Obama, ?presidente negro o progresista?
Nadie se lo ha dicho en p¨²blico, pero Barack Obama seguramente lo sabe. Afronta un dilema desgarrador, parad¨®jico y, en el fondo, diab¨®lico, que explica las adversidades que lo agobian hoy, dentro y fuera de su pa¨ªs, y que seguramente definir¨¢n el destino y el desenlace de su Gobierno. El debate suscitado en Estados Unidos por su premio Nobel de la Paz -emblem¨¢tico y basado en esperanzas futuras, m¨¢s que en realizaciones pasadas- lo comprueba sin ambages, al mostrar c¨®mo lo que debiera ser motivo de orgullo para un pa¨ªs entero se vuelve objeto de controversia.
Obama puede ser un gran presidente progresista, o un gran presidente negro; pero no puede ser ambos. Y quiere y debe serlo.
La conjunci¨®n del racismo blanco y el conservadurismo republicano no le deja ser ambas cosas a la vez
Entend¨¢monos: el actual ocupante de la Casa Blanca es un hombre progresista, y es afro-americano. No existe ninguna posibilidad de que se despoje de dichos atributos en su acepci¨®n m¨¢s estricta. Pero en t¨¦rminos pol¨ªticos, la alternativa es clara: no caben las dos opciones en la vida pol¨ªtica norteamericana de hoy. Para ser un gran presidente progresista, tendr¨ªa que volverse blanco; para ser un gran presidente negro, tendr¨ªa que derechizarse. La elecci¨®n resulta odiosa, pero por desgracia cierta.
La formulaci¨®n de esta disyuntiva me vino de un seguimiento simple del debate sobre la reforma del sistema de seguridad social estadounidense del ¨²ltimo par de meses, y en particular, de las dos semanas reci¨¦n transcurridas. A partir de la rebeli¨®n -en gran parte orquestada, pero en alguna medida tambi¨¦n espont¨¢nea- de la derecha de Estados Unidos en contra de la propuesta de Obama (a¨²n no plenamente definida), surgi¨® una pregunta clave. Dicha resistencia exacerbada, estridente, en ocasiones ofensiva e irreverente, ?proven¨ªa de acendradas convicciones ideol¨®gicas, o de pasiones profundamente racistas?
Obama, Bill Clinton, los jerarcas dem¨®cratas y una parte de la comentocracia progresista de Estados Unidos, ni tarda ni perezosa, respondieron que el tema racial no ten¨ªa nada que ver. Se trataba, en las reuniones populares de agosto con legisladores, en las marchas en Washington de septiembre, en la desenfrenada oposici¨®n de ciertos medios de comunicaci¨®n (sobre todo la radio y la cadena Fox), de una revuelta conservadora cl¨¢sica: anti-Gobierno, anti-europea, anti-Washington, anti-"socialista": nada nuevo bajo el sol.
Pero otros editorialistas, como Frank Rich de The New York Times, y otros pol¨ªticos dem¨®cratas como Jimmy Carter y la bancada afro-americana en el Congreso, menos proclives al imperativo de la correcci¨®n pol¨ªtica, aseveraron en p¨²blico lo que otros piensan en privado. Por supuesto que el racismo se halla presente en el mero centro del debate sobre la salud, dijeron, pero tambi¨¦n en las discusiones que vienen: la reforma migratoria, la postura en Afganist¨¢n, el cambio clim¨¢tico. Por una sencilla raz¨®n: una parte -no toda, por supuesto- de la derecha norteamericana de base, es racista; y el racismo en Estados Unidos suele ser, ideol¨®gicamente, de derecha tambi¨¦n.
Record¨¦moslo: no es as¨ª siempre, ni en todas partes. A principios y mediados de los a?os ochenta, el viejo electorado comunista en Francia abandon¨® al partido de Maurice Thorez y de Georges Marchais para votar por Le Pen; las banlieux rouges de Par¨ªs y Marsella le entregaron sus sufragios a un partido y a un l¨ªder racista. No dejaron de ser "de izquierda" pero se volvieron, o siempre hab¨ªan sido, anti-inmigrantes, anti-¨¢rabes: en una palabra, racistas.
