POETA DE LA LIRA PRESTADA
La decisi¨®n de comprar una casa para dejar la que alquil¨¢bamos, se convirti¨®, para mi esposo y para m¨ª, en una atrevida expedici¨®n al territorio de m¨²ltiples vidas ajenas. Aquel verano recorrimos innumerables habitaciones, ba?os y cocinas que se ofrec¨ªan abiertas y vulnerables a nuestra curiosidad de compradores. En nuestros recorridos, nos sent¨ªamos observadores intrusos de los h¨¢bitos y excentricidades de sus ocupantes. Recuerdo una hermosa casa colonial en cuyo cuarto de ba?o hab¨ªa dos WC, frente a frente. En otra, la pareja dorm¨ªa en cuartos separados, cada uno al extremo de un largo corredor. Espejos en los techos, closets mani¨¢ticamente ordenados, colecciones de gatos o sapos de porcelana, adornos de Lalique asegurados con pegamento a una elegante mesa de vidrio, fueron algunas de las abundantes curiosidades con que nos topamos en nuestra ardua b¨²squeda.
Tras varias semanas, est¨¢bamos descorazonados y a punto de desistir cuando nos llam¨® la agente ofreci¨¦ndonos otra casa. A pesar del calor de mediod¨ªa, aceptamos ir a mirarla. Nos gustaba la zona alta y fresca donde estaba ubicada. Cuando llegamos vi, a trav¨¦s del follaje, una construcci¨®n que parec¨ªa estar en ruinas. Baj¨¦ del coche destemplada, pensando que ser¨ªa otra misi¨®n fallida. Cruzamos la puerta de hierro abierta en medio del seto. Apenas dimos unos pasos, mi esposo y yo nos miramos incr¨¦dulos. Corr¨ª hacia la terraza de aquella casa destartalada. Frente a m¨ª alzaba su verdor la abundante vegetaci¨®n del Valle Ticomo. A lo lejos, en la ribera del lago de Managua, el perfil de la ciudad luc¨ªa dulce e inofensivo. M¨¢s all¨¢, una fila de volcanes, como mansos animales que llegaran a abrevar al agua, serv¨ªa de tel¨®n de fondo.
"Este paisaje es mi noci¨®n de Patria", le dije a mi esposo. No importaba que la casa estuviese malherida y agonizante; estaba en mi destino encontrarla y vivir all¨ª.
-Tendremos que contratar un jardinero -dijo ¨¦l, mirando el agonizante jard¨ªn.
El jardinero se llamaba Tom¨¢s. Era parsimonioso y servicial, un hombre de mediana edad, callado, cuyo rostro revelaba largas jornadas bajo el sol. Con el paso de los d¨ªas fue perdiendo la timidez y demostrando un ingenio de sobreviviente. Si no sab¨ªa la respuesta a alguna pregunta se las ama?aba para sonar como si la supiera, lanz¨¢ndose por tangentes tan enmara?adas como las enredaderas del patio. Por su conocimiento de aljibes y ca?er¨ªas empezamos a sospechar que era m¨¢s bien alba?il que jardinero, pero nos gan¨® su empe?o y la picard¨ªa que ¨¦l intentaba disimular. Una tarde en que me acompa?aba a sembrar flores en parterres, alz¨® los ojos, me mir¨® fijo y pregunt¨®:
-?Usted es escritora, verdad?
-S¨ª -le dije-, ¨¦se es mi trabajo.
-Pues yo tambi¨¦n escribo -me dijo- y me gustar¨ªa ense?arle un d¨ªa de ¨¦stos mis escritos.
-Claro que s¨ª, Tom¨¢s. Los leer¨¦ con mucho gusto, agregu¨¦, pensando con ternura en la herencia Dariana que hace de la poes¨ªa una suerte de deporte nacional nicarag¨¹ense.
Pasaron los d¨ªas. En la conmoci¨®n de la remodelaci¨®n y el traslado hab¨ªa olvidado la conversaci¨®n con Tom¨¢s cuando le vi acercarse con un cuaderno en la mano, su figura enmarcada por el atardecer que descend¨ªa naranja sobre el paisaje.
-Aqu¨ª le traje lo que le promet¨ª -me extendi¨® el cuaderno. Se qued¨® de pie, con las manos cruzadas a la espalda, esperando mi veredicto.
Abr¨ª el cuaderno. En letra perfectamente redonda y pulcra, Tom¨¢s hab¨ªa llenado varias p¨¢ginas. Empec¨¦ a leer:
"?Qu¨¦ bella eres, amada m¨ªa / qu¨¦ bella eres! / Paloma son tus ojos / a trav¨¦s de tu velo; / tu melena, cual reba?o de cabras / que ondulan por el monte Galaad".
Reconoc¨ª el texto. No supe qu¨¦ hacer sino sonre¨ªr.
Alc¨¦ la vista y mir¨¦ a Tom¨¢s. ?l me sonri¨® a la vez. No ten¨ªa por qu¨¦ dudar de lo que me hab¨ªa dado a leer.
-Pero Tom¨¢s -dije- ¨¦stos son versos del Cantar de los cantares de la Biblia.
Tom¨¢s entrecerr¨® los ojos y me mir¨® con un gesto de ins¨®lito y renovado aprecio, mientras mov¨ªa la cabeza afirmando con asombro:
-?Usted es una persona muy le¨ªda Do?a Gioconda! -exclam¨®, enunciando despacio las palabras como para tornar la revelaci¨®n que yo experimentaba en una mayor a¨²n- Pero f¨ªjese -a?adi¨® sin perder el impulso- que no es igual; yo le cambi¨¦ unas cuantas palabritas...
Conversamos un rato sobre la belleza de ese poema b¨ªblico imposible de imitar. Se encend¨ªan las primeras luces de la ciudad cuando Tom¨¢s se march¨® con su cuaderno. Al quedarme sola no pude evitar la sonrisa que me atraves¨® el cuerpo pensando en aquel su atrevimiento de prestarle la lira nada menos que al Rey Salom¨®n.
Lo que jam¨¢s imagin¨® es que yo fuera la Reina de Saba.
Gioconda Belli (Managua, 1948) es escritora, autora de El infinito en la palma de mi mano (Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 2008)
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