Amigos de mis amigos
La infelicidad tiene prestigio. La felicidad, no. Los felices son idiotas, lo dec¨ªa Woody Allen en Annie Hall, en la ¨¦poca en la que le cre¨ªamos ciegamente: los progres espa?oles quer¨ªan parecerse a ¨¦l, ser feos y encontrar una novia veinte a?os m¨¢s joven, y las progres espa?olas quer¨ªan encontrar un hombre como ¨¦l, un feo m¨¢s listo que ellas y veinte a?os m¨¢s viejo. Los artistas, que las pillan al vuelo, suelen ocultar su felicidad cuando la tienen, para ser respetados o para rebajar la envidia que despiertan. Mihura, que conoc¨ªa el pecadillo espa?ol, se inventaba una enfermedad cada vez que ten¨ªa un ¨¦xito teatral. Los escritores, expertos en impostura, suelen describirse a s¨ª mismos aislados en peque?as ciudades de provincia, ajenos a las vanidades literarias (que siempre son de otros), creando su obra como Gepetto cre¨® a Pinocho, solos, entregados al arte. Pura coqueter¨ªa. Este oficio nuestro es tan asquerosamente solitario que s¨®lo se sostiene si paras cada poco para chafardear por tel¨¦fono, mirar el correo, infantilizarte en Facebook o so?ar con el momento en que dejar¨¢s de escribir. Estoy en posici¨®n de afirmar que aquel pobre escritor que se describe a s¨ª mismo como el hura?o que vive en su retiro al margen de la cloaca madrile?a (como tantos gustan llamar) no tiene nada de humilde, ni de solitario; bien al contrario, de esas manos con las que teclea nacen unos tent¨¢culos portentosos que penetran en las salas donde se rifa el premio Gordo, un Nacional, o en los saloncillos donde se adjudican los premios Chicos, que debieran ser para los escritores primerizos, pero que nunca lo son. Cuidado, critico la impostura, el seguir manteniendo que la soledad es creativa y que, por tanto, el creador ha de ser solitario. En el resto del mundo cualquier criatura sensata sabe que cuantas m¨¢s relaciones se tienen, m¨¢s posibilidades de felicidad albergas. No es ¨¦sta una afirmaci¨®n apresurada, la lanzo despu¨¦s de haber le¨ªdo alg¨²n que otro estudio sobre los beneficios que genera la sociabilidad. En el magazine del New York Times daban cuenta del trabajo de dos investigadores, Christakis y Fowler, que hace tiempo comenzaron a acariciar la idea de que las personas nos influimos de tal manera unas en otras que dicha interacci¨®n puede ser muy beneficiosa para nuestra salud. No s¨®lo influimos en nuestros amigos m¨¢s cercanos, sino en un amigo del amigo de tu amigo. Pero cualquier investigaci¨®n necesita un trabajo de campo, y estos dos fantasiosos cient¨ªficos encontraron un tesoro: en una peque?a ciudad de Massachusetts se viene haciendo un seguimiento desde el a?o ?1948! de la salud cardiol¨®gica de sus habitantes. Fascinante, ?no? Ellos encontraron, por escrito, la vida de quince mil personas durante m¨¢s de medio siglo: profesiones, hobbies, achaques, salud, peso y vicios estaban en sus manos para determinar si unos hab¨ªan influido en otros de tal manera que en su vejez se hubieran agrupado en c¨ªrculos de gente parecida. Muchos m¨¦dicos de cabecera han quedado fascinados con los resultados: ellos llevan observando durante a?os, sin poder convertir en teor¨ªa su intuici¨®n, que los gordos acaban con gordos y los fumadores con fumadores. Las razones no est¨¢n tan claras: puede ser que uno se encuentre m¨¢s a gusto con aquel que no va a afear su comportamiento; puede ser que el gordo se sienta menos gordo con otros de su condici¨®n y puede ser que optemos por una vida sana, o no, dependiendo del grupo social en que nos coloca la vida. Elijamos una criatura al azar, por ejemplo, yo misma: vengo de una familia de fumadores compulsivos. All¨¢ donde mi familia va se traslada sobre sus cabezas una densa nube de humo. Una visita de mi familia al completo significa tener que ventilar la casa durante toda la noche. Eso, en Nochebuena, la velada m¨¢s entra?able del a?o, es duro. Yo me considero la fumadora menos adicta de todos ellos. Cuando estoy en Nueva York no fumo, porque fumar me relegar¨ªa al papel de mujer de mediana edad solitaria desesperada a las puertas de un restaurante. Y no me emociona. Sin embargo, cuando estoy con mis seres queridos me uno a la fumata, como si aportar mi cuota de humo al nubarr¨®n fuera una forma de integraci¨®n familiar. La sociabilidad me posee, as¨ª que soy, para bien o para mal, uno de esos seres que tienden a estar influidos por el entorno. Hay algo que me emociona especialmente entre las teor¨ªas que en estos d¨ªas se esgrimen sobre las relaciones humanas: siempre se ha pensado que aquellos que presumen de tener un peque?o c¨ªrculo de ¨ªntimos amigos son individuos de gran consistencia moral y, en cambio, aquellos que est¨¢n abiertos a las relaciones superficiales son personas de poco fuste. Pues bien, parece que el empecinamiento en las amistades profundas no es siempre la opci¨®n m¨¢s inteligente; las personas, ya lo dijo Blanche Dubois, somos muy sensibles a la gentileza de los desconocidos. Si la felicidad es, como se cree, m¨¢s contagiosa que la tristeza, cuanto m¨¢s abramos nuestro c¨ªrculo de relaciones, m¨¢s elevamos la posibilidad de sentirnos bien. Y cr¨¦anme, eso de que la felicidad es cosa de idiotas no se lo cre¨ªa ni Woody Allen que, en sus pel¨ªculas, se acostaba siempre con la m¨¢s guapa.
Critico la impostura de seguir manteniendo que la soledad es creativa y que el creador ha de ser solitario
Puede ser que optemos por una vida sana, o no, dependiendo del grupo social en que nos coloca la vida
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