Fuego cruzado en Colombia
El 21 de enero de 2010, a las seis de la ma?ana, desde Bogot¨¢ tomamos el avi¨®n para Tumaco, en el departamento de Nari?o, al sur de Colombia, frontera con el Ecuador y el Pac¨ªfico. Al llegar ca¨ªa una llovizna empapada de calor. En el aeropuerto hab¨ªa helic¨®pteros artillados como los de Apocalypse Now y avionetas de fumigaci¨®n de los campos de coca, aparcados fuera de los hangares, por debajo de cuyas aspas hab¨ªa que arrastrar las maletas para ganar la terminal. La llovizna pegajosa persist¨ªa sobre las chabolas y calles encharcadas de Tumaco, una ciudad formada por varias islas en la desembocadura del r¨ªo Mira, de 170.000 habitantes, en su mayor¨ªa de raza negra. Cuando llegamos al hotel La Sultana, desde la ventana se ve¨ªa parte de la ensenada con manglares sobre una escombrera de desechos y un pared¨®n sucio donde en grandes letras rojas estaba escrita una consigna pol¨ªtica: "??nete al cambio! ?Seguridad democr¨¢tica!". Un meg¨¢fono insistente pregonaba una loter¨ªa con premios de tres millones. En la pescader¨ªa de enfrente cargaban tiburones congelados.
"Llegan los paracos. Y Si no tienes callos, ya eres un guerrillero y te dan plomo"
"Mandaron desalojar el barrio. Durante varios d¨ªas, el r¨ªo fue bajando muertos"
"Yo ten¨ªa un chocolatal. Viv¨ªa tranquila, pero un d¨ªa me dijeron que hab¨ªan matado a mi hija"
"Si a un guerrillero se le antoja acostarse contigo y te niegas, matan a tu marido"
Antes de abrir la maleta nos pasaron el comunicado que en noviembre de 2009 hab¨ªa emitido en Pasto, capital Nari?o, el grupo armado Los Rastrojos, que se presentaba como comando urbano. En ese papel se declaraba objetivo militar a todas las organizaciones que bajo el arcaico discurso subversivo de los derechos humanos sirven de apoyo a las FARC y al ELN. Se conminaba a abandonar de inmediato el lavado de cerebro en que est¨¢n comprometidas estas ONG en toda la geograf¨ªa de Nari?o y se advert¨ªa de que este grupo no se har¨ªa responsable de lo que les pudiera pasar a sus l¨ªderes y c¨®mplices del pasado y del presente si estaban en este territorio. Un comunicado semejante, con amenazas expl¨ªcitas de muerte, hab¨ªa emitido otro comando paramilitar denominado ?guilas Negras. Estos grupos civiles armados, que hace unos a?os se dijo que hab¨ªan sido desmovilizados, est¨¢n renaciendo en Colombia y, al parecer, cuentan con 10.000 efectivos dispuestos a actuar de nuevo.
La supervivencia se establec¨ªa en las calles de Tumaco en medio de los gritos de buhoneros, colas, mercadillos, el estruendo de las motocicletas, los carritos cargados de fruta tropical que se arrastraban entre la gente tumbada en las aceras bajo un sol escalfado. Pasaban camiones con soldados en uniformes de camuflaje. Tambi¨¦n se nos hizo saber que la ciudad est¨¢ llena de milicianos de las FARC cuya presencia se presiente pero no se nota. Suced¨ªa lo mismo con la violencia que se respiraba como un elemento m¨¢s del aire. De todas partes, sin saber exactamente de d¨®nde, sal¨ªan descargas de m¨²sica de vallenato con muchas palabras suavonas de amor que est¨¢n muy pegadas a los celos y al crimen.
En las afueras de Tumaco, cuando termina el suburbio, en un territorio pantanoso ganado a los manglares, se levanta un conglomerado de palafitos que mantienen en pie unos barracones de madera en estado de extrema ruina sobre una cloaca de aguas negras donde malviven 540 campesinos desplazados por la guerrilla o los paramilitares. Un aserradero vecino les proporciona la d¨¢diva de unas cargas de serr¨ªn con las que empapan la charca para formar caminos transitables que apenas logran impedir que se hundan los pies en el fango. Cuando crece el mar en los d¨ªas de temporal, todo este espacio se inunda y se convierte en un lago podrido y pasan semanas antes de que se retiren las aguas. En este campamento semiacu¨¢tico establece esta gente desplazada su vida de miseria bajo el nombre de Familias en Acci¨®n. M¨¦dicos Sin Fronteras llega hasta all¨ª. Y tambi¨¦n hay carteles de UNHNUR, de ACNUR y de Solidaridad Internacional.
