La vida entre los piratas
El mundo de los libros copiados mueve en Per¨² m¨¢s dinero que el de los legales. Hay afici¨®n a la lectura y los precios en las librer¨ªas son caros para el pa¨ªs. Al final, los autores desean ser pirateados. Es la prueba del ¨¦xito
Los libros nuevos en Per¨² -me refiero a los libros nuevos editados legalmente- suelen llevar una pegatina que dice COMPRE ORIGINAL, una de las peque?as maneras que tiene la industria editorial de reaccionar ante la amenaza de los piratas. Sin embargo, la verdad es que, en Per¨², que a uno lo pirateen es el equivalente a estar en una lista de best sellers. Un escritor conocido m¨ªo acaba todas sus lecturas p¨²blicas instando a los asistentes a "comprar mi libro antes de que lo pirateen". Cuando le pregunt¨¦ por qu¨¦, confes¨® que, en realidad, todav¨ªa no le hab¨ªan pirateado nunca, pero esperaba que pronto empezaran a hacerlo. El premiado novelista Alonso Cueto me cont¨® una vez que el hombre que vende novelas pirateadas en su barrio le suministra, sin que ¨¦l se lo pida, informes de ventas. Al principio le indignaba, pero ahora ha aprendido a tolerarlo. Menos tolerable es que ese mismo vendedor se sienta autorizado a ofrecer al escritor consejos sobre posibles temas que podr¨ªan tener m¨¢s ¨¦xito comercial.
Mi primera novela costaba el equivalente de 13,25 euros, el 20% de un salario semanal
"Jonathon: la verdad es que deber¨ªa darme ese libro gratis. Lo he escrito yo. Tard¨¦ tres a?os"
Aunque la pirater¨ªa editorial existe en toda Latinoam¨¦rica, como en todos los pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo, cualquier editor con experiencia internacional en la regi¨®n sabe que el problema de Per¨² es particular y profundo. Seg¨²n la Alianza Internacional de la Propiedad Intelectual, el sector editorial peruano pierde m¨¢s dinero a causa de la pirater¨ªa que ning¨²n otro pa¨ªs suramericano con la excepci¨®n de Brasil, cuya econom¨ªa sobrepasa en m¨¢s de ocho veces a la de Per¨². Un informe elaborado en 2005 a instancias de la C¨¢mara Peruana del Libro (CPL), un consorcio nacional de editoriales, distribuidoras y libreros, lleg¨® a conclusiones todav¨ªa m¨¢s alarmantes: los piratas daban trabajo a m¨¢s gente que las editoriales y las librer¨ªas legales, y su impacto econ¨®mico total ascend¨ªa a unos 52 millones de d¨®lares, aproximadamente el 100% de los ingresos totales del sector legal.
Los piratas act¨²an a la luz del d¨ªa: los vendedores recorren las calles de la capital cargando pesados montones de libros que venden entre los veh¨ªculos detenidos, o extienden en la acera una lona azul plastificada en la que colocan sus art¨ªculos con la esperanza de que todos los vean. Se les encuentra delante de los institutos y los edificios oficiales, y en los pasillos de los mercados en los que casi todos los lime?os hacen sus compras. Un s¨¢bado, me encontr¨¦ con un hombre que vend¨ªa manuales de Derecho pirateados (unos ejemplares encuadernados en tela y tan bien hechos que me cost¨® creer que eran falsos) y que me cont¨® que, entre semana, alquilaba un puesto en una universidad local, dentro de la Facultad de Derecho, donde se supone que los futuros abogados de Per¨² est¨¢n aprendiendo lo que hay que saber sobre leyes de derechos de autor, propiedad intelectual y otros conceptos absurdos e irrelevantes.
Los fines de semana de verano, estos vendedores recorren las playas al sur de la ciudad o se congregan en los peajes de salida de la autopista.
Y luego est¨¢n los piratas propiamente dichos, los que fabrican esos libros, equipados con unas imprentas viejas y muy trabajadas, ocultas en casas an¨®nimas de los barrios bajos. Las empresas m¨¢s grandes pueden sacar unos 40.000 vol¨²menes a la semana, y, gracias a que tienen mejores redes de distribuci¨®n, los piratas pueden llegar a vender el triple de ejemplares de un libro que los editores autorizados. En el caso de un best seller, la cifra puede ser incluso mayor.
La edici¨®n peruana autorizada de mi ¨²ltimo libro de relatos se public¨® a finales de julio del a?o pasado, con su pegatina azul de COMPRE ORIGINAL en la esquina superior derecha. Hice entrevistas y varias lecturas p¨²blicas; lleg¨® y se fue la feria del libro, con su alboroto correspondiente; de pronto, est¨¢bamos en agosto, y todav¨ªa no me hab¨ªan pirateado. Empec¨¦ a ponerme nervioso. Una preocupaci¨®n que ten¨ªa mucho de vanidad, por supuesto, pero en esto de publicar la vanidad cuenta mucho, as¨ª que ?por qu¨¦ iba a ser este caso diferente? No pude evitarlo.
Entonces, la ma?ana del 14 de agosto, mi ¨²ltimo d¨ªa en Lima, me llam¨® mi editor para darme buenas noticias. Hab¨ªa visto el libro en venta en San Isidro, en la esquina de Arambur¨² y V¨ªa Expresa. Cuando me llam¨®, yo estaba en el centro, y a todos los vendedores que encontr¨¦ -cinco o seis entre media ma?ana y la hora de comer- les hice la pregunta.
