La casa de nadie
Durante medio siglo, Am¨¦rica Latina cont¨® con un conjunto de mitos que le permit¨ªan rebasarse: era desigual, pero se imagin¨® abundante; era corrupta, pero crey¨® en la justicia; era violenta, pero practic¨® la convivencia. Esos tres mitos hoy est¨¢n en declive y se abre una era en la que Latinoam¨¦rica prefiere pensarse como monstruo m¨¢s que como prodigio.
El para¨ªso que fuimos. El 25 de junio de 2006 se llev¨® a cabo un extra?o refer¨¦ndum: el pueblo colombiano de Aracataca -donde naci¨® Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez- fue consultado en urnas si quer¨ªa cambiarse el nombre por el de Macondo. La idea era de los hoteleros que convencieron al entonces alcalde, Pedro S¨¢nchez, sin muchas consecuencias: de los 7.400 votos necesitados para ser Macondo, Aracataca s¨®lo deposit¨® la mitad. Con ello se mord¨ªa la cola una Am¨¦rica Latina llena de ciudades imaginarias -El Dorado, El Paititi, La Ciudad de los C¨¦sares-, de "maravillas", de "bot¨ªn y prodigio", como lo llamaran los conquistadores, y de lugar para construir lo que no tiene lugar, la utop¨ªa social, donde se cumpliera esa Edad de Oro -un tiempo de abundancia sin necesidad de trabajar- de la que Europa hab¨ªa sido despojada. El propio Garc¨ªa M¨¢rquez, en Cien a?os de soledad, retoma esa idea y la convierte en un mito literario. O la regresa a su origen: el cordob¨¦s S¨¦neca profetiz¨® el encuentro con Am¨¦rica en Medea. As¨ª que Am¨¦rica Latina -primero, desde los ojos europeos, y luego, de nuestros propios escritores- siempre ha sido una po¨¦tica. Si los mitos nos sirven m¨¢s por lo que preguntan que por la historia con la que responden, ?cu¨¢l es la pregunta detr¨¢s de Macondo?
La idea del para¨ªso perdido traspasa a los latinoamericanos: todo lo bueno ya nos sucedi¨® -imperios indios, gauchos libres, abundancia selv¨¢tica, equilibrio con la naturaleza, experimentos sociales- y el futuro no es m¨¢s que una confirmaci¨®n del declive. Si los relatos de conquista son la nostalgia por la grandeza ind¨ªgena destruida, los que construyen un lugar de maravillas sienten melancol¨ªa por la vida agraria, infantil, libre, que se nos fue. Es una vida donde la palabra oral es la realidad: para no aceptar que Remedios La Bella se hab¨ªa fugado con un hombre, su madre invent¨® que hab¨ªa volado al cielo, seg¨²n cuenta el propio Garc¨ªa M¨¢rquez. Ese juego es lo que nos qued¨® de las imaginaciones que a Europa le despert¨® Am¨¦rica Latina: la utop¨ªa es s¨®lo un ejercicio po¨¦tico. La utop¨ªa es s¨®lo una forma de mirar. En todo el mundo hay mariposas amarillas, pero s¨®lo a un latinoamericano se le ocurre verlas como un prodigio. O a un coronel retirado que espera una carta. S¨®lo con esos ojos se puede vivir en esta parte del mundo sin volverse loco. Y as¨ª que, un domingo de elecciones, el pueblo mohoso, igual de pobre que cuando su m¨¢ximo escritor vivi¨® ah¨ª, quiso ser el lugar de los prodigios. Pero nadie quiso levantarse para votar.
El h¨¦roe escondido. En Latinoam¨¦rica, la ley y la justicia casi nunca coinciden. Dentro de la Columna a la Independencia en Ciudad de M¨¦xico hay una estatua de un hombre barbado quien, amarrado de las manos, mira al horizonte. Desconocido y sin letrero que lo identifique, es Guill¨¦n (William) de Lombardo (Lampart), un irland¨¦s nacido en Wexford en 1616. Es llevado ante la Inquisici¨®n el 26 de octubre de 1642, acusado de proclamarse "rey de M¨¦xico", de querer liberar a indios y esclavos y de falsificar documentaci¨®n real. Tras conspirar dentro de la c¨¢rcel con el astr¨®logo Melchor P¨¦rez de Soto, "v¨ªctima de la imaginaci¨®n y la melancol¨ªa"; Jos¨¦ Bru?¨®n de Vertiz, "El Caballero del Milagro", y Pedro Aponte, "inmune al dolor f¨ªsico", escapa la Navidad de 1650 s¨®lo para pegar una proclama: "No hay petici¨®n ni forma de justicia que la arbitraria". Guill¨¦n de Lampart es recapturado. Se le proh¨ªbe entonces tener pluma y papel. Escribe con lodo sobre una s¨¢bana. Se le tortura. Hace una huelga de no ba?arse. Escribe contra la Inquisici¨®n y la libertad de expresi¨®n. El 19 de noviembre de 1659 es finalmente puesto en una pira para quemarlo, pero ¨¦l se arroja sobre el collar que le sostiene la cabeza y se ahorca antes de que lo enciendan. La acusaci¨®n no es pol¨ªtica: se le encuentra culpable de tener relaciones con el diablo porque, con los indios, com¨ªa peyote y alucinaba que ¨¦l ser¨ªa el nuevo gobernante de una Nueva Espa?a independiente. M¨¢s de dos siglos despu¨¦s, el novelista Vicente Rivapalacio lo convierte en un enamorado incurable y v¨ªctima de una conspiraci¨®n de mujeres despechadas. En la celda le inventa un compa?ero: El Zorro. Es el mismo apodo que ten¨ªa el verdadero independentista de M¨¦xico, el cura Miguel Hidalgo. Casi un siglo despu¨¦s de consumada la independencia mexicana, Johnston McCulley crea a Diego de la Vega, El Zorro, en un pueblo de California. Lo dem¨¢s lo hacen Douglas Fairbanks y Antonio Banderas.
