N¨¢ufragos en puerto
Todo se mueve. Los crujidos constantes parecen ladridos que avisan del peligro. A los pocos minutos, las manos se agarrotan por el esfuerzo de aferrarse a cables oxidados. El visitante debe relajarse. Siete metros m¨¢s abajo le espera un ba?o de brea, gas¨®leo y agua marina si no lo consigue. Un salto m¨¢s y consigue aterrizar en la ¨²ltima cubierta. Ha llegado al G¨¦minis. Est¨¢ en otro mundo, remoto pero incre¨ªblemente pr¨®ximo. El d¨ªa se presenta tozudamente nublado. La historia que sigue parece irreal, pero, aunque escondida, ha formado parte del paisaje habitual del puerto de La Luz, en Las Palmas de Gran Canaria, los ¨²ltimos cuatro a?os.
Anclado en tercera l¨ªnea en el muelle m¨¢s remoto, el G¨¦minis es un decr¨¦pito barco pesquero convertido por los a?os en poco m¨¢s que un amasijo flotante de hierros oxidados. Es el hogar de M¨¢ximo, un ucranio de 26 a?os que lleva los ¨²ltimos siete malviviendo, varado en tierra de nadie.
Miles de personas quedaron ancladas en Argentina, Per¨², Uruguay y, sobre todo, Las Palmas
Con el tiempo, su ¨²nica esperanza fue aferrarse al ¨²nico valor conocido: la masa de hierro oxidado que les rodeaba
"No pod¨ªa volver a casa sin dinero. Pens¨¦ que qued¨¢ndome aqu¨ª pod¨ªa encontrar la salvaci¨®n cambiando mi vida"
"So?aba con ser Robinson Crusoe, y aqu¨ª estoy abandonado. Hay que tener cuidado con lo que se sue?a"
"Antes est¨¢bamos mejor. ?M¨ªreme, tengo que vivir en un barco abandonado en Espa?a para poder mantener a mi familia!"
Se dirige a la destartalada cocina del barco y busca un par de tazas viejas en unos cajones. Con los movimientos reflejos de quien ha repetido el gesto en innumerables ocasiones, coloca una abollada cazuela en un hornillo para preparar el en¨¦simo t¨¦ del d¨ªa. M¨¢ximo se ha acostumbrado a las m¨ªnimas condiciones de disfrute que le impone su peculiar vivienda y se mueve con soltura en el laberinto de escaleras, pasillos y huecos de camarotes mal iluminados. Siete a?os no pasan en balde, y M¨¢ximo se ha convertido ya en parte del paisaje. Cuando recuerda a su familia, su mirada se pierde ante el sentimiento de verg¨¹enza que le produce la idea de que se enteren de su situaci¨®n. Su orgullo y dignidad son su fuerza, pero tambi¨¦n una dificultad a?adida a la posibilidad de una nueva vida: "Cuando llamo a mi familia, tengo que decir que vivo bien. Si supieran que vivo en medio de la chatarra, en barcos abandonados, con cucarachas, ratas y sin luz seguramente lo vender¨ªan todo para venir a buscarme".
M¨¢ximo no est¨¢ solo. Nadie puede estarlo en el muelle Reina Sof¨ªa, el m¨¢s alejado del puerto principal y donde s¨®lo se alojan barcos desahuciados. No es frecuente que la polic¨ªa lo visite y, adem¨¢s, lo inaccesible de algunos barcos contribuye a crear la sensaci¨®n de estar en un mundo aparte, donde las reglas las ponen sus habitantes. En este ap¨¦ndice olvidado del puerto de La Luz, alrededor de 60 almas comparten la misma situaci¨®n que M¨¢ximo. En el G¨¦minis viven ocho. Pasan juntos gran parte del d¨ªa, as¨ª que han ido reinventando su convivencia con el ingenio de quienes se saben solos en el mundo. En los muchos ratos muertos, Max y sus compa?eros organizan campeonatos de ajedrez que viven con gran intensidad. Sorprende la capacidad de concentraci¨®n de estos hombres en una atm¨®sfera cargada, donde el chirriar del metal, el agobiante calor y la eterna oscilaci¨®n del barco pueden resultar desesperantes.
Parecen haberse organizado, en lo que a ocio se refiere, de forma semejante a los presos de una c¨¢rcel. Formalmente son ciudadanos libres, pero cuando hablan de sus situaciones personales, sus miradas recuerdan a la de un convicto.
