Frente a la corrupci¨®n
Confundir la moral p¨²blica con la moralina sectaria ser¨ªa la peor respuesta a los esc¨¢ndalos
La acumulaci¨®n de graves esc¨¢ndalos de corrupci¨®n que afectan en mayor o menor medida a los principales partidos espa?oles no s¨®lo amenaza con arruinar la reputaci¨®n de la pol¨ªtica y sus profesionales, sino tambi¨¦n la imprescindible confianza de los ciudadanos en las instituciones. Espect¨¢culos como los de Valencia o Catalu?a, el interminable goteo de irregularidades municipales o la descarnada lucha por el poder en torno a Caja Madrid, contribuyen a extender la percepci¨®n de que la democracia es un instrumento para saciar ambiciones personales, desde el narcisismo de la notoriedad o el placer un punto s¨¢dico de someter las voluntades ajenas, hasta la avaricia del enriquecimiento r¨¢pido y f¨¢cil.
El riesgo que se corre es que la denuncia de la corrupci¨®n acabe traduci¨¦ndose en desapego hacia el sistema democr¨¢tico, un terreno abonado para el populismo. Debe quedar claro, por ello, que la irrenunciable denuncia de la corrupci¨®n responde a un compromiso firme con las instituciones, no a su desprecio o su puesta en entredicho. El remedio m¨¢s eficaz contra el uso espurio que la corrupci¨®n hace de ellas no es otro que m¨¢s democracia, m¨¢s transparencia, m¨¢s responsabilidad, cada cual desde el lugar que constitucional, pol¨ªtica y socialmente le corresponde. Esto es, precisamente aquello que partidos, dirigentes y simples ciudadanos incursos en investigaciones y procesos judiciales tratan de evitar, buscando complicidades donde puedan encontrarlas, ya sea en los poderes del Estado o en medios de comunicaci¨®n dispuestos a sacrificar su funci¨®n en aras de la propaganda o de sus propios intereses.
Cada vez que se antepone la solidaridad gremial a la condena de hechos reprobables, o que prima el c¨¢lculo electoral, la corrupci¨®n abandona la periferia del sistema y comienza a instalarse peligrosamente en su interior. La democracia no sirve para mejorar la naturaleza humana, y la corrupci¨®n es, tal vez, una de las pruebas m¨¢s concluyentes a este respecto; para lo que s¨ª sirve, en cambio, es para garantizar que quienes ostentan cualquier poder no est¨¢n al margen de las leyes, y es por esta v¨ªa por la que hace mejores a las sociedades. Ahora m¨¢s que nunca, los tribunales est¨¢n obligados a extremar el rigor en su actuaci¨®n.
Es cierto que la corrupci¨®n es una lacra que no afecta s¨®lo a Espa?a, pero esta desoladora constataci¨®n no puede hacer que se renuncie a analizar y combatir las debilidades espec¨ªficas que han permitido que prospere en nuestro pa¨ªs. Una de las principales econom¨ªas del mundo, como es la espa?ola, no puede seguir conviviendo con el hecho de que entre el 20% y el 25% de su PIB escape al control del fisco. Ni tampoco con un farisaico sistema de financiaci¨®n de los partidos que hace que se sientan legitimados, una vez en el poder, para suplir sus carencias financieras mediante procedimientos a la vez groseros y sofisticados dirigidos a desviar fondos p¨²blicos en su propio beneficio. Ni, en fin, con administraciones que, como la municipal, han debido buscar sus recursos durante a?os en fuentes alternativas como la burbuja inmobiliaria.
La consecuencia es lo que alg¨²n intelectual ha definido como el desgobierno de lo p¨²blico: una suerte de partitocracia que, superando los cortafuegos institucionales y convirtiendo lo p¨²blico en patrimonio privado, sustituye al Estado. Con los partidos en manos de una oligarqu¨ªa profesional sin escr¨²pulos, el Estado se convierte en un objeto de rapi?a y la pol¨ªtica, en un negocio. Ante esto, confundir la moral p¨²blica con una moralina sectaria ser¨ªa la peor de las respuestas. Y es de esperar que el coste pol¨ªtico que ha empezado a pagar el PP, seg¨²n la encuesta que publica hoy este diario, sea el despertar de una exigencia cada vez m¨¢s firme de cada ciudadano con cualquier opci¨®n pol¨ªtica, no s¨®lo con la contraria.
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