?Vaya, aqu¨ª tambi¨¦n ha nevado!
En los a?os setenta, Turqu¨ªa vivi¨® un periodo de intensa agitaci¨®n. Trabajadores, intelectuales y estudiantes fueron asesinados por los lobos grises, por fan¨¢ticos religiosos y por la polic¨ªa. Sonaban disparos, las madres lloraban; de noche, los perros ladraban por las calles. Todos ten¨ªan miedo.
Tras el golpe militar cerraron el teatro en el que hab¨ªa actuado por ¨²ltima vez en una pieza de Brecht. Prohibieron la obra. Yo tambi¨¦n pas¨¦ algunas semanas en la c¨¢rcel por haber escrito un reportaje sobre campesinos que mor¨ªan de hambre en la frontera irano-turca. Un abismo se abri¨® ante m¨ª.
Eran tiempos en los que se torturaba, ejecutaba o condenaba a largas penas de c¨¢rcel a muchas personas por las palabras que hab¨ªan dicho o escrito. En aquella ¨¦poca me sent¨ªa muy desdichada en mi propio idioma. S¨®lo pronunci¨¢bamos frases como estas: "Los van a colgar. ?D¨®nde estaban las cabezas? No se sabe d¨®nde est¨¢ su tumba. ?La polic¨ªa no ha entregado el cad¨¢ver!". Mi lenguaje enferm¨®, mis palabras turcas viv¨ªan atenazadas por el miedo. Necesitaban un sanatorio. Pero ?cu¨¢nto tiempo necesita una palabra para recobrar la salud?
"Para m¨ª, el muro no era de piedra, sino de tiempo. Pasar de un lado a otro supon¨ªa adentrarse en un tiempo diferente"
"Hab¨ªa gente del Este por todas partes. Sus ropas no encajaban con Berl¨ªn Oeste, parec¨ªan muy gastadas en un decorado tan elegante"
En aquel entonces ten¨ªa un sue?o. Me imaginaba yendo a Berl¨ªn Este para trabajar en el teatro con el director Benno Besson. Hab¨ªa sido alumno de Brecht.
En Estambul, estando sumida en ese profundo agujero, las palabras de Brecht vinieron en mi ayuda:
"Gracias a Dios, todo pasa r¨¢pido.
Tambi¨¦n el amor, la pena incluso.
?D¨®nde est¨¢n las l¨¢grimas de anoche?
?D¨®nde la nieve del a?o pasado?".
No fue una casualidad que me refugiara en Brecht, es un poeta de lenguaje poderoso. Y ¨¦l iba a ser el sanatorio ling¨¹¨ªstico para mis palabras turcas que hab¨ªan enfermado durante la dictadura.
En 1976 fui en tren de Estambul a Berl¨ªn; el viaje dur¨® tres d¨ªas y tres noches. Iba leyendo un libro de Benno Besson, el alumno de Brecht, que me hab¨ªan enviado mis amigos suizos. Un hombre turco que iba sentado enfrente de m¨ª me pregunt¨®: "Hermosa muchacha, ?est¨¢s haciendo el amor con ese libro? Tus ojos brillan, tu pecho respira agitado mientras lees".
Por la noche me despert¨® la mujer turca que dorm¨ªa conmigo en el compartimento. "Abre las manos, viene la polic¨ªa". Acto seguido cogi¨® un frasco y me ech¨® agua de colonia en las palmas de las manos. Se oy¨® un clic y se encendi¨® la luz del compartimento.
"Control de fronteras de la RDA. Sus documentos de viaje, por favor".
Pregunt¨¦: "?Estamos ya en Alemania Oriental?".
"En la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana", contest¨® el joven polic¨ªa.
Se hab¨ªa despertado todo el mundo. Todas las luces estaban encendidas. El tren prosigui¨® lentamente su camino, la lluvia resbalaba por las ventanillas. Todo desfilaba ante mis ojos a c¨¢mara lenta: el paisaje de fuera, las luces que pasaban raudas, los movimientos de los viajeros. Los uniformes de los polic¨ªas de frontera de la RDA ol¨ªan a lana mojada.
