La Habana de un Infante en nada difunto
Tras leer 'Cuerpos divinos', obra p¨®stuma de su amigo Guillermo Cabrera Infante, el escritor Juan Goytisolo recuerda las vivencias de los primeros a?os en La Habana castrista. Y lo cuenta en este art¨ªculo para EL PA?S
En 1960 recib¨ª en Par¨ªs dos visitas, primero la de Carlos Franqui, director del diario Revoluci¨®n, ¨®rgano oficial del Movimiento del 26 de Julio, y luego la de Guillermo Cabrera Infante, responsable de Lunes, su excelente magac¨ªn literario, que, de regreso de un viaje a la URSS, no parec¨ªa muy encantado por cuanto hab¨ªa visto y o¨ªdo. Ambos me propusieron una invitaci¨®n a Cuba, con cuya Revoluci¨®n me identificaba con entusiasmo. El viaje se demor¨® un a?o y, a mi llegada a La Habana a primeros de diciembre de 1961, me encontr¨¦ con la sorpresa de que el magac¨ªn de Guillermo hab¨ªa sido clausurado. Junto a la pol¨¦mica suscitada por la prohibici¨®n del documental P.M de su hermano Sab¨¢ y el fot¨®grafo Orlando Jim¨¦nez Leal y la hist¨®rica reuni¨®n de los escritores y artistas cubanos en la Biblioteca Nacional, en la que Fidel Castro expuso su concepci¨®n de la nueva literatura revolucionaria, hab¨ªan sucedido episodios inquietantes; la famosa redada de las Tres Pes (prostitutas, proxenetas y pederastas o "p¨¢jaros") de la que fue v¨ªctima Virgilio Pi?era, y la infiltraci¨®n del Consejo Nacional de Cultura y otros organismos oficiales por miembros del viejo aparato del PC, episodios de los que no tard¨¦ en enterarme por Franqui, Guillermo y el cineasta N¨¦stor Almendros. Pero nada de eso mengu¨® mi fervor por una Revoluci¨®n apoyada entonces por la inmensa mayor¨ªa de los cubanos. Fruto de ello fue el reportaje Pueblo en marcha publicado primero en la isla y luego en Par¨ªs por la Librer¨ªa Espa?ola de Antonio Soriano y cuyo valor m¨¢s seguro es sin duda la reproducci¨®n fon¨¦tica de la sabrosa habla popular cubana.
La Habana en 1961 segu¨ªa siendo en apariencia la retratada magistralmente en 'Cuerpos divinos'
Nos fascinaba la espontaneidad de una religiosidad popular a mil leguas de la desaborida y hueca liturgia cat¨®lica
La tensi¨®n provocada por la confrontaci¨®n entre EE UU y la URSS me indujo a vestir una noche el uniforme verde olivo
No hay escritor m¨¢s cubano que Cabrera Infante. La Habana y Guillermo son ya indisociables
El segundo viaje fue motivado por la crisis de los cohetes y la confrontaci¨®n Kennedy-Kruschev que estuvo a punto de provocar una tercera y mort¨ªfera guerra mundial. Con id¨¦ntico entusiasmo al de Guillermo, cuando a fines de 1958 quiso unirse a la guerrilla de Sierra Maestra, me embarqu¨¦ en el primer avi¨®n rompebloqueo -?v¨ªa Praga e Islandia!- con el prop¨®sito de entrevistar a Fidel Castro para el semanario franc¨¦s L'Express, cuyo jefe de redacci¨®n era mi amigo Jean Daniel (entrevista que no pudo realizarse por un obst¨¢culo tan imprevisible como rid¨ªculo, mi alergia mortal al vinagre; en una granja experimental a la que me condujo Franqui, el L¨ªder M¨¢ximo me llev¨® amistosamente del brazo a la cava en la que aqu¨¦l fermentaba y tuve que huir por pies, medio asfixiado por el ¨¢cido ac¨¦tico de la atroz caverna, y el Comandante lo tom¨® como un desaire a su grandiosa labor de ingenier¨ªa agr¨ªcola).
