M¨²sicas de un siglo
A Gustav Mahler le gustaba pasear por Nueva York con una libertad de la que nunca hab¨ªa gozado en Viena, y asomarse a mirar el cielo y la agitaci¨®n de las calles desde las ventanas altas de los edificios. Le entusiasmaba el metro, que en la ¨¦poca de su llegada a la ciudad era una innovaci¨®n muy reciente, y prefer¨ªa tomarlo o caminar por la calle en vez de viajar en el autom¨®vil con ch¨®fer que le correspond¨ªa como director de la Filarm¨®nica. Asisti¨® a una sesi¨®n de espiritismo en el gabinete de una vidente c¨¦lebre y en un callej¨®n de Chinatown se atrevi¨® a internarse en un fumadero de opio. Nos cuesta imaginar a este h¨¦roe de la m¨¢s densa cultura europea sumergido en Am¨¦rica: las gafas de pinza, la frente enorme, el cuerpo desmedrado, su figura reconocida con asombro por un m¨²sico en un vag¨®n de metro o apareciendo entre el tumulto de Broadway. Pero en Nueva York debi¨® de vivir en ese estado entre de alerta y de inminencia que la ciudad provoca muchas veces en quienes llegan a ella, exaltado por el alivio de estar lejos de una Viena que se le hab¨ªa vuelto irrespirable, volcado en el descubrimiento de una nueva energ¨ªa que estaba latiendo a su alrededor y tambi¨¦n dentro de s¨ª mismo. Lo veo todo en una luz tan nueva, estoy en tal estado de transformaci¨®n que a veces no me sorprender¨ªa encontrarme de repente en un cuerpo nuevo. Estoy m¨¢s sediento de vida que nunca...
La historia, y la cita de la carta de Mahler a Bruno Walter vienen en un libro de Alex Ross que se titula originalmente The Rest Is Noise y que Seix Barral acaba de publicar en espa?ol llam¨¢ndolo, de manera algo chocante, El ruido eterno. Alex Ross escribe de m¨²sica con apasionamiento y claridad en The New Yorker: tiene el raro talento, inseparable del entusiasmo, de trasmitir con palabras la experiencia de un arte no verbal, con una vehemencia parecida a la que pone Robert Hughes escribiendo sobre pintura, y con una capacidad de explicar que a m¨ª me recuerda la que encontr¨¦ hace muchos a?os en el historiador del arte Giulio Carlo Argan. Hay historiadores y cr¨ªticos que parecen empe?ados en cumplir el dictamen de Nietzsche: enturbian el agua para que parezca m¨¢s profunda. El cr¨ªtico arrogante interpone su palabrer¨ªa por delante de la obra a la que en el fondo quisiera suplantar, como ese gu¨ªa charlat¨¢n que tapa con su corpulencia y su gesticulaci¨®n el retablo o la capilla que nos est¨¢ explicando. Alex Ross hace exactamente lo contrario: se enfrenta a una materia considerada oscura, ajena, en gran medida hostil, la m¨²sica del siglo XX, y vuelve luminosa su dificultad al vincularla a los hechos hist¨®ricos y a las vidas cotidianas, arranc¨¢ndola de ese limbo de hermetismo y de ignorancia en el que por culpa de unos y otros queda casi siempre recluida, por culpa de un malentendido que curiosamente no afecta a otras zonas del arte moderno. Picasso y Stravinski trabajaron juntos y vivieron simult¨¢neamente los periodos m¨¢s f¨¦rtiles de sus talentos creativos, pero Picasso es un artista que todo el mundo acepta y disfruta, mientras que Stravinski sigue envuelto, en la medida en que su nombre se reconoce, en un halo de rareza. La misma persona que sabe apreciar a Kandinsky, a Mondrian o a Paul Klee sentir¨¢ rechazo hacia Arnold Sch?nberg sin haberlo escuchado nunca. En las emisoras de radio y en las salas de conciertos, con muy raras excepciones, el siglo XX es un espacio casi en blanco, y su segunda mitad un completo vac¨ªo. Una mirada con algo de sensibilidad visual se dejar¨¢ hechizar con un latido de estremecimiento por los espacios sucesivos de color que se van descubriendo gradualmente en un lienzo de Mark Rothko: pero para un o¨ªdo contempor¨¢neo la m¨²sica que esa pintura inspir¨® a Morton Feldman resultar¨¢ con facilidad incomprensible o irritante o simplemente tediosa.
