Desolaci¨®n de volver
Desde una esquina en la zona de sombra en la que me he apoyado para leer el peri¨®dico miro la plaza que he recordado e imaginado tantas veces, la que est¨¢ igual de arraigada en mi memoria infantil que en los mundos de ficci¨®n que he ido inventando a lo largo de mi vida, hasta el punto de que a veces ni yo mismo s¨¦ distinguir en qu¨¦ medida estoy invocando un recuerdo verdadero o proyectando sobre el pasado un episodio de novela. Vista con ojos objetivos, la plaza no tiene nada o casi nada de extraordinario, salvo la torre del reloj, que forma parte de una muralla medieval. Es una plaza austera, menos andaluza que castellana, con soportales en dos lados, con edificios poco memorables que sin embargo, en conjunto, dan una modesta impresi¨®n de car¨¢cter, de lugar verdadero. En los soportales sol¨ªa haber carritos en los que se vend¨ªan pipas, cacahuetes tostados, peque?os juguetes; tambi¨¦n se vend¨ªan y se alquilaban tebeos. Hab¨ªa una farmacia, una tienda de lanas, un almac¨¦n de tejidos, la sede de un banco en el que trabajaba de cajero el padre de un amigo m¨ªo. ?bamos a verlo y estaba detr¨¢s de su ventanilla con barrotes dorados, y a m¨ª me impresionaba lo blancas que eran sus manos, por contraste con las de mi padre, y la velocidad asombrosa a la que contaba los billetes.
En el curso de una generaci¨®n se ha destruido para siempre lo que tard¨® siglos en hacerse
En la zona central de la plaza se levanta sobre una base de figuras aleg¨®ricas talladas en piedra la estatua en bronce del general Saro, picoteada de agujeros de disparos. En los primeros a?os veinte el general Saro dirigi¨® no s¨¦ qu¨¦ campa?a victoriosa en la guerra de Marruecos; en el verano de 1936 un pelot¨®n anarquista lo fusil¨® en efigie, dado que ya estaba muerto. Durante a?os, con motivo de alguna de las muchas reformas que la plaza ha padecido, la estatua desapareci¨®, porque alg¨²n analfabeto con cargo municipal -en la pol¨ªtica espa?ola el analfabetismo es un m¨¦rito casi tan valorado como la desverg¨¹enza- debi¨® de pensar que siendo de un militar ten¨ªa que ser de un militar franquista. Me cuentan que se pens¨® sustituirla por una escultura m¨¢s acorde con los nuevos tiempos de reglamentaria cultura andaluza, un monumento al penitente. El general Saro sobrevivi¨®, dram¨¢tico y sereno, con sus agujeros negros de disparos en la cabeza y en el pecho y su mirada hacia el sur, pero a su alrededor la plaza que desde hace mucho ya no lleva su nombre fue sometida a una de esas modernizaciones que gustan tanto a las autoridades locales: de los jardines, de los bancos, de las acacias y los aligustres sobre cuyas copas sobresal¨ªa la cabeza del general no qued¨® ni rastro, si bien en su lugar se pusieron unos coquetos maceteros de hierro forjado con la "U" de ?beda art¨ªsticamente inscrita en cada uno de ellos, y se coron¨® todo con la boca enorme de un aparcamiento subterr¨¢neo y con la torre del ascensor correspondiente.
La primera vez que vi lo que hab¨ªan hecho con esa plaza que era el coraz¨®n de mi ciudad se me puso en la garganta un nudo de congoja. Ahora vuelvo y la miro y la costumbre no mitiga el esc¨¢ndalo. Con la l¨®gica peculiar de la renovaci¨®n urbana, se ha considerado que en una ciudad donde hay varios meses de calores saharianos su plaza central no necesita ¨¢rboles, salvo un par de naranjos escu¨¢lidos que dif¨ªcilmente pueden prosperar en los inviernos mesetarios. A mediod¨ªa, desde mi esquina a la sombra, alzando los ojos del peri¨®dico, veo a la gente que se atreve a cruzar la plaza arriesg¨¢ndose a un s¨ªncope, buscando a toda prisa el alivio de los soportales. Aparte de sus ventajas est¨¦ticas, el aparcamiento tiene la virtud pr¨¢ctica de atraer m¨¢s tr¨¢fico hacia el centro de la ciudad, atascando las calles estrechas que llevan a ¨¦l, algunas de las cuales est¨¢n adem¨¢s levantadas gracias a la misma cat¨¢strofe de obras en gran medida innecesarias que azota al pa¨ªs entero. Algunos de los coches que hacen cola para entrar en el aparcamiento llevan las ventanillas abiertas y emiten a volumen s¨ªsmico una m¨²sica de discoteca al parecer muy del agrado de los polic¨ªas municipales que pastorean el tr¨¢fico.