De la infiltraci¨®n por la URSS de todo el aparato revolucionario cubano tuve una prueba concreta poco antes de esta segunda visita. La recepcionista de la embajada en Par¨ªs, seg¨²n me confi¨® Martha Frayde, a la saz¨®n representante de Cuba en la Unesco, era nada menos que Caridad Mercader, madre de Ram¨®n, el asesino de Trotsky, y en previsi¨®n al esc¨¢ndalo de su probable descubrimiento por la prensa francesa, me rog¨® que informara del hecho al ministro de Asuntos Exteriores Ra¨²l Roa, cosa que hice nada m¨¢s aterrizar en la isla. Manifiestamente, Roa no estaba al corriente de ello y Caridad Mercader regres¨® discretamente a Cuba.
La tensi¨®n provocada por la confrontaci¨®n americano-sovi¨¦tica y la retirada posterior de los misiles ("Nikita, mariquita, lo que se da no se quita", coreaba la gente), tensi¨®n palpable pese a la dulzura del oto?o habanero, me indujo impulsivamente a vestir durante una noche el uniforme verde olivo e ir de guardia con mis colegas Lisandro Otero, Edmundo Desnoes y Ambrosio Fornet a la base militar cercana a Rancho Boyeros, en donde supuestamente se almacenaban las ojivas nucleares sovi¨¦ticas. Pero las cosas ya no eran tan claras para m¨ª como en el a?o anterior: Guillermo estaba en Bruselas como agregado cultural; Franqui y su peri¨®dico soportaban una creciente marginaci¨®n y, aun en la intimidad, Carlos se expresaba con cautela; N¨¦stor Almendros viv¨ªa un segundo exilio en Par¨ªs, en donde le procur¨¦ clases de espa?ol para subsistir antes de que fuera descubierto por cineastas de la talla de Truffaut, Rohmer y Barbet Schroeder; y mis amigos -Walterio Carbonell, Calvert Casey, Virgilio Pi?era... -permanec¨ªan en el limbo de un exilio interior, antes de ser barridos por el vendaval de la historia.
Aquellas semanas inolvidables frecuent¨¦ sobre todo a Tit¨®n, es decir, Tom¨¢s Guti¨¦rrez Alea, viejo militante con Guillermo de la causa antibatistiana, para quien escrib¨ª un relato titulado Pausa en oto?o, con miras a convertirlo en el gui¨®n de una pel¨ªcula que ¨¦l dirigir¨ªa. La melancol¨ªa del texto, ambientado en esos d¨ªas cargados de amenazas, carec¨ªa de contenido pol¨ªtico y no gust¨® al ICAIC (Instituto Cubano de Artes e Industrias Cinematogr¨¢ficas), pese a que su presidente, Alfredo Guevara, echaba entonces un pulso con la vieja guardia del PC de Blas Roca a prop¨®sito de la proyecci¨®n de Accattone y La dolce vita (pero contaba, me dijo cuando fui a visitarle, con la protecci¨®n, jam¨¢s desmentida, de Ra¨²l Castro).
Evoco todo esto para explicar la fuerte impresi¨®n de la lectura de Cuerpos divinos en mis recuerdos de hace medio siglo. Tres a?os despu¨¦s del presente narrado, conoc¨ª a todos o casi todos los personajes mencionados en ¨¦l. No s¨®lo a las grandes figuras de la literatura, la historiograf¨ªa y el arte (Lezama Lima, Carpentier, Fernando Ortiz, Wifredo Lam) o del cine y el periodismo (Guti¨¦rrez Alea, Ren¨¦ Jord¨¢n, Korda, Jesse Fern¨¢ndez), sino tambi¨¦n a los escritores j¨®venes agrupados primero en torno al desaparecido magac¨ªn de Guillermo y luego en Casa de las Am¨¦ricas (Heberto Padilla, Calvert Casey, Edmundo Desnoes, Pablo Armando Fern¨¢ndez, Ant¨®n Arrufat), as¨ª como a los bur¨®cratas del momento (Edith Garc¨ªa Buchaca, Alfredo Guevara, Hayd¨¦e Santamar¨ªa) y a quienes no tardar¨ªan en serlo (Roberto Fern¨¢ndez Retamar, el "Retama" del libro).
