Trenes que nunca volver¨¦ a coger
Seg¨²n el te¨®rico literario Ren¨¦ Girard, los seres humanos deseamos e incluso amamos aquello que aman tambi¨¦n otros. Yo no puedo confirmarlo por experiencia personal; tengo una trayectoria de deseos frustrados de objetos y mujeres que estaban claramente fuera de mi alcance, pero no interesaban especialmente a nadie m¨¢s. Sin embargo, existe una esfera en mi vida en la que, por inveros¨ªmil que parezca, la teor¨ªa del deseo mim¨¦tico de Girard podr¨ªa adaptarse perfectamente a mi experiencia: si por mim¨¦tico queremos decir mutuo y sim¨¦trico -m¨¢s que hablar de imitaci¨®n y competencia-, entonces puedo dar fe de que su proposici¨®n tiene credibilidad. Yo adoro los trenes, y ellos siempre me han adorado a m¨ª.
"Estar" siempre me ha producido tensi¨®n. En cambio, encaminarme a algo era un alivio. Y el tren, el para¨ªso
El sistema ferroviario brit¨¢nico empez¨® a decaer. Privatizaci¨®n de las compa?¨ªas, desinter¨¦s del personal...
Los trenes inventaron las clases sociales en su variante moderna, al clasificar niveles de comodidad y servicio
Mi Europa se mide en trenes. No es la ¨²nica forma de captar una sociedad y una cultura, pero a m¨ª me sirve
?Qu¨¦ quiere decir que un tren me quiera? El amor, en mi opini¨®n, es esa situaci¨®n en la que uno est¨¢ m¨¢s a gusto consigo mismo. Si parece parad¨®jico, recordemos la advertencia de Rilke: el amor consiste en dejar al ser amado espacio para que sea ¨¦l mismo y, al tiempo, proporcionarle la seguridad necesaria para que su yo pueda florecer. De ni?o, siempre me sent¨ªa inc¨®modo y un poco oprimido cuando estaba con gente, en especial mi familia. La soledad era una bendici¨®n, pero era dif¨ªcil conseguirla. "Estar" siempre me produc¨ªa tensi¨®n: cuando estaba en un sitio, siempre hab¨ªa algo que hacer, alguien a quien contentar, un deber que cumplir, un papel que no alcanzaba a desempe?ar. En cambio, el proceso de encaminarme a algo era un alivio. Cuando m¨¢s feliz me sent¨ªa era cuando estaba yendo a alg¨²n sitio por mi cuenta, y cuanto m¨¢s tardaba, mejor. Me encantaba caminar, disfrutaba montando en bici, me divert¨ªa ir en autob¨²s. Pero el tren era el para¨ªso.
Nunca me molest¨¦ en explic¨¢rselo a mis padres ni mis amigos, por lo que me ve¨ªa obligado a inventarme metas: lugares que quer¨ªa visitar, gente a la que quer¨ªa ver, cosas que necesitaba hacer. Todo ello, mentiras. En aquellos tiempos, un ni?o pod¨ªa viajar seguro en el transporte p¨²blico a partir de los siete a?os, m¨¢s o menos, y yo empec¨¦ a viajar desde muy temprano en metro por todo Londres. Si ten¨ªa alg¨²n objetivo, era recorrer toda la red, de extremo a extremo, una aspiraci¨®n que estuve a punto de alcanzar. ?Qu¨¦ hac¨ªa cuando llegaba al final de una l¨ªnea, a Edgware, por ejemplo, o a Ongar? Sal¨ªa, examinaba con gran detalle la estaci¨®n, miraba a mi alrededor, compraba un s¨¢ndwich reseco y una bebida... y me montaba en el primer metro de vuelta.
La tecnolog¨ªa, la arquitectura y el funcionamiento de un sistema ferroviario me fascinaron desde el principio; todav¨ªa hoy puedo describir las peculiaridades de cada l¨ªnea del metro de Londres y el trazado de sus estaciones, herencia de las distintas empresas privadas encargadas de su gesti¨®n en los primeros a?os. Pero nunca fui un "mir¨®n". Nunca form¨¦ parte de los entusiastas grupos de chicos vestidos con anorak que se pon¨ªan en el extremo del and¨¦n para anotar diligentemente los n¨²meros de los trenes que pasaban, ni siquiera cuando sub¨ª de categor¨ªa y empec¨¦ a hacer viajes solitarios en la vasta red de la Regi¨®n Sur de British Railways. Me parec¨ªa una afici¨®n est¨¢tica y est¨²pida; lo emocionante del tren era subirse en ¨¦l.