En un barrac¨®n que sirve de escuela bajo la advocaci¨®n de santo Tom¨¢s de Aquino, unos ni?os dibujan y aprenden a leer; en otro barrac¨®n se re¨²ne la Junta de Acci¨®n Comunal, formada en su mayor¨ªa por mujeres de raza negra, a las ¨®rdenes de un joven llamado Hader, que luce zapatos blancos impolutos, camisa blanca y collar con crucifijo. Las mujeres se quejan de la lentitud desesperante con que les llegan las ayudas del Gobierno, apenas unos miles de pesos cada tres meses que raramente cumplen el plazo. Y luego nada, s¨®lo el olvido. Cada habitante de este lugar lleva mucha muerte detr¨¢s. Las mujeres cuentan historias de matanzas y masacres que han sucedido en sus veredas. Todas tienen un marido, un hijo asesinado por la guerrilla o los paramilitares. Son campesinos que han huido de la violencia sin nada en las manos. En la reuni¨®n comunal hablan de sus cosas. Aqu¨ª no hay tiros, s¨®lo palabras que a veces suelen ser violentas, a veces desesperadas. Cuando hay elecciones, llega un pol¨ªtico con promesas a cambio de su voto y luego nada. Ninguno de estos campesinos quiere volver a su lugar de origen.
"Yo ten¨ªa un chocolatal en Cali", dice Flora Esmila, una mujer de 72 a?os, "que me daba cuatro cosechas. Ten¨ªa plantados pl¨¢tanos y naranjas. Viv¨ªa tranquila, pero un d¨ªa me dijeron que en Chagu¨ª de Cuaransang¨¢, una vereda de Nari?o, hab¨ªan matado a mi hija. Cuando llegu¨¦ ya estaba enterrada. Fue por celos de un meleador que la requer¨ªa para que se acostara con ¨¦l y al negarse mi hija la denunci¨® a los del monte como confidente de los militares y un d¨ªa bajaron los del monte para matarla dej¨¢ndola con cuatro ni?os. El marido est¨¢ vivo, pero no hizo nada por miedo. Los del monte me dijeron: ¨¢ndate, ¨¦chate a trotar, y me vine huida para Tumaco. Ahora cuido ac¨¢ a mis cuatro nietas sin una ayudica, sin una platica de nada. El otro d¨ªa, esta cama donde duermo con mis cuatro nietas se llen¨® de agua con la lluvia. No tengo a un hombre que me ponga una madera".
Antonio Domingo tiene 30 a?os, naci¨® en Buenaventura, vivi¨® en la vereda de Boca de Satinga y hace dos a?os que est¨¢ aqu¨ª con su mujer y dos hijos.
"Se llevaron a un compa?ero que era motosierrista, lo mataron y a los dos d¨ªas apareci¨® flotando en el r¨ªo. As¨ª mataron a otros tambi¨¦n. Llegaron los ?guilas Negras y se llevaron a otros y durante varios d¨ªas el r¨ªo fue bajando muertos. Mandaron desalojar a todo el barrio de San Jos¨¦ Laturbe con 300 familias y se hicieron fuertes all¨ª. Me vine a Familias en Acci¨®n de Tumaco con mi mujer y mis dos hijos. Nosotros cultiv¨¢bamos banano, yuca, papachina, mango, naranjas y cacao en un terreno de mi propiedad. Tuvimos que dejarlo todo. Alrededor hab¨ªa campos de coca, pero nosotros no cultiv¨¢bamos coca porque somos cristianos adventistas del s¨¦ptimo d¨ªa y la palabra de Dios dice que debemos darle el uso debido a lo que ?l ha creado y que no debemos cultivar cosas il¨ªcitas".
En las charcas negras de este poblado hab¨ªa juguetes ahogados, un triciclo, un caballo de cart¨®n, una mu?eca sin brazos, a medio pudrir, y en las maderas de los barracones se pod¨ªan ver algunos dibujos de corazones flechados con nombres de adolescentes enamorados.