Lo que parece ser a simple vista un mont¨®n de chatarra tirada por la oxidada cubierta del barco, se transforma en instantes en un gimnasio donde las pesas son eslabones de cadena de ancla, y una vieja escalera de emergencia se convierte en improvisada espaldera.
"No somos inmigrantes. Yo ten¨ªa un buen trabajo. Llevo en el mar desde los 18 a?os", dice M¨¢ximo mientras enciende un cigarrillo con la colilla de otro. "Cuando recalamos aqu¨ª, nos abandon¨® el capit¨¢n. Cre¨ªamos que la ¨²nica forma de hacer presi¨®n era qued¨¢ndonos en el barco, esperando que alg¨²n d¨ªa llegara alguien a indemnizarnos, a pagarnos los sueldos atrasados para volver a casa".
Testimonios como ¨¦ste se repiten una y otra vez en los puertos de medio mundo. Hablan de la situaci¨®n de miles de hombres y mujeres que trabajaban en la flota pesquera de la antigua URSS. Con el desplome del aparato estatal que supuso la ca¨ªda del r¨¦gimen comunista, este enorme sector industrial entr¨® en un largo proceso de privatizaci¨®n con una carencia absoluta de rigor financiero que a menudo termin¨® en cierres sin atender ninguna demanda.
Y miles de personas fueron quedando abandonadas en puertos de Argentina, Uruguay, Per¨² y otros muchos destinos. La mayor concentraci¨®n de hombres y barcos anclados en la ruina tuvo lugar en Las Palmas de Gran Canaria, donde llegaron a reunirse m¨¢s de 20 naves y cientos de marineros.
Poco antes del desastre financiero, muchos patrones y oficiales aprovecharon las escalas t¨¦cnicas para, literalmente, abandonar el barco dejando enormes deudas en concepto de reparaciones y tasas de atraque. Y ah¨ª se quedaron, casi como n¨¢ufragos, los miembros de las tripulaciones; sin trabajo y sin que nadie pudiera responder de sus sueldos atrasados. Empresas, directivos, capitanes y el nuevo Gobierno ucranio se desentendieron o ignoraron el problema, creando una situaci¨®n sin precedentes. Con el tiempo, la sola esperanza de los marineros fue aferrarse al ¨²nico valor conocido: el de la masa de hierro oxidado. Los barcos agonizantes son su exclusiva garant¨ªa de cobrar algo de lo que les deben; si no permanecen en ellos, pierden el derecho a reclamar su paga.
Algunos optaron por volver a casa sin dinero, pero para muchos volver a la Ucrania, Rusia o Georgia de los 30 grados bajo cero sin medios de subsistencia ya no era una salida. "No me pod¨ªa volver a casa sin dinero. Pens¨¦ que qued¨¢ndome aqu¨ª pod¨ªa encontrar la salvaci¨®n cambiando mi vida", explica M¨¢ximo. En su d¨ªa, la Delegaci¨®n del Gobierno les ofreci¨® pagar los gastos del viaje de repatriaci¨®n. Los que decidieron quedarse en los barcos han contado con la entrega desinteresada, aunque escasa, de recursos de Stella Maris, una ONG que hace lo imposible por paliar las carencias de estos hombres. Sabiendo que tanto volver como quedarse son opciones de miseria, muchos mantienen la esperanza de forjar una nueva vida en las islas Canarias.
Otros, como M¨¢ximo, unen sus esfuerzos en un proyecto imposible a los ojos de cualquier observador externo. Su sue?o siempre ha sido reparar el Zaidan, un antiguo barco pesquero que todav¨ªa conserva su motor, aunque ha sufrido los mordiscos de la corrosi¨®n y el pillaje durante m¨¢s de nueve a?os.
El objetivo es simple: poner en marcha un barco desahuciado, navegar ida y vuelta hasta los caladeros de ?frica y conseguir llenar sus bodegas de sardinas en cantidad suficiente para reflotar sus vidas.
Con el tiempo, Max ha logrado establecerse con cierto ¨¦xito en el puerto. En el muelle trabaja de traductor y gestor para su nuevo jefe, un armador liban¨¦s. Joven, atractivo y con un castellano fluido que agradece a su ex novia canaria, es el prototipo del buscavidas.