La Habana en 1961 segu¨ªa siendo en apariencia la retratada magistralmente en Cuerpos divinos, como en las dem¨¢s obras de Guillermo. Pude escuchar de viva voz al gran Beny Mor¨¦, pero no a Celia Cruz, que ya se hab¨ªa exiliado. Elena Burke era la reina indiscutible del feeling. Las discotecas y bares con vitrola citados en el libro exist¨ªan a¨²n. En mis correr¨ªas de tenaz rompesuelas por el puerto y La Habana Vieja frecuent¨¦ sobre todo la taberna San Rom¨¢n y los barecitos de Jes¨²s Mar¨ªa, calle que evocaba para m¨ª la canci¨®n memorizada en la ni?ez: "?Ay, mam¨¢ In¨¦s / ay mam¨¢ In¨¦s / todos los negros / tomamos caf¨¦". En uno de sus locales, las militantes de los Comit¨¦s de Defensa de la Revoluci¨®n inscrib¨ªan a las prostitutas en los cursos de alfabetizaci¨®n. En otro, el bar Mi Amor, sol¨ªa beber cubalibres con el due?o, un fornido mulato de ojos claros, en compa?¨ªa de la bell¨ªsima actriz Bertina Acevedo, amiga de Guti¨¦rrez Alea y mi fugaz pareja femenina de la ¨¦poca.
Los plantes ?¨¢?igos y ceremonias de santer¨ªa en honor de las divinidades orish¨¢s descritos en Cuerpos divinos me atra¨ªan tanto como a Guillermo. Los dos ¨¦ramos lectores de Lydia Cabrera y nos fascinaban los diablitos danzantes, los misterios del cuarto famb¨¢, los sacrificios rituales de gallos, la espontaneidad de una religiosidad popular a mil leguas de la desaborida y hueca liturgia cat¨®lica. Bastaba tomar una de las lanchitas que un¨ªan el muelle habanero con Regla y Guanabacoa para desembarcar en un mundo arraigado en la isla desde los tiempos de la colonia y que, como comprobar¨ªa en 1967, ser¨ªa condenado de nuevo, como en aqu¨¦lla, a la marginaci¨®n y la clandestinidad en nombre de la pureza ideol¨®gica, aunque su suerte la sell¨® en 1971 el Congreso Nacional de Educaci¨®n y Cultura al calificar a las religiones africanas de "semillero de delincuentes". Por fortuna, dicha persecuci¨®n, atribuida a los excesos de la "d¨¦cada ominosa", ces¨® a mediados de los ochenta y las divinidades africanas reciben hoy las ofrendas de una poblaci¨®n mayoritariamente mulata y negra, ansiosa de un refugio en el que guarecerse de las dificultades sin horizonte de la vida diaria.
Me gustar¨ªa demorarme en los personajes del libro devorados por la Revoluci¨®n, con alguno de los cuales me cruc¨¦, pero que todos ellos suenan familiarmente en mis o¨ªdos: el comandante Alberto Mora, dirigente del diezmado Directorio Revolucionario, famoso por el frustrado asalto al palacio presidencial de Batista y al que la protecci¨®n del Che salv¨® temporalmente la vida (Mora se suicid¨® a?os m¨¢s tarde, como refiere Cabrera Infante en Mea Cuba); el embajador Gustavo Arcos, compa?ero de lucha de Fidel, condenado despu¨¦s a largos a?os de c¨¢rcel por no entonar una contrita retractaci¨®n p¨²blica; los que lo sacrificaron todo a la lucha antibatistiana y acabaron sus d¨ªas como apestados sociales o en la melancol¨ªa del destierro.
