Thelonious Monk, en su retiro
Desde la ventana de la habitaci¨®n que abandon¨® muy pocas veces en los ¨²ltimos a?os de su vida Thelonious Monk ve¨ªa el r¨ªo Hudson y el perfil entrecortado de Manhattan. Cada ma?ana se vest¨ªa escrupulosamente con sus trajes bien cortados, sus grandes zapatos, sus calcetines y sus corbatas a juego, como si tuviera que acudir a alguna cita en la ciudad, y a continuaci¨®n se tend¨ªa en la cama, y se pasaba el d¨ªa mirando el techo, o se incorporaba sobre los almohadones doblados para mirar la televisi¨®n. Su programa favorito era la versi¨®n americana de El Precio Justo. El pianista Barry Harris, que viv¨ªa en la misma casa, y que ensayaba en una sala pr¨®xima, se asomaba a veces a la habitaci¨®n de Monk y al verlo inm¨®vil y formal encima de la cama pensaba que parec¨ªa un muerto en su ata¨²d. La casa estaba en Nueva Jersey y hab¨ªa pertenecido al director de cine Joseph von Sternberg. Su due?a era ahora la baronesa Pannonica de Koenigwarter, que llevaba a?os dedicando su vida y su fortuna a proteger a m¨²sicos de jazz, y que en 1955, en su apartamento del hotel Stanhope de Nueva York, hab¨ªa acogido a Charlie Parker, enfermo y desahuciado. Mientras la baronesa Pannonica le preparaba algo de cena o una bebida Parker estaba en el sof¨¢ mirando un programa c¨®mico que le gustaba mucho. Se le par¨® el coraz¨®n en medio de un ataque de risa.
Ahora Pannonica o Nica viv¨ªa retirada en Nueva Jersey en compa?¨ªa de sesenta gatos y desde 1976 ten¨ªa como hu¨¦sped a Monk, que llevaba todo ese tiempo sin tocar el piano, sin hacer nada, s¨®lo levantarse cada ma?ana y vestirse y volver a tenderse en la cama reci¨¦n hecha para mirar al techo o volver los ojos hacia la ventana en la que se recortaba cada d¨ªa la silueta azulada o diluida en la niebla de la ciudad en la que hab¨ªa crecido y pasado la mayor parte de su vida, y a la que no iba a volver, teni¨¦ndola tan cerca. Le gustaba a veces dejar la puerta entornada para escuchar a Barry Harris tocando el piano. Tambi¨¦n se daba alg¨²n paseo por el bosque cercano a la casa. Cuesta imaginar a Thelonious Monk caminando por un sendero en un bosque, grande y solo, incongruente con su traje de ciudad y su falta de costumbre de frecuentar la naturaleza, alguien crecido en las calles peligrosas del West Side de Manhattan, aclimatado muy pronto a la tiniebla de los clubes, los callejones, las esquinas nocturnas. Caminar¨ªa con una torpeza urbana agravada por la enfermedad, con algo de sonambulismo, con la mirada ausente y la expresi¨®n ensimismada, atento tal vez a los rumores del viento en las hojas y a los cantos de los p¨¢jaros, ¨¦l que hab¨ªa tenido desde ni?o un o¨ªdo tan sutil para la m¨²sica, y que ahora parec¨ªa haber dejado de necesitarla. C¨®mo ser¨ªa ir por uno de aquellos senderos y encontrar de pronto a Thelonious Monk, con su mirada fija y bovina, quiz¨¢s con un sombrero o un gorro estramb¨®tico, si es que no hab¨ªa prescindido tambi¨¦n de esa costumbre, la de coronar su figura con un tocado en el que siempre hab¨ªa algo de pagoda o de bonete o solideo de alguna orden monacal, de un sacerdocio absurdo que ¨¦l hubiera adoptado con la misma seriedad con que Buster Keaton se empe?aba en sus tareas imposibles.
