Inconformismo ante la apariencia
Hace ya a?os, la Biblioteca Cl¨¢sica de editorial Gredos inici¨® una de las m¨¢s importantes empresas de la cultura espa?ola. Un pa¨ªs que, como han contado Marcel Bataillon en su libro Erasmo y Espa?a y Luis Gil en Panorama social del humanismo espa?ol, empez¨® a resucitar en el estudio de las lenguas cl¨¢sicas, que entr¨®, desde la ¨¦poca de Felipe II, en un lamentable abandono.
Gredos, aprovechando el resurgimiento de los estudios cl¨¢sicos que, a mediados de los a?os cincuenta, impulsaron algunos extraordinarios profesores, inici¨® la traducci¨®n del legado griego y latino. En esta excepcional empresa, cuya importancia no se ha destacado como merece, colaboraron una serie de j¨®venes investigadores, catedr¨¢ticos y profesores de Universidad y de instituto formados, en buena parte, por los grandes maestros que, casi espont¨¢neamente, hab¨ªan surgido en la Universidad. Confiamos en que este empe?o admirable -en este a?o se ha publicado el volumen 379, con el tomo VII de las Vidas paralelas de Plutarco- siga adelante.
La libertad rechaza el imperio de las frases hechas y los conceptos cuajados
La Biblioteca de Grandes Pensadores que ahora aparece abre dos interesantes perspectivas. La primera de ellas tiene que ver con el objeto libro. En unos a?os en que se est¨¢ empezando a hablar de su desaparici¨®n, debido al empuje de los medios electr¨®nicos y de los nuevos soportes que sustentan las letras del alfabeto, la reivindicaci¨®n del libro y su singularidad viene a ser una medida cultural oportuna.
La existencia del libro como cauce de cultura, aunque pueda parecer amenazado, creemos que se mantendr¨¢ pujante. El pensamiento posado y reposado sobre el papel tiene determinados componentes de presencia que no pueden sustituirse f¨¢cilmente.
Los libros se han hecho compa?eros de nuestro paisaje cultural, no s¨®lo como objetos en los estantes de librer¨ªas y bibliotecas, sino como medida del pensamiento que se extiende entre sus hojas.
Es posible que el llamado libro electr¨®nico pueda facilitar formas de lectura, modificar letras, ampliar espacios y, en el mejor de los casos, democratizar y facilitar su uso. Pero si cuidamos la impresi¨®n de los libros y su tipograf¨ªa lograremos compensar estas posibles ventajas de la electr¨®nica. Los libros a¨¦reos, sin presencia real, y cuyas inexistentes hojas van apareciendo en el informe chisporroteo del instante y que no sabemos d¨®nde est¨¢n, d¨®nde se guardan, no dejan ver la realidad de la escritura. Esa serie de instant¨¢neas digitalizaciones, que pueden ser ¨²tiles en puntuales consultas, nos sumergen en la informaci¨®n de cada momento, como si el fluir de los conceptos y de las emociones no tuviera otro ser que el de la pura fugacidad.
Como ese r¨ªo de Her¨¢clito en el que efectivamente no podemos ba?arnos dos veces, porque el agua que pasa es cada vez otra, el cauce del r¨ªo, del libro, est¨¢ ah¨ª siempre, y aunque el pasar de las p¨¢ginas est¨¦ tambi¨¦n sometido al tiempo podemos encontrarlas cauce arriba porque "no hay nada m¨¢s inm¨®vil que un r¨ªo que fluye". No basta una sucesi¨®n de presencialidades. Las palabras que miramos, que leemos, nos ba?an en sus sentidos porque las vemos discurrir mientras nuestras manos las sienten pasar, y acarician su paso en el tiempo desde el que son nuestras. El libro se convierte as¨ª en una morada, en un espacio que habitamos y que, como nuestras casas, m¨¢s all¨¢ de los determinados tiempos en los que las vivimos, prestan una forma de continuidad, de reencuentro y pervivencia a cada existir.
Estos libros a los que me refiero son el anuncio de una colecci¨®n de "grandes pensadores". Alguna vez hemos pretendido entender en qu¨¦ consiste la grandeza del pensamiento. La filosof¨ªa ha especulado con ese t¨®pico metaf¨ªsico de qu¨¦ quiere decir pensar. Sin entrar en disquisiciones t¨¦cnicas, me atrever¨ªa a plantear un par de sencillas respuestas que, como en la pervivencia de los libros, tambi¨¦n apuntan a la pervivencia del pensamiento.
Lo que une a esos grandes pensadores es su inconformismo ante las apariencias. Alguien ha escrito que "si somos inconformistas con las palabras acabaremos siendo inconformistas con los hechos", y este inconformismo es una manifestaci¨®n palpable de libertad. Una libertad que no acepta el inmenso imperio de las frases hechas, de los conceptos cuajados en que nos ha mecido originariamente nuestra lengua materna y que son s¨®lo el inicio de la vida intelectual. El lenguaje es una jaula ideal que nos aprisiona el tiempo de nuestra vida, pero no es mazmorra aunque a veces se pueda convertir en ella. A trav¨¦s de sus barrotes circula el aire de la cultura que nos precede y que nos sopla hacia la cultura que somos capaces de crear. El aire y la luz. La lengua materna es principio de iluminaci¨®n y de claridad si, de hecho, somos inconformistas con el sentido que el uso ha almacenando en ella.
Las grandes palabras que han ido naciendo en el lenguaje: el ser, la verdad, la bondad, la justicia, la naturaleza, la belleza, la filantrop¨ªa, la ¨¦tica, la pol¨ªtica, la igualdad, la amistad, la experiencia, la sabidur¨ªa, fueron incesante fuente de inconformismo, de reflejos, de especulaciones, para no aceptar el poso inerte de las tradiciones que distintas formas de poder acartonaban en ellas para el dominio de los que, todav¨ªa, no sab¨ªan o no pod¨ªan pensar.
La grandeza de los grandes pensadores tal vez consisti¨® en una forma de mirar que no se conformase con las miradas ya enmarcadas, con las visiones inmediatas de lo dicho, de lo acostumbrado, de lo usado. Eso implicaba una libertad intelectual, una rebeli¨®n de posibilidades que abr¨ªa el horizonte del mejor ser, del mejor vivir, del mejor entender. No es extra?o, pues, que las primeras teor¨ªas filos¨®ficas no fuesen sino formas de mirar, porque, de hecho, theoria quiere decir lo que se ve, lo que se percibe y lo que se sabe ver e interpretar. Pero esa libertad, por muy distintos que parezcan ser sus productos, estuvo siempre guiada por una pasi¨®n. No s¨®lo la pasi¨®n de entender, sino la suprema pasi¨®n de amar, de unirse con el universo y con la existencia y, en el fondo, por muchas contradicciones en que la vida les sumergiera, esos grandes pensadores desearon encarnar, m¨¢s o menos conscientemente, ese ideal de decencia, del hombre bueno que, como fin de la sabidur¨ªa, propuso uno de sus grandes creadores y sin lo que, en el fondo, no merece la pena vivir.
Babelia
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