Pero el h¨¦roe latinoamericano requiere del escondite para ser realmente justiciero: tras una m¨¢scara, un pasamonta?as, una espesa barba, son el espejo de sus enemigos: los omnipresentes caciques, los narcotraficantes, los presidentes dem¨®cratas que se reeligen y gobiernan con el ej¨¦rcito. Lo mismo Hugo Ch¨¢vez que ?lvaro Uribe, que Calder¨®n. Los latinoamericanos siempre esperamos que salgan los Zorros para hacer justicia, la hagan con lujo de ingenio y se retiren. La secrec¨ªa, la movilidad, el anonimato, son indispensables para que no se les atrape, pero tambi¨¦n para que sean admirados. En la lucha libre, el ganador conserva su m¨¢scara. La pregunta detr¨¢s del mito es muy simple: la ley es de los poderosos, pero debe haber alguien que la enfrente. Alguien que nos rescate, que nos organice, que nos diga qu¨¦ hacer. Y que, luego, sea tan an¨®nimo como todos nosotros, como una estatua de Lampart sin su nombre.
Todos nosotros. Quiz¨¢ la idea m¨¢s radical que Latinoam¨¦rica tuvo durante el barroco fue que todo cab¨ªa, que nada sobraba en el atrio de una iglesia: dioses, demonios, motivos ind¨ªgenas, adornos romanos. La volvi¨® a tener en el muralismo mexicano: en una pared conviv¨ªan pobres, ricos, dictadores, guerrilleros, la muerte, indios y espa?oles. Y se reencontr¨® con ella cuando, en 1962, los m¨²sicos puertorrique?os en Nueva York comenzaron a llamarle "salsa" a un momento de la pieza musical en la que se duplicaba el ritmo. El mundo estaba en riesgo de terminar por los misiles sovi¨¦ticos en Cuba, y la m¨²sica que se hac¨ªa en el Bronx trataba de hacer un ¨²ltimo baile de convivencia: jazz, m¨²sica cubana, puertorrique?a, dominicana, colombiana, tango y samba. El paname?o Rub¨¦n Blades ha dicho que la "salsa" no es un estilo ni un g¨¦nero, sino un concepto. Es justo el mito de la diversidad que convive, que improvisa la existencia, que no la planea, sino que le da un cauce para fluir.
Este mito de que todos son "nosotros" encuentra un desenlace en 1991. La orquesta del puertorrique?o H¨¦ctor Lavoe es invitada a tocar en una fiesta del narcotraficante colombiano Pablo Escobar. El capo, que s¨®lo en ese a?o mand¨® asesinar a 7.000 personas, est¨¢, durante tres horas, resolviendo sus negocios de coca¨ªna y no escucha la "salsa" de Lavoe. Lavoe est¨¢ en el jard¨ªn y le han pedido tres veces que cante El cantante, su m¨¢ximo hit. Lo ha tocado sin chistar. Para cuando Pablo Escobar baja a la fiesta, se ha perdido la actuaci¨®n de Lavoe, que ya est¨¢ cenando. Y entonces, Escobar pide El cantante por cuarta vez. Lavoe se niega a interpretarlo de nuevo y, acto seguido, su orquesta es encerrada en el s¨®tano de la casa. Los narcotraficantes les quitan los zapatos a los m¨²sicos. Creen que van a morir y Lavoe logra escapar por una ventana. Corre a la carretera m¨¢s cercana y detiene un taxi. Cuando el taxista mira que no tiene zapatos, duda de que el pasajero tenga dinero para pagarle. "Soy H¨¦ctor Lavoe", asegura, asustado, el m¨²sico. El taxista duda y le propone: "A ver: c¨¢nteme El cantante".
Una habitaci¨®n colectiva. Estos tres mitos latinoamericanos de prosperidad, justicia y tolerancia no parecen agotarse con la llegada de la democracia militarizada y el libre comercio de los monopolios. Pero, sin duda, se transformar¨¢n en una casa que todav¨ªa nadie habita. La Europa de Berlusconi y Sarkozy y la Am¨¦rica de Ch¨¢vez y Uribe parecen naufragios. Ambas geograf¨ªas vamos a necesitar refundar nuestros mitos. No s¨¦ c¨®mo. Todo lo que s¨¦ es que, al rev¨¦s de otros tiempos, Latinoam¨¦rica ahora es el futuro de Europa.
Fabrizio Mej¨ªa Madrid (M¨¦xico, 1968) es autor, entre otras obras, del libro de cr¨®nicas Salida de emergencia (Mondadori. M¨¦xico, 2007) y la novela Tequila, DF (Mondadori. M¨¦xico, 2008).
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