Recuerdos de Edward Kennedy
En el momento de su muerte, el senador Kennedy no s¨®lo era el orgulloso heredero de una extraordinaria tradici¨®n familiar de compromiso pol¨ªtico, sino la voz indiscutible del progresismo estadounidense y su representante m¨¢s eficaz en las instituciones del Estado. Si hubiera podido permanecer en activo en el Senado estos ¨²ltimos meses, el miserable debate sobre la reforma de la sanidad quiz¨¢ habr¨ªa adoptado un cariz muy diferente.
El senador no se limit¨® a seguir los pasos de sus hermanos asesinados. Al principio, su camino fue no s¨®lo vacilante sino autodestructivo. Se redimi¨® a base de mucho trabajo y lo que seguramente era un enorme volumen de disciplina interna, adem¨¢s de un fuerte apego -aunque no siempre evidente- a las tradiciones sociales del catolicismo.
Tras unos comienzos autodestructivos, supo consolidarse como l¨ªder del sector progresista del partido
Era famoso por reclutar para su equipo en el Senado a j¨®venes prometedores que despu¨¦s tuvieron espl¨¦ndidas carreras de servicio p¨²blico. Pudo contar con muchos miembros de la sociedad civil que consideraban que trabajar con ¨¦l en proyectos espec¨ªficos era un honor y un privilegio. En una medida muy modesta, yo fui uno de ellos, uno entre mil.
Mi primer contacto con ¨¦l, aunque indirecto, fue muy distinto. La primera vez que present¨® su candidatura al Senado, en 1962, hasta los m¨¢s leales partidarios del presidente Kennedy se sintieron desolados. El futuro senador parec¨ªa un joven imberbe, insustancial, y su candidatura era pura desfachatez. Enfrente ten¨ªa, adem¨¢s de a un republicano, a un candidato independiente de izquierdas, H. Stuart Hughes.
Este ¨²ltimo era un eminente historiador de Harvard, nieto de un antiguo presidente del Tribunal Supremo (que fue el candidato republicano a la presidencia y en 1916 estuvo a punto de derrotar a Woodrow Wilson). Hizo campa?a con su oposici¨®n al rumbo de guerra fr¨ªa emprendido por la Casa Blanca de Kennedy. Para su desgracia, las elecciones coincidieron con la crisis de los misiles cubanos, en la que el presidente contuvo a sus generales y asesores civiles m¨¢s belicosos y proporcion¨® a Jruschov una v¨ªa para la retirada. Yo pas¨¦ el verano de 1962 dando clase en Harvard y alquil¨¦ la casa de Hughes en Cambridge, Massachusetts, en la que el propietario conservaba una habitaci¨®n. Hab¨ªa vuelto a Estados Unidos unos meses antes de mi puesto en Oxford y mis actividades con la Nueva Izquierda brit¨¢nica y europea. Me sent¨ªa tercamente inmune a la idea de que tuviera sentido trabajar en la pol¨ªtica convencional de mi pa¨ªs, una postura compartida por muchos estadounidenses al principio de los tumultuosos sesenta.
Cuando regres¨¦ a Estados Unidos de forma permanente en 1966, mis opiniones hab¨ªan empezado a cambiar. Al fin y al cabo, la Nueva Izquierda europea ten¨ªa como objetivo la revitalizaci¨®n de los grandes partidos de izquierdas: el laborismo brit¨¢nico, los socialistas franceses, los
socialdem¨®cratas alemanes y los comunistas italianos. Alentado por la candidatura de Robert Kennedy a la presidencia en 1968, me atrajo una idea que deber¨ªa haber sido m¨ªa desde mucho antes: que el Partido Dem¨®crata, con su tradici¨®n de New Deal y sus fuertes elementos sindicales, su fusi¨®n del catolicismo social y la conciencia social protestante (y una buena dosis de mesianismo jud¨ªo, traducido de forma aproximada a la tradici¨®n estadounidense), era el ¨²nico veh¨ªculo disponible para que la Nueva Izquierda estadounidense emprendiera el viaje de vuelta a la historia del pa¨ªs desde sus m¨¢rgenes agitados.