Remontando
la selva por el r¨ªo
Al d¨ªa siguiente, dejando Tumaco atr¨¢s, nos embarcamos en una lancha para remontar el r¨ªo Mira, que baja sus aguas desde el Ecuador en plena selva. En un jeep con bandera de M¨¦dicos Sin Fronteras recorrimos primero 50 kil¨®metros de la carretera que lleva a Pasto, donde el ej¨¦rcito y la polic¨ªa ten¨ªan montados varios puestos de control con garitas de sacos terreros. A un lado y a otro del trayecto, la maleza ha sido tronchada para plantar las siniestras palmeras africanas que despu¨¦s de arruinar la tierra s¨®lo dan una pi?as de aceite de carburante, materia barata para ricos, seg¨²n los campesinos del lugar. Antes de llegar al poblado de Llorente hubo que dejar la carretera y rodar por una pista quebrada de diez kil¨®metros adentro de la selva para alcanzar una playa de cantos rodados que forma el remanso del r¨ªo. En ese camino duro y deshabitado hay un cementerio alegrado con flores y coronas sumido en una soledad tan alejada de la vida que uno pod¨ªa imaginar que el d¨ªa del Juicio Final desde aqu¨ª no se oir¨¢n las trompetas de la resurrecci¨®n de la carne, aparte de que algunos de los muertos que all¨ª yacen se hallan sumamente baleados por algunos de los bandos de este conflicto colombiano. En la playa hab¨ªa un chiringuito y embarcaban algunas piraguas con gente del lugar. Todo daba a entender que en este territorio el ej¨¦rcito ya no mandaba.
R¨ªo arriba en una lancha pilotada por un joven sin palabras, de rostro muy afilado, que sin duda estaba en el secreto de nuestro viaje. Contra la corriente mansa o arriscada por unos bajos, la selva cada vez m¨¢s herm¨¦tica se iba adentrando en un silencio precolombino y, como supimos despu¨¦s, estaba llena de ojos que nos vigilaban. En las altas riberas se ve¨ªan acostados algunos cultivos de coca. Al contrario de lo que sucede en la novela El coraz¨®n de las tinieblas, de Conrad, donde existe un personaje llamado Kurtz, se?or de la soledad que todo lo gobierna, del que todos hablan y nadie ha visto, en este caso, al llegar a la vereda de Az¨²car, despu¨¦s de una hora larga de navegaci¨®n, en lo alto de la ribera apareci¨® una casa de buena f¨¢brica y desde la orilla del r¨ªo, antes de desembarcar, pudimos divisar a un hombre sentado en la terraza que, sin duda, nos estaba esperando, puesto que nos salud¨® con los brazos.
Calzado con botas pantaneras y metidas en ellas las perneras del ch¨¢ndal, este hombre era el propio Dagoberto Ca?¨®n, un se?or de media edad, entrado en carnes, que al parecer es el que dispone de todo en Az¨²car, una vereda de 105 habitantes. Nos recibi¨® con gran cordialidad en su terraza, como un padre padrone, rodeado de ni?os, y un asistente que atend¨ªa por Chepe, muy sol¨ªcito, y despu¨¦s de los saludos formales nos ofreci¨® un caf¨¦ tinto y empez¨® a hablar.
"El Gobierno s¨®lo llega hasta aqu¨ª a estropear a la gente. De pronto se presenta un avi¨®n fantasma, un avi¨®n negro, y comienza a bombardear la selva, y cada dos meses el Estado realiza un operativo con diez helic¨®pteros que asustan a los ni?os, y detr¨¢s de los helic¨®pteros llegan las avionetas y comienzan a fumigarlo todo. Con el motivo de la coca, destruyen nuestros alimentos de pan coger, la yuca, el pl¨¢tano, la ca?a. Despu¨¦s de la fumigaci¨®n ya no se puede cultivar nada. Nosotros siempre hemos sido productores de coca. No pudimos controlar el mercado, pero gracias a la coca tenemos una casita, vemos la televisi¨®n y nuestra comida est¨¢ fr¨ªa en la nevera. La coca es un arraigo entre nosotros. Culturalmente no se va a acabar porque el campesino es caprichoso. El hambre no admite socio. Pero a veces llega el ej¨¦rcito y produce violaciones, robos, y se nos lleva hasta los zapatos. La guerrilla contraataca porque con el Gobierno no se puede hablar m¨¢s que con un arma en la mano. De modo que la violencia no acabar¨¢ nunca".