Le dije a uno de ellos: "Amo a Brecht".
?l no dijo nada, se limit¨® a coger con la mano el l¨¢piz que sujetaba entre los dientes. Escuch¨® mi frase y volvi¨® a meterse el l¨¢piz entre los dientes para dejar las manos libres y poder poner los sellos. "?Tlac! ?Tlac!".
Le pregunt¨¦ a la mujer que me hab¨ªa rociado agua de colonia en las manos: "?Por qu¨¦ me ha echado colonia?".
"No lo s¨¦", contest¨®. "Estaba muy nerviosa".
Los polic¨ªas de fronteras ya se hab¨ªan ido y el tren atravesaba vastos campos; entonces vi a dos hombres en el pasillo. Uno abri¨® la ventanilla, cogi¨® un ejemplar del Bild del bolsillo, sac¨® la cabeza fuera, mir¨® a derecha e izquierda y grit¨®: "?Y as¨ª te env¨ªo a los campos enemigos! ?Que te vaya bien, camarada!". El peri¨®dico sali¨® volando y enseguida qued¨® deshecho por la lluvia y la succi¨®n del tren.
El otro hombre pregunt¨®: "?De qu¨¦ hablaba el peri¨®dico?".
El primero contest¨®: "Curd J¨¹rgens. Sesenta a?os y ni una pizca de sabidur¨ªa".
Cuando llegu¨¦ a la estaci¨®n del Zoo dej¨¦ la maleta en la consigna y me dirig¨ª inmediatamente a Berl¨ªn Este. El portero de la Volksb¨¹hne me pidi¨® que esperara en el vest¨ªbulo hasta que Benno Besson pudiera atenderme. Tras cuatro horas de espera, apareci¨® de repente ante mis ojos y se me qued¨® mirando. Le dije: "Se?or Besson, he venido para aprender de usted el teatro de Brecht".
?l me dijo: "?Bienvenida!".
Empec¨¦ a trabajar como ayudante de direcci¨®n en la Volksb¨¹hne de la plaza Rosa Luxemburgo. Pasaba el d¨ªa en Berl¨ªn Este, en el teatro, y por la noche volv¨ªa a Berl¨ªn Oeste. A veces me quedaba a dormir en el Este.
Cada vez que sal¨ªa del metro y sub¨ªa las escaleras exclamaba asombrada: "?Vaya, tambi¨¦n ha nevado aqu¨ª, en el Oeste! ?Vaya, tambi¨¦n ha llovido aqu¨ª!". Cuando llamaba por tel¨¦fono desde el Este a mis amigos del barrio de Wedding preguntaba: "Klaus, ?tambi¨¦n hace sol ah¨ª?".
Durante los dos a?os que trabaj¨¦ en la Volksb¨¹hne, jam¨¢s fui capaz de pensar en las dos partes de la ciudad como en una unidad. Tan pronto como estaba en una de las dos mitades olvidaba inmediatamente la otra. Era como si estuvieran separadas por un inmenso mar. Imagin¨¢rselas unidas era tan imposible como pensar en Freddy Quinn y Mozart reunidos en un mismo disco. Para m¨ª, el muro no era de piedra, sino de tiempo. Pasar de un lado a otro supon¨ªa adentrarse en un tiempo diferente.
En 1978 fui a Par¨ªs con Benno Besson. Pon¨ªa en escena el C¨ªrculo de tiza caucasiano de Brecht en el Festival de Teatro de Avi?¨®n.
Cuando iba y volv¨ªa casi a diario del Oeste al Este de Berl¨ªn no me fijaba en el muro en absoluto. Hab¨ªa pasado a formar parte de la normalidad. Pero en una ocasi¨®n en que hab¨ªa salido a dar un paseo fuera de Par¨ªs, de repente me top¨¦ con un largo muro gris. Se me puso el coraz¨®n en un pu?o y grit¨¦ asustada: "?Ay, aqu¨ª tambi¨¦n hay un muro!".