En otro camarote, David parece observar im¨¢genes en el aire cuando habla. Su voz enorme evoca sabidur¨ªa con matices de ilusi¨®n y desencanto. David es un so?ador que no est¨¢ en su mundo. ?l no es marinero.
Su anterior vida de aventurero y emprendedor se fundi¨® irremediablemente con el puerto de La Luz. David lleg¨® a Las Palmas como hombre de negocios decidido a comprar y reflotar un barco en buen estado antes de que el tiempo y la sal dieran cuenta de ¨¦l. Una supuesta estafa, un error de c¨¢lculo o una combinaci¨®n de ambos le dejaron en la ruina. "Siempre so?¨¦ con ser como Robinson Crusoe, y f¨ªjese: aqu¨ª estoy abandonado en una isla, igual que ¨¦l. Hay que tener cuidado con lo que se sue?a". Como ¨²ltima reminiscencia de un pasado glorioso, David conserva un Mercedes ahora destartalado pero que, al igual que su due?o, mantiene intacta su dignidad.
esta y otras historias han sido recogidas en el documental Anclados, rodado en los ¨²ltimos cuatro a?os en Canarias y que se estrena en cines el pr¨®ximo 26 de marzo.
Cerca del Zaidan se encuentra el Shkval, un barco factor¨ªa de 50 metros de eslora, donde vive Valieri. Tiene 52 a?os, pero parece mucho mayor. Aquejado en un hombro de un principio de artrosis aguda, juega torpemente con su pastor alem¨¢n, que encontr¨® abandonado en el puerto: "Del hombre no te puedes fiar. Pero del perro s¨ª. Me protege, me hace compa?¨ªa y gracias a ¨¦l y a los gatos puedo dormir sin ladrones ni ratas".
Valieri lleva seis a?os a bordo del Shkval, cobra 200 euros al mes a cambio de vigilar el barco. El dinero le llega en efectivo de la mano de un representante del propietario, al que dice no haber visto nunca.
La vigilancia es imprescindible en el muelle Reina Sof¨ªa. Su trabajo principal consiste en paliar el continuo saqueo de las naves. Cuando la necesidad aprieta, los marineros sin trabajo suben a escondidas para robar cables de cobre, instrumentos de navegaci¨®n averiados y hasta los timones, que intentan vender en los bares de la zona.
Valieri tiene mujer y dos hijas viviendo en Crimea. No las ha visto en los ¨²ltimos siete a?os. Se pregunta si tambi¨¦n ellas habr¨¢n cambiado tanto como su pa¨ªs. Valieri culpa a los pol¨ªticos: "Que se sepa de una vez por todas. Las ancianas en mi pa¨ªs piden limosnas, los ni?os de cinco y seis a?os se drogan oliendo pegamento y viven en los s¨®tanos como vagabundos, rebuscando entre las basuras. Da miedo regresar".
Valieri consume las horas sentado en un butac¨®n sin patas en la cubierta del barco. Viejas banderas de se?ales n¨¢uticas sirven de techo. Junto a im¨¢genes acartonadas de veleros surcando los mares de Polinesia, en las desconchadas paredes cuelgan dibujos sat¨ªricos de los dirigentes pol¨ªticos de Ucrania.
Y as¨ª se le va pasando la vida. Alterna su empleo en el barco con lo que le vaya surgiendo en el puerto: pintor de brocha gorda, mec¨¢nico, electricista Nunca faltan apa?os, ya que en el puerto se sabe que "los rusos hacen de todo y mucho m¨¢s barato". Valieri alberga la esperanza de que el barco se venda pronto para desguace. Entonces cobrar¨¢ algo del dinero que le deben y podr¨¢, a pesar de todo, volver a su pa¨ªs. "Antes de la revoluci¨®n naranja nunca nos sentimos ucranios o georgianos o rusos. Somos todos eslavos", dice Valieri mirando con desd¨¦n las caricaturas de los pol¨ªticos. "Son ellos los que han infundido este nacionalismo y estas diferencias. ?Ellos vendieron toda nuestra flota! Y a nosotros, los marineros, nos abandonaron".