El a?o pasado, el r¨ªo Mira tuvo una crecida de ocho metros y arras¨® con todo por estos parajes, se llev¨® por delante el centro de salud, la escuela, la cantina, todo, porque la naturaleza tampoco le va a la zaga de los hombres a la hora de ponerse brava. La crecida dur¨® un mes, la vida estuvo paralizada, por eso los escolares de Az¨²car celebran ahora con retraso la fiesta de fin de curso con entrega de insignias. En la escuela, los ni?os lucen birretes y uniformes como alumnos de Oxford, y esta ceremonia en plena selva rodeada por el cacareo de las gallinas tiene una profundidad surrealista.
Dagoberto Ca?¨®n nos presenta a Arturo Pay, un ind¨ªgena awa, de 49 a?os, que sin levantar la mirada del suelo habla de sus desgracias, de su ma¨ªz, de su yuca, de sus pl¨¢tanos arruinados por el veneno que sueltan las avionetas. Otro campesino llamado Jes¨²s explica el cultivo de la coca, que dura siete meses, y de la forma de convertirla en pasta que puede estropearse con una gota de sudor. Los intermediarios la pagaban a d¨®lar el gramo. Despu¨¦s cuenta do?a Flor que lleg¨® de profesora a la vereda de Az¨²car y perdi¨® a su marido, Segundo Vargas, hace nueve a?os en la playa donde nos embarcamos. Lo hab¨ªan involucrado, pero no hab¨ªa hecho nada. Lo desaparecieron. "Llegan los paracos y si no tienes callos en las manos ya eres guerrillero, lo disfrazan a uno y le dan plomo, as¨ª fue con mi marido. Do?a Flor dej¨® de ser profesora para vivir de la coquita con sus siete hijos, pero ahora con la fumigaci¨®n malvive vendiendo fritanguitas que prepara en casa. Los helic¨®pteros se fueron con todo".
"A veces llega la guerrilla", dice Dagoberto, "pero de ella no sufrimos violencia; si se llevan unas gallinas, las pagan; est¨¢n con nosotros, viven con nosotros, se les sirve un caf¨¦ y se van, por aqu¨ª anda la columna de Daniel Aldaba, en caso de problemas se acude a ellos, que est¨¢n en el monte, cada cuatro meses viene un cura de Llorente a decirnos misa, por aqu¨ª viven cuarenta comunidades, en total unas dos mil familias, seis personas distribuidas a lo largo del r¨ªo hasta el Ecuador, que est¨¢ a diez minutos por Tobar Donoso. Tenemos un gobierno interno con normas para convivir. No se sirve alcohol a los menores, se cumple un horario de comercio y para caso de disputa o de pelea con pu?os hay un comit¨¦ de conciliaci¨®n, y si no hay avenencia se castiga al culpable a realizar 500 viajes por esta cuesta cargado con costales de diez paladas de arena y mientras sube y baja le da tiempo a meditar. Aqu¨ª tenemos una organizaci¨®n de vigilancia. Sabemos qui¨¦nes son todos. Ustedes desde mitad de camino ya estaban vigilados. Les han dado permiso. S¨®lo queremos un acuerdo humanitario, que liberen a los que est¨¢n en las monta?as y tener un trabajo digno".
En el resguardo
de los ind¨ªgenas awas
Por la carretera que lleva a Pasto, por la que baja la mayor parte de la droga que se embarca en Tumaco, llegamos hasta El Diviso, resguardo de los ind¨ªgenas awas, despu¨¦s de viajar ciento y pico kil¨®metros, bajo un intenso aguacero, entre controles de polic¨ªa y del ej¨¦rcito, atravesando los pueblos de Juan Benigno, Espriella, Cantrapi, Llorente, Pinde y Guayacana, con sus respectivas cantinas y cementerios y gente que te ve pasar. Los ind¨ªgenas han huido de la guerrilla y de los paramilitares, y muchos se han concentrado en el resguardo del Gran S¨¢balo, cerca de Prado Verde, y a esta vereda de El Diviso han acudido despu¨¦s de d¨ªas de camino, tronchando la selva con machete, otros ind¨ªgenas de los resguardos de La Brava, el Gran Rosario, Pingullo, Sardinero y Hojal la Turbia, un territorio con 37.000 habitantes que pertenec¨ªa a la etnia awas mucho antes de que llegara Col¨®n con sus frailes y adelantados.