En 1989 estaba viviendo de nuevo en Berl¨ªn Oeste. Ese a?o murieron mis padres en Estambul en el plazo de unas pocas semanas. Era el mes de noviembre. Estaba metida en la cama en un estudio abuhardillado y me sent¨ªa muy triste, no com¨ªa, no beb¨ªa y me quer¨ªa morir tambi¨¦n.
Junto a la cama hab¨ªa seis vol¨²menes con todas las cartas que Van Gogh escribi¨® a su hermano Theo. Desde la cama ve¨ªa el jard¨ªn. Durante un mes, ese jard¨ªn estuvo ah¨ª como una foto iluminada por la oscura luz oto?al y parec¨ªa como si el cielo fuera a abatirse sobre la tierra a cada segundo. Yo le¨ªa todas las cartas de Van Gogh, su voz me ayudaba, como me hab¨ªan ayudado en el pasado las palabras de Brecht en Estambul. Cuando volv¨ªa a romper en llanto abrazaba uno de los libros y le¨ªa una carta en voz alta.
Una de esas noches de noviembre so?¨¦ con mi madre muerta. Estaba en el pasillo de un tren y, al mirar por la ventanilla, vi otro tren que ven¨ªa en direcci¨®n contraria. Mi madre estaba en el techo de ese tren, sujetando un mont¨®n de peri¨®dicos, y me miraba. Cuando los trenes estuvieron justo uno al lado del otro, mi madre me dijo: "Si supieras cu¨¢nto te quiero". No o¨ªa su voz, pero le¨ªa las palabras de sus labios.
Me despert¨¦ sintiendo una gran a?oranza por mi madre. Me sent¨ªa dichosa, y ese d¨ªa sal¨ª por primera vez de casa. Me encamin¨¦ hacia el Ku'Damm. Vi un cartel en una columna de anuncios. Un intelectual turco de Estambul daba esa tarde una conferencia sobre literatura y pol¨ªtica turcas. Era un artista y arist¨®crata turco. Tambi¨¦n hab¨ªa sido torturado en los a?os setenta por sus palabras. Era un hombre muy apuesto. Estuve enamorada de ¨¦l cuando viv¨ªa en Estambul. Y todav¨ªa me agradaba volver a pensar en ¨¦l. Mi coraz¨®n empez¨® a latir con fuerza.
Despu¨¦s de la conferencia me invit¨® a comer con ¨¦l y con su amigo Yakup, en cuya casa estaba viviendo. En torno a la mesa cantamos juntos antiguas canciones de la ¨¦poca otomana y bebimos vino. Est¨¢bamos sentados uno al lado del otro, nuestras rodillas se tocaban. Volv¨ª a re¨ªr por vez primera despu¨¦s de la muerte de mis padres. Yakup nos dej¨® su habitaci¨®n. Hicimos el amor y nos sentimos felices. Esa noche pens¨¦: ¨¦l es un regalo de mi madre. Ella quiere que sea feliz a pesar de su muerte y la de pap¨¢.
A la ma?ana siguiente le pregunt¨¦: "?Me dejas invitarte a un paseo socialista?".
?l respondi¨®: "Con mucho gusto".
As¨ª que nos encaminamos al paso fronterizo de Friedrichstra?e.
Yo estaba delante de la ventanilla, el polic¨ªa de frontera de la RDA mir¨® mi pasaporte y compar¨® mi rostro con la foto.