Con el martirio de Robert Kennedy y Martin Luther King, el movimiento se dividi¨® y flaque¨®. La candidatura de McGovern contra Nixon en 1972 ofreci¨® un breve renacimiento. Mientras tanto, Edward Kennedy sufr¨ªa las tribulaciones personales simbolizadas por el accidente en un puente de Martha's Vineyard, y comenzaba una r¨¢pida marcha hacia la responsabilidad y la sobriedad.
Fue en esos a?os cuando trabajar con Kennedy se convirti¨® en un rito de iniciaci¨®n casi obligatorio para quienes se identificaban con la reforma social en Estados Unidos.
Sus logros fueron considerables, en ¨¢reas tan distintas como la pol¨ªtica exterior, la educaci¨®n, la sanidad y la justicia. Y, por encima de todo, su condici¨®n de icono para los m¨¢s j¨®venes convenci¨® a miles de ellos de la dignidad y el valor de la pol¨ªtica normal.
Es lo que me sucedi¨® a m¨ª, desde luego. En 1968 fui a vivir a Massachusetts para ense?ar en Amherst College, en la parte occidental del Estado, y entr¨¦ a formar parte de la base de apoyo al senador. Yo conservaba mis lazos con la izquierda europea, sobre todo con los socialistas franceses, los socialdem¨®cratas alemanes y los comunistas italianos.
A trav¨¦s de su equipo, Kennedy, de vez en cuando, solicitaba asesoramiento del tipo que no pod¨ªa obtener a trav¨¦s de la CIA y el Departamento de Estado. Cuando se celebraron las primeras elecciones al Parlamento Europeo en 1979, Andr¨¦ Fontaine, de Le Monde, tuvo la brillante idea de pedir a Kennedy y Sajarov que escribieran sobre ellas. Kennedy me pidi¨® que escribiera un borrador para su art¨ªculo, y me encant¨® ver que lo utiliz¨®. Ese a?o me traslad¨¦ a Washington, trabaj¨¦ durante un tiempo con los estrechos aliados de Kennedy en el movimiento sindical, los dirigentes del sindicato de trabajadores del sector del autom¨®vil, y tuve una nueva ocasi¨®n de apreciar su tes¨®n en todos los asuntos, grandes y peque?os.
Su derrota en el intento de sustituir a Jimmy Carter como candidato presidencial dem¨®crata en el a?o 1980 fue lo que, m¨¢s tarde, le permiti¨® consolidar su puesto como l¨ªder de los sectores progresistas y de izquierdas del partido. Ya sin ambiciones presidenciales, Kennedy pudo concentrarse en una estrategia a largo plazo.
En 1980, el sindicato y algunos otros grupos organizaron, en v¨ªsperas de la presidencia de Reagan, una reuni¨®n entre progresistas estadounidenses y los socialistas europeos, y Brandt, Gonz¨¢lez, Joop den Uyl, Mitterrand, Palme y Rocard fueron a Washington. Yo fui uno de sus anfitriones y me di cuenta de que la persona a la que todos quer¨ªan ver era el senador. El resto del mundo ten¨ªa raz¨®n al reconocerle como como aut¨¦ntico portavoz de unos Estados Unidos muy diferentes.
Hay un aspecto de su vida y su trabajo que, a veces, se pasa extra?amente por alto. A simple vista no era muy devoto, y tuvo sus diferencias con varios obispos norteamericanos. Pero sus decisiones pol¨ªticas (como las de sus hermanos) estaban impregnadas del legado social del catolicismo estadounidense que hab¨ªa sido la Iglesia de los trabajadores inmigrantes. Su atenci¨®n diaria a los detalles de la pol¨ªtica vinculaban ese aspecto con las vidas cotidianas de millones de ciudadanos corrientes.
Y hab¨ªa algo, que hac¨ªa de este personaje, indudablemente mundano, que supo disfrutar de las buenas cosas de la vida, una figura sacerdotal.
Norman Birnbaum es catedr¨¢tico em¨¦rito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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