El 26 de agosto sucedi¨® una masacre. No se sabe qui¨¦n fue, si la guerrilla o los paramilitares, o una banda que ganaba plata con el doble servicio, legales o ilegales, pero hubo doce muertos, entre ellos un ni?o de seis meses que qued¨® con dos tiros en la cabeza. Qued¨® con los ojos abiertos mirando uno a cada lado como queriendo saber qui¨¦n era el asesino. A una mujer embarazada la partieron en dos con una motosierra, le sacaron el feto y lo botaron. A do?a Tulia, el ej¨¦rcito le mat¨® al marido, don Gonzalo, que iba con ella, no era guerrillero, pero le dieron por muerto en combate. A Yurami, apenas una adolescente, con dos hijos, le mataron a sus cuatro hermanos. A Sandra Viviana, de 21 a?os, le mataron al marido y la dejaron con dos hijos. Si les preguntas qui¨¦nes fueron, guardan silencio y se ponen a temblar cada una con su criatura en brazos.
En esta comunidad de El Diviso viven 400 desplazados, duermen hacinados con enfermedades compartidas en el pabell¨®n de la escuela con sus hijos y enseres, y esperan que el Gobierno se acuerde de ellos. En sus tierras de Telemb¨ª, en la Brava de Tortua?a y en ?amb¨ª ten¨ªan pl¨¢tanos, yuca y animales. Esta comunidad de desplazados la dirige Gabriel Bibicus, un awa muy afable, presidente de la UNIPA, que recibe al equipo de M¨¦dicos Sin Fronteras al son de la marimba con el que bailan los esp¨ªritus de la naturaleza. Son gentes sencillas, de mucha alma, que entre la guerrilla y los paramilitares han llenado de p¨¢nico. Si les hablas de venganza, responden: no podemos ser enemigos de nadie, s¨®lo queremos vivir tranquilos en nuestra tierra. En medio de la selva, un campesino awa puede encontrarse con un grupo armado. Ante cualquiera de sus preguntas se siente perdido. ?Has visto por aqu¨ª a los guerrilleros? ?Has visto por aqu¨ª a los paracos? Tampoco le sirve el silencio. De ambas partes recibir¨¢n la misma descarga de plomo. Su territorio lo necesitan la guerrilla, los colonos, los petroleros, los paramilitares, los capos de la droga. Pero ellos defienden el esp¨ªritu de sus mayores y luchan por no desaparecer.
En el barrio ciudad
Bol¨ªvar de Bogot¨¢
Una noche en casa de la escritora Laura Restrepo, ante una sopa de ajiaco, el soci¨®logo Alfredo Molano, sin duda la m¨¢xima autoridad a la hora de discernir la ra¨ªz de la violencia en Colombia, puesto que, aparte de su indudable talento literario, se ha pateado a pie y a caballo hasta el ¨²ltimo rinc¨®n de su pa¨ªs, habla del conflicto y al o¨ªrlo uno llega a la conclusi¨®n de que en este viaje de siete d¨ªas el coraz¨®n de las tinieblas s¨®lo est¨¢ capacitado para expresar lo que ha visto y o¨ªdo sin poder llegar al fondo de un problema tan complicado, mediante an¨¢lisis perentorio de un reci¨¦n llegado. Alfredo Molano ha arriesgado su pellejo y ha escrito libros imprescindibles que le han supuesto el exilio y la amenaza de muerte por los dos bandos. Le¨®n Valencia, un ex guerrillero del EFN, fundador de Justicia y Paz, dirigente del movimiento Arco Iris, hijo del Mayo franc¨¦s, de la teolog¨ªa de la liberaci¨®n y del socialismo de Allende, se fue un d¨ªa a las monta?as, cuando ten¨ªa 16 a?os, porque en Medell¨ªn comenzaron a matar l¨ªderes cristianos que estaban de parte de los pobres. Los curas empujaban a aquellos muchachos a la rebeli¨®n. En el monte los esquilmaron a tiros. Entre sus compa?eros de ELN hubo 72 muertos. Abandon¨® el monte en 1994. Hoy trabaja por la reconciliaci¨®n nacional, pero recibe amenazas todos los d¨ªas por Internet, por carta, por tel¨¦fono y por mensajes por debajo de la puerta de su despacho.
