Larga vida al presidente Mao
Cuando yo llegu¨¦ a estudiar a Madrid, en el enero sombr¨ªo de 1974, Engels, Lenin y Mao Zedong ocupaban los escaparates de todas las librer¨ªas. Franco estaba vivo y decr¨¦pito con algunas penas de muerte todav¨ªa por firmar, y a los sindicalistas y a los estudiantes rebeldes la Brigada Pol¨ªtico Social les hac¨ªan orinar sangre en las comisar¨ªas, pero el panorama editorial, por esas singularidades de una ¨¦poca que s¨®lo quedan en el recuerdo de quienes las han vivido, estaba dominado por un aluvi¨®n de libros revolucionarios, con los retratos barbudos de Marx y Engels en las portadas, con obreros sovi¨¦ticos y guardias rojos chinos, con el rictus asi¨¢tico de la cara de Lenin y la carota pepona de Mao que parec¨ªa el m¨¢s cool de todos, igual que lo m¨¢s moderno parec¨ªa ser apuntarse a alg¨²n partido comunista prochino. El Partido Comunista de toda la vida, el Partido, sin necesidad de a?adiduras, ya ten¨ªa algo de anticuado para las antenas sutiles del esnobismo universitario. Mao Tse Tung, como dec¨ªamos entonces, era tan moderno que un libro suyo titulado Cuatro tesis filos¨®ficas lo public¨® en espa?ol el que ya entonces era el m¨¢s moderno de los editores, Jorge Herralde, que se las arregl¨® para hacer con ellos su acumulaci¨®n primitiva de capital, por decirlo con el lenguaje de la ¨¦poca. Nosotros ten¨ªamos un dictador de mano temblona y vocecilla aflautada que rezaba el rosario todas las tardes junto a su se?ora en una mesa camilla del palacio del Pardo. Mucho m¨¢s admirable nos parec¨ªa a muchos j¨®venes antifranquistas el distinguido Mao, que viv¨ªa en la Ciudad Prohibida de Pek¨ªn -otro nombre de ¨¦poca- y escrib¨ªa tratados filos¨®ficos y breves poemas de exotismo entre oriental y revolucionario, y era autor adem¨¢s de aquel peque?o Libro Rojo de m¨¢ximas antiimperialistas que algunos llevaban como un breviario en los bolsillos de las trencas sac¨¢ndolo a veces con reverencia para recitar una muestra destilada de sabidur¨ªa: Los imperialistas son tigres de papel.
Nos hac¨ªamos clientes precoces de Anagrama comprando las Cuatro tesis filos¨®ficas, pero en cuanto empez¨¢bamos a leerlo se nos pon¨ªa una nube en el cerebro, como con tantas lecturas obligatorias de entonces. ?Qui¨¦n ten¨ªa la constancia necesaria para abrirse paso en las espesuras de filosofismo germ¨¢nico del Anti-D¨¹hring, de Engels, o de aquel tomazo de grosor y t¨ªtulo pavorosos, Materialismo y empiriocriticismo, de V. I. Lenin? ?Y, ya puestos, qu¨¦ significaba esa palabra, empiriocriticismo, que yo no he vuelto a ver escrita desde entonces?
Unos meses despu¨¦s una bandera roja onde¨® sobre los tejados de Madrid por primera vez desde 1939. La Espa?a de Franco hab¨ªa reconocido a la Rep¨²blica Popular China, y la primera embajada se hab¨ªa instalado en unos salones muy burgueses del hotel Palace, que un amigo m¨ªo mao¨ªsta me llev¨® a visitar una tarde de mayo. Unos diplom¨¢ticos chinos en mangas de camisa nos recibieron con copiosas inclinaciones y nos llenaron las manos de folletos en espa?ol, consagrados a celebrar la Revoluci¨®n Cultural y a denostar agotadoramente a los socialimperialistas y socialfascistas sovi¨¦ticos. Si al salir del Palace la polic¨ªa nos hubiera registrado habr¨ªan podido llevarnos detenidos por posesi¨®n de propaganda subversiva: hoces y martillos, estrellas rojas, j¨®venes guardias rojos con sus uniformes verdes, sus bayonetas caladas y sus espl¨¦ndidas sonrisas, masas aclamando al presidente Mao, millares de cabezas gritando al un¨ªsono y de manos agitando el peque?o Libro Rojo. En su fervor proselitista, y vi¨¦ndome flaquear en mi propensi¨®n comodona al revisionismo, mi amigo me prest¨® un libro que seg¨²n ¨¦l ten¨ªa el m¨¦rito de la objetividad, al haber sido escrito por un periodista burgu¨¦s. Se trataba, no se me olvida, de China, una revoluci¨®n en pie, publicado por Destino y escrito por Baltasar Porcel, que manifestaba por Mao una devoci¨®n como la que tuvo a?os m¨¢s tarde por otro Gran Timonel catal¨¢n de proporciones m¨¢s modestas. Porcel hab¨ªa viajado extensamente por China en aquellos a?os de la Revoluci¨®n Cultural con la misma fascinaci¨®n, y aproximadamente con la misma perspicacia, con que viajaban Bernard Shaw y H. G. Wells por la Ucrania de las grandes hambres y mortandades campesinas de los primeros a?os treinta. China era un para¨ªso inmenso de austeridad y justicia. Mao era un l¨ªder ilustrado y ben¨¦volo que distra¨ªa el poco tiempo que le dejaba el Gobierno componiendo poemas caligr¨¢ficos.
