Las ventanas del colegio
Frente a la mesa en la que escribo hay una ventana. A trav¨¦s de ella veo la lluvia que cae con una disciplina n¨®rdica, m¨¢s cercana al puritanismo que a la caridad, y las ventanas del colegio Isabel la Cat¨®lica. Mientras repiten nombres de r¨ªos, minerales o reyes, los ni?os observan a trav¨¦s de su ventana las obras de demolici¨®n del Mercado de Barcel¨®. Las piquetas golpean las paredes, dejan al descubierto las vigas que van cayendo a tierra con una humillaci¨®n calculada y sucia. Las excavadoras separan los hierros, echan los escombros en los camiones y vuelven a su oficio de derribo. Obreros con cascos amarillos y monos azules cruzan por el descampado y caminan entre las m¨¢quinas.
Los ni?os del colegio Isabel la Cat¨®lica miran al extra?o escritor que los mira a trav¨¦s de su ventana. No s¨¦ con exactitud que ver¨¢n, porque las ventanas imponen destellos imprevisibles que se parecen a un juego de espejos en la memoria. Pero el escritor s¨ª sabe lo que ve cuando interrumpe su trabajo y observa el movimiento de las excavadoras y las miradas de los ni?os. Es una clase de lat¨ªn o de literatura, a principios de los a?os setenta, mientras se construye en Granada el barrio de los Alminares, junto al colegio de los Padres Escolapios. ?Junto? Mejor decir dentro del colegio, porque los terrenos hab¨ªan sido antes campos de f¨²tbol, rodeados de huertas, por los que corr¨ªamos muchas veces los alumnos para jugar, comprar un bocadillo en el recreo o para huir de una clase.
Las ventanas de un colegio forman parte de su programa educativo. Las asignaturas no sirven de nada si no dan a la calle. Una asignatura es un edificio intelectual con ventanas a la calle. Mis clases de religi¨®n o de literatura daban a las excavadoras, al olor de la tierra movida, a los andamios, a los gritos y las miradas de los alba?iles. Hay ahora un alba?il que me mira desde la Granada de 1970 para ver a un escritor que observa en Madrid a unos ni?os del siglo XXI. Ellos miran a su vez a los alba?iles que derriban un viejo mercado y preparan los cimientos de un edificio junto a su colegio.
Construir el futuro no es m¨¢s que elegir el pasado que nos acompa?ar¨¢ en la vida. El colegio Dulce Nombre de Mar¨ªa abri¨® sus puertas en 1860, hace ahora 150 a?os. Era un colegio de mucha tradici¨®n, pero tuve suerte: poco despu¨¦s de llegar yo se puso en obras de lunes a s¨¢bado. Incluyo el s¨¢bado, porque cuando no hab¨ªa un partido de f¨²tbol, hab¨ªa una pel¨ªcula que ver o un castigo que cumplir. En aquellos 13 a?os de colegial, y en aquellos tiempos, no pod¨ªan faltar los fr¨ªos en las rodillas, ni la misa a primera hora de la ma?ana, ni la Formaci¨®n del Esp¨ªritu Nacional, ni la tristeza de unos cuerpos peque?os caminando en fila por pasillos solemnes que no eran de su estatura o de su color. Pero el movimiento de tierras no s¨®lo se daba entonces en los campos vendidos por el colegio.
Por eso no falt¨® la clase del padre Antonio D¨ªaz en la que un cuento de Clar¨ªn me ense?¨® el significado de la lealtad y de la nostalgia. No falt¨® la clase de literatura en la que o¨ª el disco de Serrat con poemas de Machado. No falt¨® el joven maestro Manuel Jerez cuando hizo falta que alguien me regalara un libro de Blas de Otero o me llevara a una representaci¨®n de teatro independiente. No falt¨® el ejemplo del padre Mulet, que justific¨® mi primera huelga de brazos ca¨ªdos. Y no faltaron los ejercicios espirituales del padre Iniesta, siempre dispuesto a hablarnos de los ricos andaluces y de su muy dif¨ªcil entrada en el reino de los cielos. ?Qu¨¦ sorpresas! Yo tuve suerte con los padres Escolapios, aunque quiz¨¢ ellos no puedan decir lo mismo de m¨ª.
Mientras escribo, veo a los alumnos del colegio Isabel la Cat¨®lica observar el trabajo de las hormigoneras y aprender la lecci¨®n de los andamios.
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