Cono Sur, 'mon amour' (diario de viaje)
Buenos Aires,
el virus del
apocalipsis
Piso el aeropuerto de Ezeiza y autom¨¢ticamente, como quien cambia el dial de una radio, me escucho hablar y pronunciar en porte?o. Paso del asertivo "buenos d¨ªas" espa?ol al deslizante "buennn d¨ª¨ª¨ªaaa..." argentino. ?Por qu¨¦ el d¨ªa ser¨¢ diverso en Espa?a y ¨²nico en Argentina? ?Un pa¨ªs plurinacional se saluda en plural y un pa¨ªs centralista, en singular?
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He aterrizado el d¨ªa de las elecciones. Todos los candidatos acudieron al programa Gran Cu?ado, mezcla de Gran Hermano y gui?oles pol¨ªticos, para encontrarse con su doble. Fueron momentos particularmente honestos de la campa?a: la pol¨ªtica profesional se asumi¨® como parodia.
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Viendo el ¨¦xito del partido de Macri, se dir¨ªa que al pa¨ªs lo tienta volver al menemismo. Escribo macrista en mi port¨¢til y el Word me corrige: machista. A veces el corrector ortogr¨¢fico parece un detector ideol¨®gico.
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Leo P¨¢jaros en la boca, el nuevo libro de Samanta Schweblin. Los suyos podr¨ªan ser los mejores cuentos argentinos de mi generaci¨®n. Secos. Duros. Contundentes. La brillantez de su realismo me recuerda a Guillermo Saccomanno. Su peculiaridad, a otra gran narradora que en realidad es su ant¨ªpoda: Hebe Uhart. En el libro anterior de Schweblin apaleaban a un perro. En ¨¦ste aplastan a una mariposa. Ambos cuentos parecen decirnos: sin condolencia no hay pa¨ªs.
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La mayor preocupaci¨®n pol¨ªtica ante la gripe no es sanitaria, sino econ¨®mica. Paseo por las calles disponibles, temerosas. Pienso en los paisajes apocal¨ªpticos de Plop de Rafael Pinedo o El a?o del desierto de Pedro Mairal. Cines, teatros, librer¨ªas y tiendas est¨¢n semivac¨ªos. El p¨¢nico ha disuadido a los clientes. S¨²bitamente queda muy clara la relaci¨®n entre autoridad y mercado: el consumo depende del orden.
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En Argentina las mascarillas se llaman barbijos. Extra?o, porque aqu¨ª, ac¨¢, no se dice barbilla sino ment¨®n o pera. Se supone que se llaman as¨ª por la barba, pero los barbijos son unisex. Como los virus y el miedo. Leo en el blog de Marcelo Figueras, autor de novelas conmovedoras como Kamchatka o La batalla del calentamiento, y que acaba de publicar Aquarium: "Si vendiese barbijos con la leyenda Michael Jackson ten¨ªa raz¨®n me llenar¨ªa de dinero".
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Nos lavamos las manos. Nos lavamos las manos. Desde el estallido de la gripe A, no dejamos de lavarnos las manos. Al fin nuestras costumbres coinciden con nuestros principios.
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Domingo por la tarde. Partido decisivo del Torneo Clausura. No han cerrado el estadio, pero el partido se interrumpe por otra alerta: caen toneladas de granizo. Los equipos de V¨¦lez y Hurac¨¢n se retiran. La gente espera. La gripe calla. El cielo ruge. El agua golpea. El c¨¦sped alberga a una pelota ap¨¢trida en el c¨ªrculo central. Un fot¨®grafo salta al campo, patina y se acuesta boca abajo en mitad de la cancha. Quiere retratar a la pelota, testigo del desalojo, rodeada de granizo. Frente al televisor en un caf¨¦ del aeropuerto, pienso que deber¨ªa ganar Hurac¨¢n: no s¨®lo juega mejor, sino que tiene nombre de apocalipsis. Alguien me mira a m¨ª. Yo miro la pantalla. Dentro de la pantalla, el p¨²blico mira al fot¨®grafo. El fot¨®grafo contempla la pelota. Lo que mira la pelota es el misterio del pa¨ªs.
Montevideo, mate en la catedral
Llego a Montevideo coincidiendo con los festejos del centenario de Onetti. Para hacerle justicia al maestro, quiz¨¢ ser¨ªa preferible un funeral o una protesta.
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La obra de Onetti es tan perdurable como el dolor, la tristeza o la desesperaci¨®n. Nadie ha esculpido as¨ª en castellano esas realidades invisibles. Tampoco nadie ha adjetivado el mundo con una maldad tan exacta. Recuerdo El astillero, si se puede decir as¨ª, con turbia nitidez. Al leerlo pens¨¦: esto es lo que habr¨ªa escrito Camus si le hubieran gustado las met¨¢foras.