Una vez a la semana, Valieri, ataviado con un viejo sombrero de vaquero, camina los 10 kil¨®metros que separan su barco de un locutorio en el barrio portuario de La Isleta. Desde all¨ª llama a su familia y les env¨ªa dinero. "Si cree que aqu¨ª nuestra vida es miserable, tendr¨ªa que ver c¨®mo vivimos en nuestro pa¨ªs; en este muelle por lo menos hay luz, trabajo y un techo.
Entre ecos met¨¢licos se escucha una radio con canciones folcl¨®ricas rusas. Proviene de uno de los camarotes donde vive Jana, una de las pocas mujeres que optaron por quedarse. Lee emocionada una carta de su familia, felicit¨¢ndola por su cumplea?os. Hace cinco que no los ve. Entre l¨¢grimas, cocina blinis sobre una estufa improvisada. "?Claro que no es f¨¢cil vivir as¨ª! Esto no es una casa ni un apartamento. Pero vivir, se vive. ?Por suerte nos abandonaron en Las Palmas! ?Se imagina que esto nos hubiera ocurrido en Guinea Bissau?".
Jana vive con Sergu¨¦i, su novio de Letonia al que conoci¨® en Canarias. Comparten camarote y gastos. Junto a otros marineros componen una hermandad en la que cuidan, vigilan sus pertenencias y consiguen alimento. Durante la semana trabaja de cocinera en un restaurante de la ciudad y limpia casas. Manifiesta su intenci¨®n de aguantar as¨ª un a?o m¨¢s. Si no llega la so?ada indemnizaci¨®n, se volver¨¢ a Crimea, donde le esperan sus dos hijas, su madre y su nieta. De momento, con lo que gana puede ayudar a mantenerlas. "?ste no es lugar para una mujer. Sin embargo, es mejor que quedarse en Ucrania, donde tenemos un sueldo medio de 60 d¨®lares al mes. ?Se puede vivir con ese dinero?".
Los camarotes son cajas de metal de seis metros cuadrados; para llegar a ellos hay que bajar hasta las tripas del monstruo flotante por unas escaleras con querencia vertical. Est¨¢ tan oscuro que los habitantes del barco tienen que hacer uso de la luz de un tel¨¦fono m¨®vil para avanzar. La pared del camarote de Jana est¨¢ cubierta con fotos de su madre, sus hijas y su casa. Cartas, calendarios y relojes de pared comparten un espacio m¨ªnimo y marcan el paso del tiempo.
Jana, tambi¨¦n de Crimea, a?ora los buenos tiempos del antiguo r¨¦gimen de la URSS. Es sorprendente c¨®mo en este foco de calamidades se recuerdan tiempos pasados como infinitamente mejores. "?Por supuesto que viv¨ªamos mejor! En primer lugar, todos ten¨ªamos trabajo, trabaj¨¢bamos en empresas del Estado. Ten¨ªamos estabilidad. Ahora no. M¨ªreme. ?Tengo que vivir en un barco abandonado en Espa?a para poder mantener a mi familia en Ucrania!".
Unos metros m¨¢s abajo se afana Volodya, el cocinero del barco. Volodya es delgado y cantar¨ªn. Tiene 68 a?os y destila una elegancia entra?able. Parece no pisar el suelo cuando se mueve por su coto privado, la gran cocina del barco, que mantiene impoluta como una isla virgen en un mar de ¨®xido. Adem¨¢s, su gorro y delantal est¨¢n reci¨¦n planchados.
Volodya prueba la sopa y hace un gesto de aprobaci¨®n. La cena est¨¢ servida.
Volodya, Valieri y el resto de sus compa?eros est¨¢n una vez m¨¢s sentados a la mesa del viejo comedor. Repiten por en¨¦sima vez su ritual de grupo antes de servirse la comida. Como si se tratara de la primera ocasi¨®n, levantan sus vasos mientras brindan por el futuro. "En el barco somos de nuevo una gran familia", dice Valieri contento. "Aqu¨ª convivimos personas del B¨¢ltico, rusos y ucranios. Vivimos como antes. Comemos del mismo plato, bebemos de los mismos vasos, tomamos los mismos alimentos. Aqu¨ª no hay conflictos entre nosotros".
Ahora, en el muelle Reina Sof¨ªa ya no queda tanto que ver. El proceso de desaparici¨®n de barcos fantasma parece estar aceler¨¢ndose. Ya no se acumulan los barcos chatarra amarrados en tres filas; van siendo sustituidos por naves que funcionan.
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