Pintores en la Costa
La Costa Azul es un paraje sembrado de museos de alto nivel. En ellos se puede admirar las obras de Mir¨®, Matisse, Picasso o St?el. Un trozo de la vieja Francia sensual, alegre y gozadora
Si usted piensa que la Costa Azul es un lugar donde la riqueza se exhibe con m¨¢s impudicia que en otras partes, en el que abundan los chulos, los mafiosos, los yates y las cortesanas de lujo y donde los taxistas esquilman sin misericordia al forastero, probablemente no ande equivocado. Pero es tambi¨¦n un paraje sembrado de museos de alto nivel en el que el mal gusto y la vulgaridad, secuela acostumbrada de los sitios de moda, no han acabado de destruir algunos enclaves urbanos y paisajes exquisitos, como el pueblecito y la campi?a de St. Paul de Vence o el barrio antiguo de Antibes. Ambos se defienden bastante bien contra las hordas de turistas, incluso los s¨¢bados, d¨ªas de mercado. En lo abigarrado de las calles de Antibes y sus pintorescos tenderetes abundan las maravillas culinarias y un relente de la vieja Francia, sensual, esc¨¦ptica, alegre y gozadora impregna el aire y las voces. La gente es amable y todav¨ªa sonr¨ªe, aunque usted no lo crea.
Si Matisse era intenso y profundo, Picasso fue un cr¨¢ter que nunca dej¨® de erupcionar
No se puede describir una obra maestra: ella se deja sentir, no explicar
St. Paul de Vence es una joya arqueol¨®gica medieval que es imposible visitar si uno padece de claustrofobia o es al¨¦rgico a la masa. Porque la ¨²nica manera de hacerlo es siendo arrastrado por una multitud sudorosa que avanza a paso de procesi¨®n y lo inunda todo, las callejuelas empinadas, los adoquines lustrosos y las casitas liliputienses convertidas en galer¨ªas, restaurantes, boutiques y tiendas de baratijas.
El atasco humano disminuye cuando uno se acerca a la Fundaci¨®n Maeght, cuyo local, construido por Josep Llu¨ªs Sert, recibe al visitante con un jard¨ªn sombreado de altos pinos y esculturas de Giacometti, Calder, Moore y Mir¨®. Este ¨²ltimo fue, al parecer, muy amigo de Aim¨¦ y Marguerite Maeght, los marchands de artes de Cannes con cuya colecci¨®n de pintura moderna crearon la Fundaci¨®n. Gran parte de los cinco pisos y los jardines que la integran est¨¢ ahora consagrada a rese?ar esta amistad. Las pinturas, grabados, dibujos, mosaicos y esculturas de Mir¨® ocupan salones, pasillos, terrazas y s¨®tanos del museo. El espect¨¢culo me decepcion¨® profundamente. Mir¨® fue un buen pintor en sus inicios, qui¨¦n lo duda, e introdujo en la pintura moderna una inocencia juguetona, infantil y traviesa, que transpiraba poes¨ªa y buen humor. Pero qu¨¦ pronto perdi¨® el ¨ªmpetu creador, el esp¨ªritu arriesgado, y comenz¨® a repetirse y a imitarse hasta convertirse en una industria cacof¨®nica, artificiosa y falsamente naif. Mientras, entre aburrido y desolado, recorr¨ªa la muestra, me acord¨¦ de una frase insolente sobre Mir¨® de Juan Benet que le¨ª en alguna parte en los a?os setenta -"un pintor adecuado para los consultorios de los dentistas" o algo por el estilo- que me pareci¨® entonces muy injusta. Ahora, despu¨¦s de esta experiencia, ya no tanto.
Para ver cosas m¨¢s estimulantes hay que ir a Niza y, obligatoriamente, al Museo Matisse. Situado en una casa modernista, en medio de un parque perfumado por olivos y eucaliptos, vecino a un anfiteatro romano y al cementerio donde reposan los restos del maestro, ostenta una colecci¨®n no muy grande, pero excelente, de pinturas, dibujos, grabados y esculturas de este mani¨¢tico perfeccionista capaz, entre otras terquedades, de perseverar varios a?os en la b¨²squeda de la silueta y la expresi¨®n de ese Siervo (se iba a llamar primero Esclavo) al que dedic¨® innumerables bocetos, dibujos, ¨®leos y reflexiones antes de plasmarlo en uno de sus bronces m¨¢s celebrados. La sala dedicada a mostrar la larga gestaci¨®n de esta pieza justifica por s¨ª sola el viaje a Niza, en esta tarde de fuego. Pero hay muchas otras cosas que admirar aqu¨ª: las odaliscas que Matisse trajo en la memoria luego de su estancia en Argel, las ventanas incendiadas por la luz del Mediterr¨¢neo que concibi¨® en esta ciudad, su cotejo continuo con la obra de su admirado y detestado maestro Rodin y los papeles pintados de los ¨²ltimos a?os, refugio del ingenio y la vitalidad de una mente en un cuerpo ya derrotado por el paso del tiempo.
