Teor¨ªa impertinente de la lectura
Cada lector se ha formado gracias a las palabras de muchos autores, que tambi¨¦n llegaron a conocerse a s¨ª mismos cuando organizaron sus palabras, sus ideas y sus sentimientos para establecer un di¨¢logo con sus lectores
Es agosto y la playa est¨¢ llena de gente. Observo a mi hija mientras lee tumbada en una hamaca, en medio de los gritos, los ba?istas, los paseantes, las cometas y los vendedores de patatas fritas. El acto de leer delimita para ella un espacio propio, un reino singular de soledad y absoluta pertenencia. Siento lo mismo que cuando veo a alguien leer en el metro, en los aeropuertos o en el banco de una plaza. Aunque soy de los que prefiere refugiarse en el ¨¢mbito de una butaca familiar, reconozco la sigilosa intimidad que traza las fronteras personales del lector callejero entre la multitud.
Mi hija est¨¢ all¨ª con una certeza impertinente, con una autoridad singular que desaf¨ªa al mundo. Lo curioso es que tambi¨¦n s¨¦ que no est¨¢ all¨ª. Como yo le he dejado el libro en el que ahora vive, estoy convencido de que se encuentra en Venecia, observando con ojos de persona mayor la belleza de un adolescente.
Ninguna pretensi¨®n cient¨ªfica es m¨¢s importante que la capacidad de lectura
?A qu¨¦ se parecen las operaciones de leer y escribir? A ponerse en el lugar del otro
La verdad es que resulta curiosa la afortunada flexibilidad de los asuntos reales. Mis ojos de hombre maduro observan en una playa de Andaluc¨ªa la belleza de una adolescente que reafirma con una misteriosa autoridad su presencia, su forma de estar aqu¨ª, mientras se encuentra muy lejos, en otro mar, observando con ojos de persona mayor los ba?os de un adolescente.
A veces siento que el ser humano no se caracteriza por su capacidad de pensar, sino por su capacidad de dividirse, de hacerse presente o de borrarse seg¨²n las necesidades de su deseo y su conciencia. Por eso me parece decisiva la operaci¨®n de leer como met¨¢fora de una reivindicaci¨®n decente de la modernidad. Copio unas palabras de Edward W. Said, de su libro Humanismo y cr¨ªtica democr¨¢tica (Debate, 2008): "La realidad de la lectura es, ante todo, un acto de emancipaci¨®n e ilustraci¨®n humana, quiz¨¢ modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras de algo diferente del reduccionismo, el cinismo o el est¨¦ril mantenerse al margen".
Las formas del dogmatismo actual, m¨¢s all¨¢ de las ideolog¨ªas totalitarias, tienen mucho que ver con la reducci¨®n de los matices del mundo a breves titulares que sirven para imponer opiniones y simplificar la realidad, haciendo imposible un verdadero uso de la conciencia individual. Los dogmas de hoy dependen con frecuencia de las nuevas velocidades de la informaci¨®n. La invitaci¨®n al cinismo, el deseo de relativizarlo todo, suele ser el camino de las inteligencias que juegan a destruir las ilusiones colectivas.
Como hac¨ªa el poeta Campoamor contra el liberalismo rom¨¢ntico, los c¨ªnicos, m¨¢s que defender sus ideas reaccionarias, se limitan a ridiculizar las apuestas optimistas. Confieso que el cinismo, como disfraz del pensamiento reaccionario, me molesta incluso m¨¢s que la pretendida pureza de los que se mantienen al margen y se lavan las manos. A los puros, es decir, a los inquisidores actuales, no les preparan el terreno los sacerdotes, sino el cinismo.
No es, por tanto, asunto menor la reivindicaci¨®n de la lectura si sirve para defender la emancipaci¨®n humana en contra de los dogm¨¢ticos, los c¨ªnicos y los puros. Hay que tomarse en serio una pasi¨®n de entrega atenta a las palabras del otro, que tiene como resultado ¨²ltimo la confirmaci¨®n independiente de la realidad personal. Observo a mi hija mientras lee. Est¨¢ aqu¨ª y en otro lugar, es ella m¨¢s que nunca, porque descubre sus sentimientos, y es al mismo tiempo otro. Cada lector se ha formado gracias a las palabras de muchos autores, que tambi¨¦n llegaron a conocerse a s¨ª mismos cuando organizaron sus palabras, sus ideas y sus sentimientos para establecer un di¨¢logo con sus lectores. ?A qu¨¦ se parecen las operaciones de leer y escribir? A ponerse en el lugar del otro, quiero decir, por ejemplo, a cuidar a una hija o a un familiar enfermo. S¨®lo descubrimos lo que hay en nosotros mismos cuando nos desdoblamos para cuidar al otro.
