las matem¨¢ticas, talento para la m¨²sica o una memoria inaudita, como el autista que todos llevamos puesto en nuestro imaginario interpretado por Dustin Hoffman en la pel¨ªcula Rain Man (1988). En nuestra historia, Marlon comparte el retraso mental con la caracter¨ªstica com¨²n a todos los autistas, la falta de reciprocidad en las relaciones sociales.
Mar¨ªa Dolores, que preside la Fundaci¨®n Autismo Madrid, se siente "una privilegiada". "En la Comunidad de Madrid los que estamos organizados tenemos centros de d¨ªa con servicio de comedor y autob¨²s, los chicos pueden estar all¨ª desde las diez de la ma?ana hasta las cinco, ese tiempo lo pasan con profesionales que los ayudan", explica. Por las tardes, su hijo va a un Programa Experimental de Respiro (el nombre por s¨ª s¨®lo define el peso que llevan estas familias), que intenta promover la autonom¨ªa personal en los autistas severos. Tambi¨¦n tienen planes de ocio y deporte los fines de semana. "El problema es que no hay para todos, los programas son buenos, pero tienen que dejar de ser experiencias piloto e instaurarse como pr¨¢cticas habituales", afirma Sara Blanco, coordinadora de la Federaci¨®n Autismo Madrid. En Espa?a tambi¨¦n se han disparado los casos de autismo y se cumple la proporci¨®n de un ni?o autista por cada 150.
"No contamos con cifras exactas, pero hace cinco a?os hab¨ªa en Madrid cinco aulas TGD (aulas para ni?os con Trastornos Generalizados del Desarrollo, entre ellos los concernientes al espectro autista), ahora hay 70 y se abrir¨¢n otras 20 el pr¨®ximo curso", resume Mar¨ªa Dolores Enrique. Estas aulas dan atenci¨®n especializada a los ni?os autistas en los colegios. Mar¨ªa Dolores cita un estudio realizado en el hospital Gregorio Mara?¨®n, centro de referencia nacional para el estudio de la enfermedad, que asegura que las familias de los autistas tienen el nivel de estr¨¦s m¨¢s alto entre todas las que tienen en casa a un enfermo mental. "Es porque no hay contacto, no hay comunicaci¨®n", se explica la madre de Rafa.
Algo de eso debe sentir Pearlie cuando vuelve a casa agotada y su hijo, que no le ha dirigido la palabra en todo el d¨ªa, le tira una pelota para jugar en el sal¨®n de casa. Es medianoche, pero ella no puede negarse, y devuelve la pelota. Ya sabe que Marlon no parar¨¢ hasta el balonazo n¨²mero 100.
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