"Periodista, deja de temblar, si quisi¨¦ramos ya estar¨ªas muerto"
Un reportero de EL PA?S entra en la favela carioca de Morro dos Macacos
El recorrido en el interior de un taxi por la denominada franja de Gaza y la favela Nelson Mandela, en la zona norte de R¨ªo de Janeiro, sirve de poco porque la operaci¨®n lanzada esta ma?ana por la Polic¨ªa Militar ya ha concluido. Tampoco hay movimientos destacables en las favelas Manguinhos y Jacarezinho, en las que la polic¨ªa tambi¨¦n ha entrado en las ¨²ltimas horas, deteniendo a sospechosos e incaut¨¢ndose de drogas y armas. La ofensiva contra el narcotr¨¢fico que se desat¨® el pasado fin de semana en estos suburbios ha puesto todo patas arriba y ya se contabilizan m¨¢s de 33 muertos. No es que la miseria tenga una apariencia diferente, pero hoy la gente camina m¨¢s r¨¢pido por la calle y procura no exponerse demasiado ante un m¨¢s que probable tiroteo. Es la cara m¨¢s sombr¨ªa y angustiante de R¨ªo de Janeiro.
"Corre calle abajo y no mires atr¨¢s si quieres vivir", dice el jefe de una banda
En este poblado los 'narcos' derribaron a tiros un helic¨®ptero policial el s¨¢bado
Son cerca de las dos de la tarde del martes y el acceso principal a la favela Morro dos Macacos, el mismo lugar que el s¨¢bado se convirti¨® en zona de guerra -los narcos llegaron a derribar un helic¨®ptero de la polic¨ªa a tiros-, aparenta normalidad. S¨®lo hay una patrulla de la Polic¨ªa Militar con tres uniformados a la espera del relevo. Parecen tranquilos, como si nada hubiese sucedido ¨²ltimamente. Me identifico como periodista y pregunto si en el interior de la favela hay patrullas policiales. Un agente me responde que no puede facilitar esa informaci¨®n. Pregunto si la situaci¨®n est¨¢ bajo el control de la polic¨ªa, tal y como los m¨¢ximos responsables de las fuerzas del orden de R¨ªo hab¨ªan asegurado a la prensa dos d¨ªas antes. "No le puedo decir. Aparentemente est¨¢ tranquilo, pero no le puedo garantizar nada. Si entra usted es bajo su responsabilidad", dice el polic¨ªa, amable.
Decido acceder a la parte baja de la favela, s¨®lo al primer tramo de la arteria principal, para hablar con algunos comerciantes sobre lo sucedido el ¨²ltimo fin de semana. Cuentan que la escuela que se distingue nada m¨¢s entrar a la derecha ya ha reanudado las clases, si bien las puertas se encuentran cerradas a cal y canto. En la calle no se aprecia mucho movimiento y s¨®lo algunas peque?as tiendas de chucher¨ªas funcionan a esa hora.
Una vecina narra que ha permanecido encerrada en su casa todo el fin de semana. "Hab¨ªa que estar loco para salir", explica, mientras sus ojos me escrutan con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Un poco m¨¢s adelante, frente a un peque?o bar, hay un sof¨¢ destripado sobre una suerte de acera. Alzo la mirada sobre el mueble y en la pared leo: "Al¨®, drogas mil. ADA". Amigos Dos Amigos se llama la facci¨®n criminal que controla el Morro dos Macacos. Con estas pintadas los narcos marcan su territorio.
Son las dos y media. Algo m¨¢s adelante, a unos 250 metros de la entrada a la favela, hago mi ¨²ltima parada. En el flanco izquierdo de la calle distingo una peque?a plaza vallada y rodeada por peque?os bares y puestos de comida, la mayor¨ªa ya cerrados. El hecho me llama la atenci¨®n y me acerco a uno de los ¨²nicos locales que funcionan para preguntar por qu¨¦ casi nadie est¨¢ trabajando. El encargado, de unos 50 a?os, se afana en la preparaci¨®n de unos helados para un par de chicas, una adolescente y otra que no llega a los 10 a?os. Tras presentarme, menciono la situaci¨®n del fin de semana y pregunto si es cierto que parte de la invasi¨®n protagonizada por la banda criminal Comando Vermelho se produjo por aquel acceso principal. "No hubo ninguna invasi¨®n. Fueron los polic¨ªas militares los que los trajeron hasta aqu¨ª en el interior del caveir?o (carro blindado), y luego los soltaron", me responde la adolescente, sin ocultarme su malestar por mi presencia. El comentario es absurdo y suena a la versi¨®n de los hechos de los criminales locales. La chica retrocede unos pasos y comenta algo con un muchacho de su misma edad que est¨¢ presente en el lugar. No alcanzo a o¨ªr lo que dicen.