Bernhard Schlink cont¨® en su novela El lector la historia de un adolescente alem¨¢n que vivi¨® una historia apasionada de amor con una mujer madura. Todos los d¨ªas, antes de ir a la cama, la mujer le ped¨ªa a su joven amante que leyese en voz alta algunas p¨¢ginas de un libro. Rota la historia de amor y pasados los a?os, el protagonista de la novela, ya estudiante de Derecho, se reencuentra por sorpresa con su antigua amante en un juicio, acusada de haber participado en uno de los horrendos cr¨ªmenes del nazismo. La pr¨¢ctica jur¨ªdica adquiere entonces para el estudiante otra dimensi¨®n. No justifica de ninguna manera un crimen que lo conmociona por dentro, pero tampoco puede limitarse a juzgar desde fuera. El lector necesita comprender lo ocurrido, meterse en el drama, ponerse en el lugar del otro.
Nos ponemos muy pesados con nuestras identidades. Parece que no hay t¨¦rminos medios. Cuando no pretendemos imponer nuestras identidades como marco ¨²nico de la totalidad, nos vamos al extremo contrario y diluimos nuestra conciencia individual en el mar ideol¨®gico de un todo que fijan las consignas y las costumbres de los otros. Por eso es decisiva la met¨¢fora en la lectura, el sigilo con el que mi hija aprende a borrarse un poco para estar en la ciudad de sus personajes, sin renunciar a ella misma, descubriendo su propio rostro en las aguas de Venecia. Ninguna operaci¨®n me recuerda tanto a la apuesta del contrato social, la otra met¨¢fora con la que el pensamiento moderno quiso organizar los intereses privado y los p¨²blicos, las identidades y los v¨ªnculos.
La p¨¦rdida de prestigio social de las humanidades ha provocado un sentimiento de culpa entre sus disciplinas y un deseo de imitar a las ciencias. Una sucesi¨®n de pretendidos m¨¦todos cient¨ªficos marca desde hace a?os los rumbos de las teor¨ªas literarias. Los m¨¦todos nacen, crecen, se reproducen y mueren con la pretensi¨®n de aportar una verdad cient¨ªfica al conocimiento de la literatura. Se sienten fuertes al aplicar un protocolo y utilizar un vocabulario tecnol¨®gico de muy dudoso gusto.
Estoy convencido de la importancia de la teor¨ªa literaria, pero estoy convencido tambi¨¦n de que ninguna pretensi¨®n cient¨ªfica es m¨¢s importante que la capacidad personal de lectura, la solitaria pasi¨®n con la que Leo Spitzer, Roman Jakobson, Roland Barthes, D¨¢maso Alonso o Fernando L¨¢zaro Carreter supieron leer. No los admiro por cient¨ªficos objetivos, sino porque con una soledad cuidadosa supieron hacer en su despacho, ante una p¨¢gina de Garcilaso o Baudelaire, lo mismo que ahora hace mi hija con sus ojos adolescentes.
Ante la certeza de los dogmas y la homologaci¨®n de las conciencias, tal vez haya que darle hoy su completo significado hist¨®rico a la emoci¨®n del lector. La soledad compartida de alguien que lee unos versos o una narraci¨®n, alguien que pide tiempo para vivir cada palabra hasta hacerse due?o de sus propias opiniones, es la mayor ofensa que podemos hacerle a un economicismo desalmado que cuenta con poderos¨ªsimos mecanismos tecnol¨®gicos de control de las conciencias y que liquida los espacios p¨²blicos, suprimiendo los textos y las plazas, es decir, los lugares donde los individuos, sin renunciar a ser ellos mismos, borran un poco sus identidades concretas para convertirse en ciudadanos.
Oponerse al progreso de la ciencia y la tecnolog¨ªa es simplemente reaccionario. Pero eso no significa olvidar el sentido de las humanidades, o asumir una definici¨®n tecnol¨®gica del futuro. La ciencia no puede perder la ra¨ªz de su pacto humanista. Quiz¨¢ ser moderno, m¨¢s que llenar las costumbres de vocabulario desarrollista, consista es ser capaces de volver a formular un contrato social adaptado a los nuevos tiempos. Y para firmar un contrato conviene leerlo todo, hasta la letra peque?a de los documentos. As¨ª lo siento cuando pienso en el futuro, mientras observo la impertinente soledad de mi hija que lee, rodeada de gente, en una playa del sur.
Luis Garc¨ªa Montero es escritor.
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