En aquellos tiempos, la Regi¨®n Sur ofrec¨ªa un terreno f¨¦rtil para el viajero solitario. Dejaba mi bicicleta en el vag¨®n de equipajes de la estaci¨®n de Norbiton, en la l¨ªnea de Waterloo; iba en el tren el¨¦ctrico de cercan¨ªas hasta la zona rural de Hampshire, bajaba en una peque?a parada en medio de las colinas de los Downs, paseaba tranquilamente en bici hacia el este hasta que llegaba al borde occidental de la vieja l¨ªnea de tren Londres-Brighton, y me montaba en el cercan¨ªas que volv¨ªa hacia la estaci¨®n Victoria, para bajarme en Clapham Junction. All¨ª ten¨ªa el lujo de poder escoger entre 19 andenes -al fin y al cabo, era el nudo ferroviario m¨¢s grande del mundo-, y me entreten¨ªa decidiendo en qu¨¦ tren iba a regresar a casa. En total, esta actividad me ocupaba un largo d¨ªa de verano; al llegar, cansado y satisfecho, mis padres me preguntaban educadamente d¨®nde hab¨ªa estado, y yo, como correspond¨ªa, me inventaba alguna cosa respetable para evitar m¨¢s discusiones. Mis viajes en tren eran privados y yo quer¨ªa que siguieran si¨¦ndolo.
En los a?os cincuenta, el tren era barato, sobre todo para chicos de 12 a?os. Pagaba ese placer con la paga semanal que me daban y a¨²n me quedaban unos cuantos peniques para comprarme alguna chucher¨ªa. El viaje m¨¢s caro que hice me llev¨® casi hasta Dover -la estaci¨®n central de Folkestone, en realidad-, desde donde pude mirar con a?oranza hacia el otro lado del Canal y pensar en aquellos trains rapides de la red nacional francesa de ferrocarriles. En general, ahorraba un poco para ir al cine en el Movietone News Theatre de la estaci¨®n de Waterloo, la m¨¢s grande de Londres y una aut¨¦ntica cornucopia de locomotoras, tablones de horarios, quioscos de prensa, anuncios y olores. En a?os posteriores, a veces, perd¨ªa el ¨²ltimo tren para volver a casa y me quedaba durante horas en sus vest¨ªbulos llenos de corrientes de aire, escuchando c¨®mo maniobraban las m¨¢quinas y cargaban el correo, mientras me tomaba una taza de cacao de British Rail y disfrutaba del romanticismo de la soledad. Dios sabe qu¨¦ creer¨ªan mis padres que estaba haciendo, a las dos de la ma?ana, deambulando por Londres. Si lo hubieran sabido, quiz¨¢ se habr¨ªan preocupado todav¨ªa m¨¢s.
Llegu¨¦ al mundo un poco tarde para captar las emociones de la era del vapor. La red de ferrocarriles brit¨¢nicos adopt¨® demasiado pronto las locomotoras di¨¦sel (pero no las el¨¦ctricas, un error estrat¨¦gico que todav¨ªa est¨¢ pagando) y, aunque los grandes expresos de largo recorrido que pasaban por Clapham Junction en mis primeros a?os todav¨ªa iban tirados por magn¨ªficas locomotoras de vapor de ¨²ltima generaci¨®n, la mayor¨ªa de los trenes en los que yo montaba eran completamente "modernos". No obstante, gracias a la falta cr¨®nica de inversiones en los ferrocarriles nacionalizados de Gran Breta?a, muchos de los vagones proced¨ªan del periodo de entreguerras y algunos eran incluso anteriores a 1914. Hab¨ªa compartimentos cerrados y separados (incluido uno para "Se?oras" en cada unidad de cuatro vagones), no hab¨ªa aseos, y las ventanillas estaban sujetas con correas de cuero a las que se fijaba un gancho que hab¨ªa en la puerta. Los asientos, incluso en segunda y en tercera, estaban tapizados con un tejido vagamente escoc¨¦s que irritaba los muslos desnudos de los ni?os con pantal¨®n corto, pero ten¨ªa una calidez muy agradable en los inviernos fr¨ªos y h¨²medos de aquellos a?os.