Algo de imposible hubo siempre en la m¨²sica de Monk, una cualidad tortuosa y chocante que durante muchos a?os desconcert¨® a quienes la escuchaban y que todav¨ªa mantiene el filo de su novedad. La pulsaci¨®n de una sola nota basta para identificarlo. Delicadeza y disonancia se superponen provocando ondulaciones sonoras que duran en los espacios de silencio. Con cuatro o cinco notas ya se ha establecido una melod¨ªa que tiene una parte de dulzura y otra de burla y de tentativa en el vac¨ªo. Cuando Monk era un adolescente pas¨® dos a?os acompa?ando al piano a una predicadora evangelista ambulante, una de aquellas iluminadas que daban sus sermones en graneros o en pobres salones de alquiler en los pueblos segregados del Sur y enardec¨ªan a los fieles con el fuego de una oratoria b¨ªblica que se convert¨ªa sin transici¨®n en canto africano de llamada y respuesta. El joven Monk acompa?ar¨ªa los himnos tocando harmonios o pianos viejos sin afinar a los que les faltaban teclas y observaba de cerca la perduraci¨®n de los ritmos y las melopeas clamorosas venidas de ?frica, mezcladas con la herencia musical europea en una aleaci¨®n que era el r¨ªo originario del negro spiritual, el blues y el jazz. A?os despu¨¦s, cuando ya era un m¨²sico conocido, sus estridencias y sus invenciones sonoras no se alejaron nunca del tronco de los blues, y sus lentas danzas de oso sobre el escenario mientras los otros segu¨ªan tocando ten¨ªan algo de ritual antiguo y posesi¨®n, como de trance de iglesia baptista.
Otros se exten¨²an en vano queriendo lograr a base de aspavientos y de imposturas alg¨²n simulacro de originalidad. Thelonious Monk no se pareci¨® nunca a nadie. Creci¨® en la digna pobreza de la clase trabajadora negra que emigraba desde el Sur agrario, atrasado y racista a las capitales industriales del Norte y sigui¨® siendo pobre, con periodos cortos de relativo bienestar, hasta el final de su vida. En un peque?o club de Harlem, Minton's Playhouse, en los primeros a?os cuarenta, empez¨® a tocar como no lo hab¨ªa hecho nunca nadie, pero el cr¨¦dito por la gran transformaci¨®n del jazz que tard¨® mucho todav¨ªa en llamarse bebop se lo llevaron sobre todo Charlie Parker y Dizzy Gillespie, mientras ¨¦l permanec¨ªa en la pobreza y en la sombra. Parker y Gillespie lo trastornaron todo acelerando al m¨¢ximo la velocidad y exagerando el virtuosismo: Monk prefiri¨® la apariencia de sencillez, las lentitudes contemplativas. Invent¨® una m¨²sica en la que otros brillaban m¨¢s que ¨¦l y una est¨¦tica personal que se convirti¨® en moda: la boina, las gafas de sol en plena noche, la perilla de cabra. Jugaba al tenis con la misma destreza desconcertante y vers¨¢til con que tocaba el piano y cuando ten¨ªa algo de dinero preparaba cazuelas de espaguetis con alb¨®ndigas. A las personas que quer¨ªa -su primer amor, Ruby, su mujer, Nelly, su hijo Toot, su hija Bo Bo- les dedic¨® peque?as baladas llenas de una ternura como de canciones de cuna, hechas con un arte tan meticuloso, tan liviano, como acuarelas de Paul Klee.
Robin D. G. Kelly le ha dedicado ahora una extraordinaria biograf¨ªa, Thelonious Monk, The Life and Times of an American Original. La mejor manera de leerla es escuchando de fondo los discos de Monk, sintiendo en cada nota del piano, como en una sesi¨®n de espiritismo, una presencia que el paso de los a?os no desdibuja. Pero cuando acaba la m¨²sica y uno cierra el libro la presencia no cesa. El silencio tambi¨¦n tiene que ver con Thelonious Monk, que eligi¨® recluirse en ¨¦l al final de su vida, estragado por la enfermedad y el agotamiento: un silencio que seg¨²n ¨¦l dec¨ªa es el ruido m¨¢s estruendoso que existe en el mundo.
Thelonious Monk, The Life and Times of an American Original. Robin D. G. Kelly. Free Press, 2009. 608 p¨¢ginas.
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