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Recorremos en coche las afueras. "?Viste la pel¨ªcula Whisky?", me pregunta el conductor. Le contesto que s¨ª y que me pareci¨® excelente. "Bueno", dice ¨¦l se?alando m¨¢s all¨¢ de la ventanilla, "ac¨¢ la ten¨¦s".
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Montevideo es una posibilidad de lluvia. Por suerte la amabilidad de los montevideanos es una posibilidad de techo.
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"?Qu¨¦ fr¨ªo!", dice uno, "?no puede ser!". "El invierno tambi¨¦n es la realidad, che", contesta otro.
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En la calle Ellauri, barrio pijo o pituco, est¨¢ el shopping de Punta Carretas, que antes era una c¨¢rcel. El penal es inquietantemente agradable. Tonos pastel, hilo musical relajante, escaparates bien iluminados, escaleras mec¨¢nicas, mesas con refrescos. Los reos hacen t¨²neles.
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Saliendo del antiguo penal, como si hubi¨¦ramos vuelto a los setenta, una chica me entrega unos panfletos y se aleja corriendo. Los panfletos dicen: "Viaj¨¢ a las estrellas saboreando la nueva Whopper Trek. Aros de cebolla y salsa barbacoa picante".
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Advertencia a las puertas de la catedral: "No est¨¢ permitido entrar con mate en el templo".
Santiago de
Chile, el orden ensimismado
Lo primero que me llama la atenci¨®n de Chile, sin haber aterrizado, es el formulario de aduanas. Parece hecho para confirmar la imagen del pa¨ªs en el exterior: profesionalidad, progreso, legalidad, orden. Est¨¢ mejor dise?ado que el argentino, que es largo y redundante. Tambi¨¦n supera al espa?ol. El impreso chileno es breve y razonable. Moderno, con letra grande, casilleros amplios. Tiene cierta vocaci¨®n de lucimiento, de lavado de cara, de aqu¨ª no pasa nada.
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Rodeada, protegida, separada por el vigor de la cordillera, un poco como mi Granada, Santiago se ensimisma.
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Cierta impenetrabilidad, una vigilancia de algo que no se sabe qu¨¦ es.
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Uruguay: "Tu novela va a gustar mucho ac¨¢". Chile: "Probablemente no la venderemos". Argentina: "Hiciste una muy buena comunicaci¨®n del libro".
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"Los que ¨¦ramos muy j¨®venes cuando los libros de Bola?o llegaron a Chile", me dice el periodista, "fuimos embestidos, iluminados por ¨¦l. Pero a los que no eran tan j¨®venes les pas¨® todo lo contrario". No es lo mismo ser embestido que atropellado. Y que te iluminen no es igual a que te eclipsen.
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Noto que aqu¨ª tienden a fotografiar a los escritores en contrapicado, haci¨¦ndoles mirar desde arriba a quien los mira. ?Significa algo?
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Hojeo suplementos culturales. Me entretengo compar¨¢ndolos con los de Argentina. Si el tono predominante en las rese?as argentinas es la exhibici¨®n doctoral, en Chile lo frecuente es la agresi¨®n cascarrabias. Unas parecen destinadas a demostrar que el cr¨ªtico es m¨¢s inteligente que el autor. Las otras, a disuadir a las editoriales de seguir distribuyendo el libro en el pa¨ªs. Al entusiasmo o al placer les queda poco espacio.
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"En la universidad", me cuenta ella, "mi profesor de filosof¨ªa nos sub¨ªa d¨¦cimas por ir a las marchas en contra del aborto". Pienso que es una iron¨ªa o una hip¨¦rbole, pero ella me mantiene la mirada con absoluta seriedad.
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Bola?o af¨®nico de vivir. Bola?o muerto de risa, muerto.
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En el aeropuerto veo una edici¨®n inglesa de Cathedral of the Sea, de Ildefonso, Ildef¨®unso, Falcones. Best sellers. Autoayuda. Tambi¨¦n hay otras cosas: narrativa chilena contempor¨¢nea (Lemebel, Simonetti, Fuguet), antolog¨ªas de Neruda y Mistral. Esto ¨²ltimo podr¨ªa parecer una obviedad. Pero, sinceramente, no recuerdo que en los aeropuertos espa?oles se vendan recopilaciones po¨¦ticas de Lorca o Juan Ram¨®n o Aleixandre, que tambi¨¦n fue Premio Nobel. Puedo escribir los diarios m¨¢s tristes esta noche.
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El chileno habla a solas. El argentino habla para s¨ª mismo.
Andr¨¦s Neuman (Buenos Aires, 1977) es autor de las novelas El viajero del siglo (Premio Alfaguara 2009), Bariloche y Una vez Argentina (Anagrama).
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