Obama no puede eliminar el racismo a¨²n profundamente arraigado en la sociedad norteamericana, que es a su vez, sin duda, la menos racista de las sociedades post-industriales. Pero puede neutralizarlo, desactivarlo, moderarlo, en su caso, esterilizarlo pol¨ªticamente: que los Estados y los votantes menos tolerantes sigan despreciando a los latinos, afro-americanos, asi¨¢tico-americanos, pero voten por algunos candidatos de dichos or¨ªgenes ¨¦tnicos, o por lo menos por uno de ellos: el propio Obama. No siempre, ni en todos lados, por cierto: en Luisiana, uno de los Estados m¨¢s pobres de la Uni¨®n americana, por ejemplo, Obama obtuvo ¨²nicamente el 14% del voto blanco.
Pero no realizar¨¢ jam¨¢s esa faena casi imposible si adem¨¢s de ser negro, propone pol¨ªticas absolutamente deseables, necesarias, y sensatas, pero que contradicen los c¨¢nones m¨¢s fundamentales de esa derecha. Al contrario: multiplicar¨¢ las oposiciones a sus pol¨ªticas y a su persona, al sumar las primeras a las segundas. Agudizar¨¢ la animosidad de la derecha, por ser de izquierda; y la del racismo blanco, por ser negro. Tiene que escoger.
Conviene citar dos antecedentes, en apariencia contradictorios, pero en el fondo coincidentes. Algunos lectores recordar¨¢n c¨®mo Bill Clinton y su esposa tambi¨¦n lucharon por reformar (de manera menos ambiciosa que Obama) la protecci¨®n social de Estados Unidos en 1993, y fueron derrotados, siendo no s¨®lo blancos, sino centristas y oriundos de un Estado sure?o. He all¨ª la prueba, se dir¨¢, que ni siquiera un blanco "derechizado" puede lograr mucho.
Pero conviene ubicar el tema en su contexto hist¨®rico. Los ¨²nicos presidentes dem¨®cratas desde 1964 en Estados Unidos -hace ya casi medio siglo- han sido sure?os centristas, que realizaron transformaciones progresistas importantes, pero justamente por blindarse a su derecha. Lyndon Johnson, de Texas, a pesar de su debacle en Vietnam, consum¨® las reformas sociales m¨¢s importantes de Estados Unidos desde Roosevelt; Jimmy Carter, de Georgia, promovi¨® la pol¨ªtica exterior norteamericana m¨¢s avanzada de la historia moderna, centrada en los derechos humanos; y Bill Clinton, a pesar de sus taras personales, logr¨® el crecimiento econ¨®mico y el prestigio internacional m¨¢s destacado de su pa¨ªs desde John Kennedy. La clave: proven¨ªan del sur, no espantaban, al principio, a la derecha, y supieron "recentrarse" el tiempo necesario para sacar adelante reformas fundamentales.
Obama no es del sur, no es blanco, y es mucho m¨¢s progresista y preparado ideol¨®gicamente que Johnson, Carter o Clinton. Pero esto, que le favorece enormemente como orador y pensador, puede resultar contraproducente en materia electoral y pol¨ªtica.
Si insiste en ser un primer mandatario progresista en lo interno -con una ambiciosa reforma de salud, migratoria, ambiental, laboral, etc.- puede lograrlo, pero s¨®lo contra una verdadera insurrecci¨®n de base de la derecha republicana, racista y conservadora, que cada d¨ªa con mayor vehemencia esgrimir¨¢ argumentos -o insultos- racistas. Y ello pondr¨¢ en riesgo no s¨®lo su propia reelecci¨®n en 2012, sino la de cualquier afro-americano durante a?os.
A la inversa, si trata de presentarse como un presidente de centro -quiz¨¢s utilizando para ello la pol¨ªtica exterior, tradicional refugio conservador de presidentes progresistas en lo interno: Truman, Johnson y Kennedy, por ejemplo- podr¨¢ lograr que amaine la tormenta racista.
Podr¨¢ demostrar que un presidente afro-americano no es necesariamente un "radical", pero decepcionar¨¢ -algunos dir¨¢n traicionar¨¢- a su base progresista. Estados Unidos, con su infinita capacidad de reinventarse y experimentar, goza hoy del lujo de plantearse este tipo de dilemas.
Obama, sin duda el mandatario m¨¢s ilustrado y pensante que ha gobernado su pa¨ªs en d¨¦cadas, padece el dilema del anverso de la medalla. Tiene que optar entre ser negro y ser progresista; por ahora, claramente ha escogido el segundo camino; apuesto que muy pronto lo descartar¨¢ a favor del primero.
Jorge Casta?eda, ex secretario de Relaciones Exteriores de M¨¦xico, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.
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