La construcci¨®n social de la soledad
Ser adulto es estar solo", declaraba Rousseau. He aqu¨ª una de esas afirmaciones rotundas, tajantes, concluyentes, que abruman al lector con su exceso de verdad, y que, tal vez precisamente por ello, requieren alguna peque?a precisi¨®n que ilumine acerca de su correcto significado.
Empecemos para este objeto por una pregunta: ?acaso es la soledad una condici¨®n que nos constituya o, por el contrario, es una circunstancia que nos acontece ocasionalmente y con la que unos se debaten y otros se complacen?
Seg¨²n como se plantee el asunto, no faltan argumentos para sostener tanto que es imposible estar solo como lo contrario, que es imposible no estarlo. A favor de lo primero se hallar¨ªa la constataci¨®n de nuestra naturaleza insoslayablemente social, comunitaria, colectiva. Por recordar el trazo m¨¢s conocido (y reiterado): nuestra dimensi¨®n de seres racionales viene -como han se?alado tantos pensadores, desde Arist¨®teles a Tugendhat- ligada de forma indisoluble al lenguaje, y el lenguaje es siempre, por definici¨®n, lenguaje de la tribu.
La compa?¨ªa de los dem¨¢s se dice de muchas maneras. Soledad no es lo mismo que abandono
Reforzando este registro con un argumento de diferente orden, se podr¨ªa observar tambi¨¦n que la evoluci¨®n de las sociedades contempor¨¢neas ha ido m¨¢s bien en la direcci¨®n contraria al del aislamiento de los individuos. En esa l¨ªnea se podr¨ªan aportar datos heterog¨¦neos pero concurrentes en su significado: por primera vez en la historia de la humanidad viven m¨¢s personas en las ciudades (o sea, juntas) que en el campo, el desarrollo tecnol¨®gico de los medios de comunicaci¨®n permite que hoy en d¨ªa los individuos, por m¨¢s aislados que puedan estar f¨ªsicamente, se mantengan conectados tanto con la sociedad en general como con las personas que desee en particular, etc¨¦tera.
Por supuesto que a quienes sostienen que es imposible no estar solo tampoco parece faltarles argumentos. Quiz¨¢ el m¨¢s llamativo es el que hace referencia al car¨¢cter radicalmente solitario de determinadas experiencias. Pienso, como el lector habr¨¢ adivinado de inmediato, en la muerte, presentada en el pasado por buen n¨²mero de fil¨®sofos (con Heidegger a la cabeza) como la prueba m¨¢s incontestable de que la soledad es el punto de partida para pensar adecuada y correctamente la naturaleza profunda de los seres humanos.
Pero quiz¨¢ no sea la mejor estrategia argumentativa andar contraponiendo circunstancias o situaciones que parecen avalar una posici¨®n u otra. A fin de cuentas, nuestra naturaleza social, colectiva, comunitaria no niega el que podamos estar solos. M¨¢s a¨²n, probablemente es esa naturaleza la que explica mejor la forma, dolorosa, en la que se puede llegar a vivir lasoledad. Es porque estamos ¨ªntimamente entrelazados con los otros por lo que se nos puede llegar a hacer insoportable su ausencia.
Tal vez sea ¨¦ste el cabo del que valga la pena tirar para intentar deshacer la peque?a madeja esbozada. En efecto, vista desde esta ¨²ltima perspectiva, cabr¨ªa definir la soledad como la vivencia de que no importamos a aquellos que nos importan. La persona que le cuenta a otra su sentimiento de soledad no est¨¢ incurriendo en una grosera contradicci¨®n (?c¨®mo va a estar solo alguien que tiene ante quien lamentarse de su soledad?), porque el supuesto de fondo es esa dimensi¨®n cualitativa, selectiva, de la soledad. Que incluso admitir¨ªa una vuelta de tuerca m¨¢s: nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querr¨ªamos importar a aquellos que nos importan.
El adolescente perdidamente enamorado de su compa?era de pupitre no obtiene el menor consuelo porque ¨¦sta le diga que siente un profundo afecto por ¨¦l, o que lo considera su mejor amigo, y tiende a experimentar un sentimiento de abismal soledad por no ser correspondido.
Por descontado que la noci¨®n de importar dista de estar clara o de resultar inequ¨ªvoca, por lo que habr¨ªa que ser muy cuidadoso antes de deslizar afirmaciones que parecieran relativizar ese v¨ªnculo que mantenemos con los otros.
Los otros pueden importarnos de muy diversas maneras, y resultar¨ªa de todo punto improcedente poner en el mismo plano -o atribuir el mismo rango- la soledad amarga del anciano que ha sobrevivido a todas las personas importantes para ¨¦l, que la del adolescente reci¨¦n citado.
Pero, apuntado el matiz, valdr¨¢ la pena se?alar el corolario que se desprende de todo lo dicho. Y es que hay importancias que nos vienen dadas (en muchos sentidos), en tanto que otras dependen por completo de nosotros. Una madre o un padre no deciden que sus hijos son importantes para ellos (si se lo plantearan en tales t¨¦rminos probablemente dir¨ªamos que son padres desnaturalizados), mientras que en el caso de relaciones de un tipo distinto lo propio es afirmar que implican de manera necesaria un alto grado de construcci¨®n.
No es solamente que uno elija, pongamos por caso, a sus amigos, sino que la relaci¨®n misma de amistad, como suele decirse, se cultiva, esto es, reclama atenci¨®n, cuidado e incluso mimo. Algo parecido cabr¨ªa afirmar de la relaci¨®n amorosa. A quien encadena en una proporci¨®n desmesurada desenga?os en este terreno las personas allegadas le suelen reprender por los desafortunados criterios de selecci¨®n de sus parejas.
Pero la tesis de que existen ¨¢mbitos en los que depende en un alto grado del propio sujeto qui¨¦n importa y qui¨¦n no presenta una contrapartida inevitable, que demasiado a menudo se deja de lado: hay una cuota ineludible de soledad, consustancial al hecho mismo de vivir con otros.
La adolescente del ejemplo anterior, a la que podemos suponer atenta, dulce y cari?osa con su amigo enamorado, le inflige, bien a su pesar, una cuota de dolor. No hay modo de sortear esa realidad: de la misma manera que todos conocemos la experiencia de estar solos, as¨ª tambi¨¦n con considerable frecuencia no nos importan de la manera que ellas quisieran personas para las que nosotros podemos ser extremadamente importantes.
No queda m¨¢s opci¨®n que el aprendizaje de la soledad, que el esforzado trabajo interior de no identificar soledad con abandono, de aceptar que la compa?¨ªa de los dem¨¢s se dice de muchas maneras. A fin de cuentas, por cambiar de registro (y recuperar de paso un argumento del principio), nadie est¨¢ m¨¢s solo que el que escribe y nadie, al mismo tiempo, puede esperar mayor compa?¨ªa que la que proporcionan los textos.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona METROPOLIS.
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