Cr¨ªticos, programadores, te¨®ricos, legisladores de la modernidad, dividen la m¨²sica en territorios estancos, en escuelas incompatibles entre s¨ª: o tradici¨®n o vanguardia, o m¨²sica popular o m¨²sica culta, o ruptura o folclore. Alex Ross muestra que esas fronteras, tan queridas por los pedantes, o por los que aspiran a expedir certificados de vanguardismo o autenticidad, no han existido nunca para los m¨²sicos de verdadero talento, que son siempre m¨¢s abiertos y m¨¢s generosos que los disc¨ªpulos fundadores de ortodoxias. En su placentero exilio de California Arnold Sch?nberg jugaba al tenis con George Gershwin, con Charlie Chaplin y con Paulette Goddard, que era entonces la mujer de Chaplin, y de la que Gershwin estaba enamorado en secreto. Cuando Gershwin muri¨®, tan tempranamente, en 1937, Sch?nberg le dedic¨® un homenaje conmovido de admiraci¨®n y amistad. Y Gershwin hab¨ªa compuesto Porgy and Bess teniendo muy presente el ejemplo del Wozzeck de Alban Berg, aunque algunos cr¨ªticos crueles no le ahorraron la amargura de sugerirle que escribir ¨®pera era un empe?o muy por encima de sus posibilidades, y de que deber¨ªa limitarse a componer canciones de Broadway. La originalidad tan moderna de B¨¦la Bart¨®k est¨¢ enraizada en las canciones campesinas que recog¨ªa a principios de siglo en la grabadora de cilindros de cera marca Edison con la que viajaba tan trabajosamente por las monta?as de Transilvania. Ahora cualquier bobada con acompa?amiento de flauta o tamboril recibe la calificaci¨®n prestigiosa de mestizaje: en 1889 Claude Debussy escuch¨® por primera vez, en la exposici¨®n universal de Par¨ªs, las m¨²sicas de Vietnam y de Java, y qued¨® tan influido por ellas como por las melod¨ªas arcaicas del cante flamenco. Steve Reich y Gy?rgy Ligeti se han inspirado en las polifon¨ªas vocales y r¨ªtmicas de Ghana y Tanzania. Las voces delirantes de la liturgia ortodoxa, los aires del jazz y del tango atraviesan la m¨²sica de Stravinski, igual que el jazz y los ritmos africanos de Brasil est¨¢n en los paisajes sonoros de Darius Milhaud.
El siglo XX es una fiesta incomparable de sonidos que chocan, se superponen, se suceden, la banda sonora de una historia cuyos abismos de trastorno y carnicer¨ªa han sido tan reflejados por la m¨²sica como sus grandes oleadas de entusiasmo y promesa. Un d¨ªa de 1949 Charlie Parker estaba tocando el saxo alto en un club de Nueva York y al abrir los ojos vio en una mesa junto al escenario a ?gor Stravinski, y al cabo de unos segundos el caudal de su improvisaci¨®n estaba incluyendo melod¨ªas de El p¨¢jaro de fuego. Antes de marcharse a Am¨¦rica Gustav Mahler dirigi¨® en Viena un Trist¨¢n e Isolda en el que el despojamiento de la escenograf¨ªa resaltaba la sensaci¨®n de distancia y letargo y obsesi¨®n sexual de la m¨²sica y en las gradas m¨¢s altas del gallinero un Adolf Hitler muy joven y hambriento cerraba los ojos en un trance de morbosa embriaguez. Las historias, las m¨²sicas, se encabalgan las unas sobre las otras, acaban componiendo el gran tapiz de los sonidos de un siglo: un continente en gran parte ignorado en el que ser¨¢ tan estimulante aventurarse como en las p¨¢ginas de Alex Ross, leyendo y escuchando, dej¨¢ndose guiar por ellas.
El ruido eterno. Alex Ross. Traducci¨®n de Luis Gago. Seix Barral. Barcelona, 2009. 800 p¨¢ginas. 24 euros. www.therestisnoise.com/
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