Nadie lo ten¨ªa.
Pero todos pod¨ªan conseguirlo.
Para ma?ana, me promet¨ªan.
Mi primera colecci¨®n de relatos, que yo sepa, nunca ha sido pirateada, lo cual me decepciona un poco. En 2007, al llegar mi primera novela a las librer¨ªas, se puso a la venta por unos 50 soles, el equivalente a 18 d¨®lares (13,25 euros). Casi el mismo precio que pod¨ªa tener en una librer¨ªa de Estados Unidos, con una diferencia fundamental: en Per¨², esa cifra representa aproximadamente el 20% del salario semanal de un trabajador medio. La verdad es que me dio verg¨¹enza el precio: ?c¨®mo pod¨ªa esperar, en conciencia, que mis amigos y familiares pagaran tanto dinero por un libro? Salvo las clases medias y altas, muy poco numerosas, ?qui¨¦n puede disponer de ese dinero? Mi nuevo libro se vend¨ªa por un poco menos -alrededor de 35 soles-, pero segu¨ªa estando fuera del alcance de la mayor¨ªa de los peruanos.
A media tarde volv¨ª a San Isidro, a la intersecci¨®n de Arambur¨² y V¨ªa Expresa. No tard¨¦ en ver al primer vendedor pirata. Le pregunt¨¦. Se encogi¨® de hombros. Nada.
Pero habr¨ªa otro. Lo sab¨ªa. Sab¨ªa que seguramente ten¨ªan un pacto entre caballeros para no quitarse unos a otros los clientes; uno se queda con V¨ªa Expresa hacia el norte y el otro con Arambur¨² hacia el oeste. Quiz¨¢s incluso trabajaban para el mismo distribuidor.
Le vi de lejos y reconoc¨ª la cubierta posterior blanca de mi libro. Esper¨¦ a que me dejara pasar el guardia y, mientras tanto, observ¨¦ al vendedor mientras recorr¨ªa la fila de coches parados. Ten¨ªa los libros colgando de un alambre en cuatro filas de tres, con las portadas hacia afuera. Llevaba dos alambres, uno en cada brazo, y una mochila atada a un poste, que no dejaba de vigilar. En cuanto pude, cruc¨¦ la calle y le llam¨¦ mientras se?alaba mi libro.
"?Cu¨¢nto?", grit¨¦.
Me mir¨® sorprendido; probablemente no estaba acostumbrado a vender a peatones.
"Doce soles", dijo.
"Diez".
"No sea codicioso. Es nuevo. Me ha llegado hoy".
"Ya s¨¦ que es nuevo", dije. "Lo escrib¨ª yo".
Me mir¨® como si estuviera loco. Est¨¢bamos en la mediana, muy estrecha, con el tr¨¢fico de la tarde pasando velozmente a nuestro lado. Dej¨® los libros en el suelo, los alambres apoyados contra la pierna. Saqu¨¦ mi cartera y le mostr¨¦ mi carn¨¦ de identidad. ?l lo agarr¨® e inspeccion¨® mi nombre y mi foto, moviendo los ojos entre el carn¨¦, el libro y mi rostro.
"?C¨®mo se llama?", pregunt¨¦.
"Jonathon", respondi¨®.
"Jonathon: la verdad es que deber¨ªa darme mi libro gratis".
Mostr¨® una sonrisa nerviosa. Vi que la mera idea le preocupaba. Era bajo, de piel oscura y joven. El cabello negro le ca¨ªa sobre los ojos y los vaqueros le estaban demasiado grandes. Se columpi¨® de una pierna a otra.
"?Sabe cu¨¢nto tard¨¦ en escribir ese libro?"
"No", respondi¨®.
"Tres a?os".
No dijo nada.
"?Cu¨¢ntos ha vendido?".
Jonathon me mir¨® con aire confuso, como tratando de adivinar qu¨¦ respuesta era la que me iba a agradar m¨¢s. "La gente pregunta por ¨¦l", dijo por fin, "pero no lo compra".
Sac¨® el libro y me dej¨® cogerlo. La imagen de la cubierta, por la que mi editor y yo hab¨ªamos discutido durante d¨ªas, era la misma, pero ten¨ªa algo raro, un ligero tinte verdoso. El tama?o del papel era distinto, por lo que el libro era m¨¢s corto de altura, m¨¢s ancho y m¨¢s fino. Menos sustancial. Me molest¨®.
"Me est¨¢ robando", dije.
Era m¨¢s una queja que una acusaci¨®n.
Para mi sorpresa, Jonathon asinti¨®. "Ya lo s¨¦". Casi no se o¨ªa su voz por encima del ruido de la calle. "Pero yo soy peque?o".
No s¨¦ por qu¨¦, me pareci¨® una confesi¨®n aplastante. Me sent¨ª fatal. Y me pareci¨® que Jonathon tambi¨¦n. Dej¨® caer los hombros. Segu¨ªa con los libros apoyados en la pierna.
Saqu¨¦ mi dinero, un billete de diez.
?l sonri¨®.
Como es natural, puesto que est¨¢bamos en Per¨², lo primero que hizo fue comprobar si el billete era falso.
Daniel Alarc¨®n es escritor peruano. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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