El apuesto hombre de Estambul estaba detr¨¢s de m¨ª. Yo sab¨ªa que el funcionario de aduanas me devolver¨ªa el pasaporte, despu¨¦s se abrir¨ªa la puerta de hierro, yo pasar¨ªa por ella y luego se cerrar¨ªa a mis espaldas. Entonces mi amigo se acercar¨ªa a la ventanilla y entregar¨ªa su pasaporte al funcionario. ?ste comparar¨ªa el rostro de mi amigo con su foto y luego le devolver¨ªa el pasaporte. Se abrir¨ªa la puerta de hierro, mi amigo pasar¨ªa por ella y me encontrar¨ªa al otro lado.
Pero ese d¨ªa todo fue diferente. Cuando el funcionario de aduanas se dio cuenta de que ¨ªbamos juntos, hizo una se?a a mi amigo para que se acercara, cogi¨® nuestros pasaportes, compar¨® las fotos con nuestros rostros y nos dej¨® pasar a los dos al mismo tiempo por la puerta de hierro.
Nunca me hab¨ªa ocurrido nada semejante. Le dije a mi amigo:
"Qu¨¦ raro. Normalmente s¨®lo dejan pasar a la gente de uno en uno. Ni siquiera los casados pueden pasar juntos por la puerta. Es la primera vez que veo algo as¨ª".
Paseamos hasta la puerta de Brandeburgo y miramos a trav¨¦s de las columnas hacia Berl¨ªn Oeste. Luego caminamos siguiendo el curso del Spree hasta el Berliner Ensemble. La gente que trabajaba en el teatro me conoc¨ªa de antes y nos dejaron pasar a la sala.
El hombre apuesto de Estambul se sent¨® en la primera fila y yo me sub¨ª al escenario y cant¨¦ para ¨¦l una canci¨®n de Brecht:
"Cuando se ahog¨® y bajaba flotando.
Desde los arroyos hasta los caudalosos r¨ªos.
El cielo parec¨ªa un ¨®palo asombroso.
Como si tuviera que apaciguar el cad¨¢ver".
Luego seguimos paseando hasta el Museo Pergamon y pasamos largo rato contemplando el altar que el Gobierno turco cedi¨® a los arque¨®logos alemanes. Despu¨¦s, por la tarde, cuando camin¨¢bamos por la Alexanderplatz, mi amigo sinti¨® hambre y me dijo: "Te invito a comer".
Yo le contest¨¦: "Es dif¨ªcil encontrar un restaurante a estas horas. Es demasiado pronto. Pero podemos intentarlo en el Hotel Forum".
Subimos en el ascensor, el restaurante estaba abierto. ?ramos los ¨²nicos clientes en aquel momento. Todos los camareros, mujeres y hombres, iban vestidos con un frac gris. Parec¨ªan ping¨¹inos empolvados. Pedimos la comida y comimos tranquilamente. Hablamos en voz baja de nuestros amigos turcos ejecutados sin ser culpables de nada durante el golpe militar. Hablamos tambi¨¦n del director de cine Yilmaz G¨¹ney, que se escap¨® de una prisi¨®n turca y huy¨® a Grecia. Rod¨® sus dos ¨²ltimas pel¨ªculas, El camino y El muro en Par¨ªs, ciudad donde tambi¨¦n muri¨®. Mi amigo hab¨ªa pasado un par de a?os en la c¨¢rcel con ¨¦l. Com¨ªamos y habl¨¢bamos y beb¨ªamos vodka. Los camareros nos dirig¨ªan miradas amables. Fuera estaba oscureciendo.
Por la noche volvimos al paso fronterizo, donde una larga cola esperaba para salir. Pero la cosa no dur¨® mucho, a los pocos minutos ya hab¨ªamos cruzado la frontera. Me qued¨¦ asombrada una vez m¨¢s y exclam¨¦: "Pero ?qu¨¦ es lo que pasa hoy? Jam¨¢s hab¨ªa ido tan r¨¢pido".