No pasa mucho tiempo hasta que se aproxima un individuo de entre 40 y 50 a?os con el torso desnudo y la cabeza rapada. Reparo en su colgante: el diente de alg¨²n animal de gran tama?o. Tras saludarnos, aparecen detr¨¢s de ¨¦l varios chavales armados con pistolas autom¨¢ticas y fusiles de asalto. Mi primera reacci¨®n es la de agachar la cabeza, llevarme las manos a la nuca e hincarme de rodillas ante ellos. Irracionalmente les doy la espalda porque no soporto la imagen de las pistolas enca?on¨¢ndome. El miedo me invade. Tengo frente a m¨ª al due?o del local sentado en una silla, en estado de p¨¢nico.
El hombre del colgante, el l¨ªder, me levanta del suelo. Todos hablan y gritan al mismo tiempo. Tengo una pistola de gran calibre contra la sien. Reconozco dos subfusiles UZI. Todos son muy j¨®venes. Dos chavales me registran. El jefe se dirige a m¨ª:
-Ahora nos vas a decir qui¨¦n eres y qu¨¦ andas haciendo aqu¨ª.
-Soy periodista y he venido a hablar con algunos vecinos de lo que ha pasado durante el fin de semana. El portugu¨¦s se me anuda en la garganta por el miedo.
-Como est¨¦s mintiendo te matamos aqu¨ª mismo.
De la cartera extraen mi acreditaci¨®n como periodista y mi DNI espa?ol. El rapado estudia la documentaci¨®n mientras algunos de los narcos abogan a gritos por ejecutarme en el momento. "Sacadlo de ah¨ª y llevadlo al centro de la plaza", resuelve el jefe. Mientras me empujan, uno de los chavales me dice al o¨ªdo: "Si eres uno de esos periodistas que mandan reportajes sobre nosotros... vete preparando". Un sudor fr¨ªo me recorre la espalda.
Entonces el l¨ªder habla: "Periodista, deja de temblar, porque si te quisi¨¦ramos muerto ya lo estar¨ªas". Son las primeras palabras m¨ªnimamente tranquilizadoras. Revisan mi libreta de anotaciones y mi tel¨¦fono m¨®vil, y me sacan del bolsillo de la camisa una peque?a grabadora digital. Uno de los chavales intenta convencer al resto de que la grabadora es una c¨¢mara oculta.
En medio del griter¨ªo y con una UZI apunt¨¢ndome al est¨®mago, imploro misericordia y les intento explicar que en la grabadora no hay ning¨²n material que pueda comprometerlos. Consigo manipular el aparato hasta que suena la ¨²ltima entrevista grabada esa ma?ana con un conocido experto brasile?o en pobreza. El l¨ªder concluye que debo ser liberado. Me devuelve la cartera y mi material de trabajo. Sin embargo, me asalta el presentimiento de que no todo ha terminado.
La intuici¨®n no me falla. Aparece un individuo que aparenta ser otro cabecilla del narcotr¨¢fico local, ¨¦ste mucho m¨¢s joven y algo gordo, tambi¨¦n mucho m¨¢s agresivo. Da la orden de que se me retenga y se aproxima. Encar¨¢ndome, me pisa el pie derecho y me rompe la camisa. Otros dos me propinan un par de golpes en la cabeza y me zarandean, el reci¨¦n llegado busca como un poseso alguna c¨¢mara. No encuentra nada, pero me quita el tel¨¦fono y la grabadora y me dice: "Corre calle abajo y no mires para atr¨¢s si no quieres que te matemos".
Acato la orden. Recorridos algunos metros, oigo gritos: "?Ponte la camisa o disparo!". Me visto apresuradamente pero no puedo aboton¨¢rmela. Son las 14.40 pasadas. Cuando salgo de la favela me aproximo a los polic¨ªas que tomaron el relevo.
-Me han retenido durante 10 minutos. Casi me matan.
-?Ten¨ªan muchas armas?
-S¨ª, muchas. Y ellos tambi¨¦n eran muchos.
-Siguen ah¨ª adentro...
Cae la madrugada y miro absorto una foto sobrecogedora publicada en la edici¨®n digital de un medio local: dentro de un carro de supermercado abandonado en uno de los accesos al Morro dos Macacos hay un hombre ejecutado a tiros con el rostro desfigurado. La foto fue tomada dos horas despu¨¦s de mi liberaci¨®n. En la imagen hay varios curiosos tomando instant¨¢neas con los m¨®viles, y en primer plano se distingue una chica que observa la escena de espaldas a la c¨¢mara. Por la ropa y el pelo podr¨ªa jurar que es la misma que poco antes puso en peligro mi vida.
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