El barrio Ciudad Bol¨ªvar lo ocupan varias monta?as en el extrarradio de Bogot¨¢. En medio de una extrema situaci¨®n de subsistencia, traspasada por el miedo, la violencia y las amenazas, viven all¨ª centenares de familias de desplazados que han llegado huyendo desde cualquier esquina del pa¨ªs. Alba Marina, de 40 a?os, es una l¨ªder del barrio. Lleva una Virgen Milagrosa estampada en la camiseta. Lleg¨® aqu¨ª en 2001 desde Putumayo porque un d¨ªa llegaron los de la guerrilla y, seg¨²n dice, se llevaron a un hermano y al marido y los mataron, luego los dejaron botados en la plaza con dos ni?os de meses bajo el aguacero como si fueran marranos. "All¨ª en nuestra tierra ten¨ªamos una vaca, ayud¨¢bamos al cura y sembr¨¢bamos coca. Yo era coquera, ?por qu¨¦ lo voy a negar? Gracias a eso pagaba las vacunas". Hoy en Ciudad Bol¨ªvar recibe amenazas de los paramilitares porque, con 2.500 desplazados, baj¨® a Bogot¨¢ y tom¨® el parque Tercer Milenio en se?al de protesta por el abandono en que los tiene el Gobierno.
El hijo de la se?ora Orfilia Garc¨ªa tra¨ªa bestias para la guerrilla all¨¢ en Tulima. Ella dice: "All¨ª si a un guerrillero se le antoja acostarse contigo y te niegas, matan a tu marido por escarmiento. Yo me acost¨¦ con uno para salvar a mi hijo. Y si lo tienes como amante, tienes que quedarte o darles un hijo para la guerra, de lo contrario tienes que irte. A veces te obligan a acostarte con toda la cuadrilla". A una mujer que se neg¨® le mataron al marido con 14 tiros y lo tiraron al abismo de la quebrada. La se?ora Juzlary, de R¨ªo Blanco, no se neg¨® a acostarse con un guerrillero. "Si mi marido supiera lo que tuve que hacer para que siguiera vivo... Un d¨ªa comenz¨® a sospechar y me dijo: 'Ya s¨¦ por d¨®nde va el agua', pero se ve que lo dio por bueno que me acostara con otro hombre con tal de vivir".
En el barrio de Soacha viven algunas madres de los llamados falsos positivos. A los soldados del Ej¨¦rcito se les ofreci¨® un premio en met¨¢lico por cada guerrillero que mataban. Sucedi¨® que una cuadrilla de militares comenz¨® a arramblar j¨®venes drogadictos, mendigos, enfermos y elementos llamados desechables extra¨ªdos de los bajos fondos, los raptaban, los met¨ªan en un cami¨®n, los vest¨ªan de guerrilleros, los mataban, pasaban al cobro y luego los enterraban en una fosa com¨²n en Oca?a. Las madres de estos falsos positivos se han unido para rescatar la dignidad de sus hijos. Cuentan entre l¨¢grimas historias pat¨¦ticas que encogen el coraz¨®n. Adolescentes sacados de la cama con una promesa de trabajo, un disminuido mental raptado en plena calle, otros buscados entre los tugurios de lata y cart¨®n. Dice Maria Julilerma: "Mi hijo Jaine Esteven, de 16 a?os, trabajaba en una buseta. Se fue a las once, no apareci¨® a las seis de la tarde ni a las nueve. Un d¨ªa me llam¨® desde Oca?a. Estoy bien, mam¨¢. Lo mataron. ?D¨®nde estar¨¢ enterrado mi pobre chivito?". Estas madres reciben cada d¨ªa amenazas de los paramilitares. Los ?guilas Negras les mandan avisos escritos con letras may¨²sculas: "A veces es mejor el silencio en caso de una desaparici¨®n, algo que ustedes no han podido entender de una buena vez por todas, t¨² eres la siguiente v¨ªctima, es mejor que calles todo lo que se ha dicho, t¨² ya sabes que estamos cerca de ti, as¨ª t¨² no entiendas y quieras jugar con nosotros. No es una amenaza, sino una advertencia. El pajarito vuelve al nido solo".
Al final del viaje, uno devuelve el chaleco de M¨¦dicos Sin Fronteras, se quita las botas de agua que han pisado pantanos malolientes, calles llenas de miseria, chabolas de lata, veredas perdidas en la selva, y s¨®lo recuerda el hero¨ªsmo, el abandono, el dolor, el miedo y la resistencia de unos seres desplazados, que sufren el destierro en su propio pa¨ªs, pero que no han dejado de luchar hasta la extenuaci¨®n por la propia dignidad contra un destino aciago.?
Testigo del horror. ?ste es el s¨¦ptimo reportaje de la serie con la que 'El Pa¨ªs Semanal' y M¨¦dicos Sin Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Precedieron a Manuel Vicent Mario Vargas Llosa, Sergio Ram¨ªrez, Laura Restrepo, Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, John Carlin y Laura Esquivel.
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