En las noches calurosas, con los balcones abiertos, la m¨²sica de los coches, los rugidos de las motos y la algarab¨ªa alcoh¨®lica del botell¨®n animan las plazuelas y los callejones de mi barrio de San Lorenzo, que de otro modo estar¨ªan sumidas en un anticuado silencio. Iglesias y palacios se van hundiendo literalmente en el abandono mientras se tiran r¨ªos de dinero cambiando sin ninguna necesidad antiguos pavimentos enlosados o empedrados por groseros baldosones de terrazo. Vuelvo a la hermosa plaza de Santa Mar¨ªa y no puedo cruzar su limpia perspectiva porque est¨¢ entera convertida en una zanja. Un amigo que vive en la ciudad me cuenta que los trabajadores, como no disponen de instalaciones con aseos, usan como urinario la fachada de la iglesia del Salvador.
En el curso de una generaci¨®n se ha destruido para siempre lo que tard¨® siglos en hacerse. Lo que se est¨¢ robando a quienes vengan detr¨¢s no es una memoria sentimental y un paisaje urbano que fue ¨²nico, sino tambi¨¦n una forma de disfrute de la vida y de prosperidad. Donde hubo perspectivas de huertas y de casas blancas que llamaban desde los caminos lejanos ahora hay bloques horrendos que se amontonan los unos sobre los otros para mayor beneficio de los constructores. Viajando por Europa uno descubre con envidia c¨®mo en pueblos peque?os y en ciudades provinciales el cuidado en la preservaci¨®n de lo m¨¢s valioso del legado del tiempo es perfectamente compatible con el progreso tecnol¨®gico y tiene la ventaja pr¨¢ctica de hacer la vida m¨¢s gustosa y crear una duradera riqueza: en Espa?a se empieza por arrasarlo todo. Cuanto m¨¢s se alimentaban los orgullos locales y las lealtades vern¨¢culas a lo largo de los ¨²ltimos treinta a?os m¨¢s impunemente se han destruido los paisajes. El orgullo local separado de la conciencia c¨ªvica es paleter¨ªa, igual que el patriotismo sin ciudadan¨ªa es fanatismo. Se inventan pasados y se alimentan nostalgias r¨²sticas al mismo tiempo que se impone la ignorancia y se borran las huellas del pasado verdadero, el que habr¨ªa sido tan f¨¦rtil para mejorar el porvenir.
Hace treinta a?os, en una de tantas idas y venidas, volv¨ª a mi ciudad para votar por primera vez en mi vida en unas elecciones municipales. Pens¨¢bamos que la democracia iba a traer a las ciudades un aire limpio de ilustraci¨®n y racionalidad, espacios p¨²blicos rescatados del abandono y la ro?a franquista de los especuladores. Me paseo por ?beda, entre zanjas y mugre, entre el deterioro de lo abandonado y la ostentaci¨®n palurda de lo que no hab¨ªa necesidad de cambiar, me adhiero a una pared para que no me atropelle un coche con la m¨²sica a todo volumen en una calle estrecha. Ya s¨¦ que en todas partes sucede lo mismo, que el gobierno de las ciudades espa?olas es un grosero cat¨¢logo de venalidad e incompetencia: pero s¨®lo en ¨¦sta el esc¨¢ndalo pol¨ªtico se me convierte en ¨ªntima desolaci¨®n.
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