Mientras lo m¨¢s pijo del mundo universitario de Occidente se afiliaba a la moda prochina, en el mundo real millones de vidas eran arruinadas, se demol¨ªan tesoros del pasado y se quemaban bibliotecas, se escarnec¨ªa y se torturaba y se asesinaba a quienes no eran del agrado de los guardias rojos, todo ello en virtud de un mandamiento nihilista del viejo dictador, al que hab¨ªan enloquecido demasiados a?os de poder absoluto hasta un extremo que poco a poco se ha ido filtrando a los relatos de los historiadores. Mao era uno de esos viejos terribles que alientan un fanatismo de destrucci¨®n que para ellos es una revancha contra su mortalidad. Si ellos van a acabarse es inaceptable que el mundo no se hunda con ellos: lanzan a la barbarie y a la muerte a sus seguidores m¨¢s j¨®venes para vengarse de su juventud intoxic¨¢ndola de sacrificio. Para justificar la abolici¨®n de los rastros del pasado alegaba po¨¦ticamente que una hoja reci¨¦n impresa de papel en blanco no tiene imperfecciones y por eso las m¨¢s hermosas palabras pueden escribirse sobre ella. Por las noches le llevaban a la cama a mujeres cada vez m¨¢s j¨®venes para las que era un honor recibir de ¨¦l una enfermedad ven¨¦rea. Sus asistentes anotaban con reverencia en los registros de palacio sus horas diarias de sue?o y la frecuencia y calidad de sus movimientos de vientre. Larga vida al presidente Mao.
El Archivo Municipal de Beijing, cuenta The New York Times, acaba de hacer p¨²blicos 16 vol¨²menes de documentos sobre los a?os de la Revoluci¨®n Cultural, y aunque est¨¢n muy censurados dan una idea de lo que suced¨ªa en China al mismo tiempo que nosotros fantase¨¢bamos sobre aquel presunto para¨ªso terrenal. A los ni?os los adiestraban para denunciar a los padres como contrarrevolucionarios. El "pensamiento de Mao" era la gu¨ªa infalible para resolverlo todo, "la delincuencia juvenil, los atascos de tr¨¢fico, la qu¨ªmica en la agricultura, la venta ilegal de pichones". En una clase de matem¨¢ticas los estudiantes ten¨ªan que cantar dos canciones revolucionarias y estudiar y discutir al menos seis citas de Mao antes de pasar a los n¨²meros. Comit¨¦s especiales se creaban a fin de garantizar cada a?o la producci¨®n de las 13.000 toneladas de pl¨¢stico necesarias para las tapas de todos los millones de ejemplares del Libro Rojo que se publicaban. En una reuni¨®n del Partido se fuerza a un militante a hacer autocr¨ªtica por haber manifestado inclinaciones peque?oburguesas al cuidar en una pecera una docena de peces de colores. El camarada criticado act¨²a en consecuencia y entierra vivos a sus doce peces. A un maestro de origen burgu¨¦s, para reeducarlo, sus alumnos lo fuerzan a ponerse a cuatro patas y arrancar las malas hierbas de un campo de cultivo. Y nosotros, mientras tanto, en Europa, leyendo con beata reverencia las m¨¢ximas del presidente Mao.
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