El hecho de que experimentara los trenes como una forma de soledad es, por supuesto, una paradoja. Los trenes son, como dice la expresi¨®n francesa, transports en commun: dise?ados a partir de principios del siglo XIX con el fin de ofrecer un medio colectivo de viajar para las personas que no pod¨ªan permitirse el transporte privado y, con los a?os, para otras m¨¢s acomodadas a las que se pod¨ªa atraer con la perspectiva de unas instalaciones comunes de lujo pagando un precio m¨¢s alto. Los trenes inventaron las clases sociales en su variante moderna, al designar y clasificar distintos niveles de comodidad, facilidad y servicio: como revela cualquier ilustraci¨®n de aquella ¨¦poca, durante muchas d¨¦cadas, los trenes fueron algo inc¨®modo y abarrotado excepto para quienes ten¨ªan la suerte de viajar en primera. En mi ¨¦poca, sin embargo, la segunda era m¨¢s que aceptable para la gente normal y corriente; que, en Inglaterra, quiere decir una gente que no se mete con los dem¨¢s. En aquellos d¨ªas felices, antes de los tel¨¦fonos m¨®viles, cuando todav¨ªa era impensable poner una radio en un lugar p¨²blico (y la autoridad del revisor bastaba para reprimir a los esp¨ªritus rebeldes), el tren era un lugar fant¨¢stico y silencioso.
Posteriormente, a medida que el sistema ferroviario brit¨¢nico empez¨® a decaer, los viajes en tren por mi pa¨ªs perdieron parte de su atractivo. La privatizaci¨®n de las compa?¨ªas, la explotaci¨®n comercial de las estaciones y el desinter¨¦s del personal contribuyeron a desilusionarme, y la experiencia de viajar en tren por Estados Unidos no ayud¨® precisamente a restaurar mis recuerdos ni mi entusiasmo. Mientras tanto, las empresas ferroviarias estatales de la Europa continental entraron en una edad dorada de inversiones e innovaciones t¨¦cnicas, sin dejar de conservar las cualidades distintivas heredadas de ¨¦pocas anteriores.
Por ejemplo, viajar por Suiza es comprender de qu¨¦ manera pueden fundirse la eficacia y la tradici¨®n para beneficio de la sociedad. La Gare de l'Est de Par¨ªs y la Centrale de Mil¨¢n, como la Hauptbahnhof de Z¨²rich y la Keleti p¨¢lyaudvar de Budapest, son monumentos al urbanismo y la arquitectura funcional del siglo XIX: comp¨¢rense con lo que nos parecer¨¢n en el futuro la vergonzosa estaci¨®n de Pensilvania en Nueva York o pr¨¢cticamente cualquier aeropuerto. En el mejor de los casos -como en St. Pancras de Londres o en la nueva estaci¨®n central de Berl¨ªn-, las estaciones de ferrocarril son la encarnaci¨®n misma de la modernidad, y por eso duran tanto tiempo y cumplen tan bien las tareas para las que se dise?aron. Si lo pienso bien -salvando las distancias-, Waterloo fue para m¨ª lo que las iglesias rurales y las catedrales barrocas fueron para tantos poetas y artistas: me inspir¨®. ?Y por qu¨¦ no? ?No fueron las grandes estaciones victorianas de cristal y metal las catedrales de su ¨¦poca?
Llevo mucho tiempo pensando escribir sobre los trenes. Supongo que, en cierto modo, ya lo he hecho, al menos en parte. Si hay algo peculiar en mi versi¨®n de la historia contempor¨¢nea de Europa en Postguerra es, creo, el ¨¦nfasis subliminal en el espacio: el sentido de las regiones, las distancias, las diferencias y los contrastes dentro del marco limitado de un peque?o subcontinente. Seguramente adquir¨ª ese sentido del espacio cuando miraba sin prop¨®sito fijo por las ventanas de los trenes y examinaba con m¨¢s detalle las vistas y los sonidos diferentes de las estaciones en las que me bajaba. Mi Europa se mide en trenes. La forma m¨¢s f¨¢cil de "imaginar" en Austria o B¨¦lgica es, para m¨ª, pasear por la Westbahnhof o la Gare du Midi y reflexionar sobre la experiencia, para no hablar de las distancias entre ellas. Por supuesto, no es la ¨²nica forma de captar una sociedad y una cultura, pero a m¨ª me sirve.
Tal vez la consecuencia m¨¢s desalentadora de mi enfermedad actual -m¨¢s deprimente incluso que sus manifestaciones pr¨¢cticas y diarias- es saber que nunca volver¨¦ a recorrer esas v¨ªas. Esa certeza pesa sobre m¨ª como un manto de plomo y me hunde todav¨ªa m¨¢s en la triste sensaci¨®n de final que caracteriza a una enfermedad verdaderamente terminal: la seguridad de que algunas cosas no van a volver a pasar. Esta ausencia representa m¨¢s que la p¨¦rdida de un placer, la privaci¨®n de libertad, la exclusi¨®n de nuevas experiencias. Recordando a Rilke, constituye la p¨¦rdida de m¨ª mismo o, al menos, de esa parte buena de m¨ª mismo que con tanta facilidad encontraba paz y satisfacci¨®n. No m¨¢s encaminarme a, s¨®lo, un interminable estar.
? Tony Judt 2010 Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia
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