A las semblanzas un tanto apresuradas del Che, Fidel (a quien Cabrera Infante acompa?¨® durante su visita a Nueva York en 1959 y en su gira por Hispanoam¨¦rica) y de otros dirigentes revolucionarios, prefiero, por su precisi¨®n genial, la que traza de Hemingway, laureado ya con el Nobel y en perpetua representaci¨®n de su genio y figura (yo lo conocer¨ªa meses despu¨¦s con Monique Lange y Florence Malraux, en M¨¢laga, Par¨ªs y ArIes, como relato en En los reinos de taifa, y puedo confirmar sus dotes de retratista): "un hombre grande, colorado como un camar¨®n cocido, que caminaba vestido como un turista, usando zapatos bajos pero no sandalias, (...) los largos calcetines hac¨ªan de sus piernas un mazacote de m¨²sculos con las pantorrillas boludas y protuberantes. Llevaba una suerte de pul¨®ver suelto y listado, como si fuera mitad hombre y mitad cebra. No usaba barba y su cabeza se ve¨ªa enorme". La escena del encuentro muy poco casual con ¨¦l en el Floridita en compa?¨ªa de Lisandro Otero (a quien llamaba en la intimidad Risandro Otelo por sus desmesurados celos: en una velada en casa de Franqui en la que beb¨ª m¨¢s de la cuenta hab¨ªa apoyado mi mano en el hombro desnudo de su realmente hermosa mujer y ¨¦l la retir¨® con un farfullado "no me la gastes" que corri¨® de boca en boca hasta llegar a o¨ªdos de Guillermo en Bruselas), es tan jocosa como significativa e introduce muy bien el mundo del escritor convertido voluntariamente en estatua animada de s¨ª mismo, mundo expuesto despu¨¦s en el cuadro de Finca Vig¨ªa y, por fin, durante el rodaje del filme sobre El viejo y el mar, en medio de su corte de famosas y de servidores, con sus desplantes y groser¨ªas. "Me sorprendi¨®", dice el autor de Cuerpos divinos, "que supiera tan poco el espa?ol, que su acento americano fuera tan espeso, que la voz se hiciera grave con la pastosidad de la mala pronunciaci¨®n". En las cartas que escribi¨® a Monique Lange empleaba en efecto una especie de esperanto triling¨¹e y sus frases en castellano estaban plagadas de errores sint¨¢cticos y faltas de ortograf¨ªa.
Con todo, las mejores p¨¢ginas del libro son las consagradas al amor por las adolescentes y j¨®venes bellezas cubanas. Con una delicadeza y sabidur¨ªa art¨ªstica raras, el autor desnuda sus cuerpos divinos sin caer nunca en la ordinariez de las consabidas escenas de cama con que nos agobian los malos novelistas y cineastas. El relato de sus relaciones con Elena, con las dudas, retrocesos, pausas e inexplicables cambios de humor de ¨¦sta, no tiene nada que envidiar al de Nabokov. La fascinadora Lolita isle?a resucita viva y muy viva por obra de la magia del escritor. Con pluma certera, Cabrera Infante nos invita a seguir las vicisitudes y vericuetos de la relaci¨®n entre ambos, los amores y desamores de ella: esa indiferencia suya al mundo real digna del Mersault de Camus. Tras el distanciamiento rec¨ªproco, la nueva pasi¨®n del entonces cr¨ªtico de cine de Carteles -tal era el oficio de Cabrera Infante antes de su entrada en el diario Revoluci¨®n -se vuelca en la que ya para siempre ser¨ªa su compa?era. El recorrido con Ella, as¨ª la llama, por los bares, clubes y hoteles de El Vedado, traza una incentiva cartograf¨ªa nocturna pronto sepulta por el purificador torrente de lava del nuevo orden moral.
Como en Tres tristes tigres y en La Habana para un Infante difunto, Guillermo convierte la capital cubana en un ¨¢mbito literario de realidad perenne, en una cr¨®nica minuciosa de la que fue hace medio siglo, que no envejece ni envejecer¨¢. Como dije hace un par de a?os al comandante William G¨¢lvez -uno de los h¨¦roes del Granma durante una imprevista y corta visita suya a Marraquech, en respuesta a su afirmaci¨®n de que Cabrera Infante "no era cubano", no hay escritor que lo sea m¨¢s que ¨¦l. La Habana y Guillermo son ya indisociables. Los vencedores se truecan siempre en fiscales de la historia, pero no estoy muy convencido de que ¨¦sta les absuelva, como sinceramente cre¨ªan hace cincuenta y tantos a?os.
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