Cuando estuvimos de nuevo en Berl¨ªn Oeste, el hombre apuesto de Estambul me dijo que todav¨ªa ten¨ªa que reunirse con unos amigos. Pero que prefer¨ªa quedarse conmigo. Llam¨® a sus amigos por tel¨¦fono, y cuando se enteraron de que no iba a ir se pusieron muy tristes. As¨ª que no fue capaz de anular la cita y me dijo: "Ve a casa de Yakup. Estar¨¦ all¨ª en un par de horas".
Me fui a casa de Yakup y llam¨¦ al timbre. Me abri¨® la puerta y al verme exclam¨® riendo: "?Hab¨¦is echado abajo el muro vosotros dos, pareja de anarquistas turcos?".
"?Qu¨¦ muro?".
"?Pero bueno, el muro ha ca¨ªdo! ?Es que no os hab¨¦is dado cuenta?".
"No", dije. "Estuvimos en el Berliner Ensemble y en el Museo Pergamon, y luego fuimos a comer al Hotel Forum. No hemos notado nada. Y los camareros, tampoco".
"El muro ha ca¨ªdo", repet¨ªa Yakup una y otra vez.
Me cogi¨® de la mano y me llev¨® a la habitaci¨®n donde estaba encendido el televisor. Pasamos dos horas all¨ª sentados.
Cuando mi amigo volvi¨® me dijo riendo: "?Qu¨¦ van a pensar mis amigos en Turqu¨ªa? He estado en Berl¨ªn Este y no me he dado la m¨¢s m¨ªnima cuenta de que el muro se ha venido abajo".
Re¨ªmos y nos pasamos la noche entera cont¨¢ndonos historias.
Bebimos vino y yo les habl¨¦ de gente que se hab¨ªa largado del Este. Una vez, un hombre trat¨® de huir a Occidente disfrazado de cisne. Construy¨® una cabeza de cisne, se la coloc¨® encima y empez¨® a nadar por el Spree. Los cisnes aut¨¦nticos fueron hacia ¨¦l, picotearon la cabeza artificial y le acompa?aron nadando hasta Occidente. As¨ª es como me lo han contado.
A la ma?ana siguiente, mi amigo volvi¨® en avi¨®n a Turqu¨ªa.
Yo fui directamente desde el aeropuerto al Ku'Damm. Hab¨ªa gente del Este por todas partes. Su vestimenta no encajaba con Berl¨ªn Oeste, sus ropas parec¨ªan muy gastadas en medio de un decorado tan elegante. Como si fueran actores de una obra de M¨¢ximo Gorki que hubieran perdido su escenario y hubieran ido a parar a otro diferente en el que se estaba representando una obra completamente distinta.
Las papeleras de las calles estaban llenas de pieles de pl¨¢tano. Un vagabundo con pinta de intelectual se encamin¨® hacia una de ellas, contempl¨® los montones de pieles de pl¨¢tano e hizo un gesto de desprecio como en una pel¨ªcula de cine mudo. Puso una piel de pl¨¢tano bajo su zapato e hizo como si resbalara como Charlie Chaplin.
Despu¨¦s cog¨ª un autob¨²s que sub¨ªa por el Ku'Damm; llevaba un abrigo de piel. Una gruesa mujer del Este se sent¨® a mi lado, encima del abrigo. Al darse cuenta, se levant¨® inmediatamente y exclam¨®: "?Perdone que me haya sentado sobre su vis¨®n!".
"No es un vis¨®n", respond¨ª.
"?Gracias a Dios!", exclam¨®. "Ser¨ªa una pena por el vis¨®n".
La mujer miraba por la ventana. Levant¨® la cabeza y contempl¨® asombrada el cielo de Berl¨ªn Oeste al tiempo que dec¨ªa para s¨ª en voz alta: "Qu¨¦ sol tan espl¨¦ndido hace aqu¨ª".?
'Die Nacht, in der die Mauer fiel' (La noche en que cay¨® el muro) re¨²ne los relatos de 25 autores del Este y el Oeste y ha sido editado por Renatus Deckert. Editorial Suhrkamp.
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