Si Matisse era intenso y profundo, Picasso fue un cr¨¢ter que nunca dej¨® de erupcionar. No hay artista en la historia de una fecundidad tan pasmosa. ?Cu¨¢ntos museos dedicados a su obra existen desparramados por el mundo? Conozco por lo menos cinco, pero no hab¨ªa estado antes en el de Antibes, maravilla de la que sal¨ª exaltado y feliz. Todo es bello en este rinc¨®n de esta bella ciudad. El museo est¨¢ en el antiguo palacio Grimaldi, erigido en lo alto de las murallas, que desaf¨ªa con sus piedras centenarias al mar y al cielo cuya luz blanca ba?a todos los espacios del lugar al que llegan, n¨ªtidos, el rumor de la resaca marina y los chillidos de las gaviotas volanderas. En las ant¨ªpodas de un Mir¨®, Picasso no se cans¨® de s¨ª mismo ni perdi¨® jam¨¢s la juventud. Nunca ces¨® de reinventarse. Se deshizo y rehizo mil veces y en todas las etapas de su vida innov¨®, sorprendi¨®, fue el primero en gozar con lo que hac¨ªa, y siempre se las arregl¨® para encontrar salidas a los impasses en que a veces parec¨ªa haberse confinado.
Una de las gratas sorpresas en uno de los salones del museo es una se?ora-maga, que mantiene atento y hechizado a un auditorio de p¨¢rvulos, algunos tan peque?itos que no pueden soltarse de los brazos de sus madres, a los que esta anfitriona anticipa, con gracia, sabidur¨ªa e imaginaci¨®n las aventuras que vivir¨¢n recorriendo estas salas si contemplan los cuadros, objetos y esculturas con astucia, fantas¨ªa y amor, los secretos que revelan si uno se acerca a ellos con curiosidad y se abandona a la hechicer¨ªa de sus colores, trazos y figuras que ella describe como un laberinto de tesoros.
La obra de Picasso expuesta en el museo de Antibes es de distintas ¨¦pocas y muestra la unidad en la diversidad que es uno de los rasgos de su genio, el hilo conductor que emparentaba cosas tan dis¨ªmiles como el cl¨¢sico retrato de caballete con los monigotes de una cer¨¢mica o la modernizaci¨®n de un mito griego. La pieza m¨¢s notable que exhibe el museo es, justamente, Ulises y las sirenas, que parece contagiar el vaiv¨¦n de las olas y la m¨²sica tentadora que evoc¨® Homero al muro donde est¨¢ colgado el soberbio tr¨ªptico. El protagonista no es s¨®lo Ulises, ah¨ª estamos todos los seres humanos anudados a ese fr¨¢gil m¨¢stil, con las orejas muy abiertas y enloquecidos de deseo, tratando de romper las cuerdas que nos atan a la sensatez y a la prudencia, para rendirnos a las tentaciones de la vida, que, a veces, como en este caso, tienen apariencia de canto, peces y mujer. No se puede describir una obra maestra: ella se deja sentir, no explicar. No basta decir que lo turbador y exquisito que hay en ella resulta de la destreza artesanal, la intuici¨®n acerada, la sensibilidad y el buen gusto. En las obras maestras, pl¨¢sticas, literarias o musicales, siempre queda una zona de sombra que escapa a la aprehensi¨®n racional, que penetra en lo m¨¢s rec¨®ndito de la persona como una revelaci¨®n s¨²bita, intransferible y personal.
El cat¨¢logo dice que Picasso pint¨® Ulises y las sirenas en apenas tres d¨ªas de setiembre de 1947. En cambio, otra de las obras maestras del museo, La Joie de vivre (La alegr¨ªa de vivir), del a?o anterior, fue hecha y rehecha varias veces, un proceso fascinante que document¨® un fot¨®grafo polaco amigo de Picasso, Michel Sima. Sus im¨¢genes nos acercan a la intimidad de una empresa en la que no s¨®lo la famosa mirada del pintor parece en estado de trance luciferino mientras trabaja. Tambi¨¦n sus manos, su postura de gladiador y hasta las venas hinchadas de sus sienes testimonian el estado de frenes¨ª, de tensi¨®n febril, en que fue fraguando esa pintura. Ella es lo que su nombre indica: una fiesta en la que un centauro y un fauno acompa?an con flautas la danza de una ninfa (sus rasgos aluden a los de Fran?oise Gilot, la compa?era de entonces) y los brincos de felicidad de dos cabritas a la orilla de un mar con arenales, vides y luminosidad solar. La reminiscencia pagana y mitol¨®gica rezuma actualidad: pueden haber cambiado las circunstancias, los decorados y los dioses, pero la alegr¨ªa, la exaltaci¨®n y el placer que la vida y el amor proporcionan siguen siendo los mismos y establecen un denominador com¨²n entre nosotros, quienes nos antecedieron y quienes nos van a suceder. Esa permanencia en el tiempo da a las evocaciones y reminiscencias mitol¨®gicas de Picasso el car¨¢cter de lo vivido y de lo actual.
A pocos pasos del Museo Picasso de Antibes est¨¢ la casa donde pas¨® sus ¨²ltimos meses y donde se suicid¨® en 1954 Nicholas de Sta?l, pintor ruso franc¨¦s que, al mismo tiempo que viv¨ªa toda clase de peripecias y desventuras, exploraba en su pintura con sutileza y obstinaci¨®n una zona incierta en la que la figuraci¨®n y la abstracci¨®n a ratos se repel¨ªan y a ratos se fund¨ªan. Las obras de Sta?l que luce el Museo Picasso son serenas, de una elegancia contenida y no delatan para nada los desgarramientos que debieron de atormentar a ese personaje dostoievskiano que decidi¨® poner fin a su vida antes de cumplir 41 a?os. Por el contrario, producen una amable sensaci¨®n de sosiego y bienestar comparada con la crepitaci¨®n incandescente que representa cada una de las obras del due?o de casa. Tal vez por eso eran, esa ma?ana, los cuadros preferidos de los p¨¢rvulos.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2009. ? Mario Vargas Llosa, 2009.
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