La muerte
Mientras los criterios que rigen el mundo empresarial sean los que son, va a seguir siendo imprescindible tener canales estatales de televisi¨®n. Gracias a que existen, un escritor como Miguel Delibes se puede morir tranquilo. Mientras el resto de parrillas televisivas exprimen sin inmutarse sus inversiones econ¨®micas hasta convertirlas en inter¨¦s general, ya sea la f¨®rmula 1, la vida privada de una pobre chica o un concurso de telerrealidad, la cadena p¨²blica se encarga de ofrecernos el recordatorio cabal de un hombre de talento que nos deja. Y no hay tantos.
Los mismos vallisoletanos que le chafaban el paseo tranquilo de cada d¨ªa a Delibes con sus saludos cari?osos se han volcado en despedir a quien consideraban uno de los mayores orgullos de la tierra. La literatura tiene estas cosas: en apariencia resulta el asunto menos importante y prescindible del mundo, y a la larga es el mayor tesoro de un pueblo. Y si no que le pregunten a los manchegos lo que ser¨ªa su paisaje sin Quijote y Sancho. En una tard¨ªa entrevista que reemiti¨® La 1, me sorprendi¨® la admiraci¨®n con la que Delibes recordaba a Lola Herrera o al Paco Rabal que le compr¨® el traje remendado a un tonto de pueblo para poner en pie su enorme creaci¨®n del Azar¨ªas de Los santos inocentes. M¨¢s all¨¢ de toda terapia de ego intr¨ªnseca a las adaptaciones literarias al cine, Miguel Delibes agradec¨ªa los lectores que le llovieron entre los m¨¢s de dos millones de espectadores que vieron en salas de cine la pel¨ªcula de Mario Camus o en nuestra ni?ez La guerra de pap¨¢ de Mercero, con aquel Lolo Garc¨ªa pre-Macaulay Culkin.
La cadena p¨²blica reemiti¨® esa joya del cine que es Los santos inocentes en una copia tan depauperada que resultaba igual de chocante que ir al Museo del Prado y encontrarte Las meninas hechas jirones. As¨ª nos va. Nuestros j¨®venes actores se miran al espejo de Brando, Pacino o De Niro, pero permanecen ajenos al prodigio de interpretaciones que en la adaptaci¨®n de la novela de Delibes nos dejaron Paco Rabal, Alfredo Landa, Agust¨ªn Gonz¨¢lez, Juan Diego o la inabarcable Terele P¨¢vez. Menos mal que existe la muerte, porque si no jam¨¢s se nos permitir¨ªa expresar cierto orgullo por los nuestros.
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