La se?al de la cruz
La sensaci¨®n es rara. Me asomo a la ventana y veo enfrente la llegada en fila de los autom¨®viles, la mayor¨ªa con un sol¨ªcito ch¨®fer uniformado, que van depositando a damas y caballeros elegantes ante las puertas del Hotel Phoenicia, el de mayor solera de la ciudad. Sin embargo, si mi mirada, como la de una c¨¢mara, se desv¨ªa en una leve panor¨¢mica hacia la izquierda, alej¨¢ndose de la l¨ªnea costera, lo que los ojos ven es distinto: a pocos metros del esplendente edificio del Phoenicia se yergue un rascacielos sin luz ni lujo alguno ni habitantes en su interior, distinguidos sus 20 pisos por la evidente ruina de las instalaciones, los muros horadados, las barandillas partidas, el vuelo en este anochecer ventoso de unos jirones de toldo en las terrazas altas.
Recorriendo L¨ªbano se siente la amenaza de un retorno a la matanza y la destrucci¨®n
Nada en su desnvoltura, en su animaci¨®n, sugiere la martirizada condici¨®n del pa¨ªs
La escena tiene lugar en Beirut, y el vaciado esqueleto que todas las ma?anas veo al abrir las cortinas de mi habitaci¨®n es el del hotel Holiday Inn, que fue por poco tiempo uno de los cinco estrellas de la capital libanesa, hasta que la guerra civil, iniciada poco despu¨¦s de su inauguraci¨®n, lo convirti¨® en lugar predilecto de los francotiradores, contra quienes rec¨ªprocamente disparaban su fuego las fuerzas rivales. La guerra termin¨®, despu¨¦s de 15 a?os, en 1990, pero la reconstrucci¨®n de la atractiva ciudad por la que hoy paseo no fue completa; incluso en los barrios c¨¦ntricos -no afectados por los bombardeos de la operaci¨®n Lluvia de Verano emprendida en diversos puntos del pa¨ªs por el ej¨¦rcito de Israel en julio del 2006- se siguen viendo fachadas con muescas de balas, interiores dom¨¦sticos despanzurrados, esquinas rotas. El Holiday Inn, orgullosa su mole junto a la cornisa mar¨ªtima, nunca se restaur¨®; para qu¨¦ molestarse, debieron de pensar los empresarios de la gran cadena hotelera, siendo posible que al cabo de un tiempo volvieran a tan estrat¨¦gico lugar los hombres armados de una u otra facci¨®n, parapetados en las habitaciones sin hu¨¦spedes o haciendo otros blanco en sus cristales.
Beirut es seguramente la ciudad m¨¢s viva y estimulante del Oriente Pr¨®ximo. Tiene desde luego una topograf¨ªa un tanto escabrosa, de laderas y calles empinadas y aceras poco transitables, en las que a menudo la silueta de un tanque y un pelot¨®n militar con metralleta son las se?ales de tr¨¢fico m¨¢s perentorias. Aun as¨ª, ahora es una ciudad pac¨ªfica, y sus habitantes lo manifiestan de un modo abigarrado y -al menos en apariencia- despreocupado. Claro que en estos 20 a?os ¨²ltimos de paz civil, el pa¨ªs ha sufrido, aparte de los bombardeos de Israel contra las milicias de Hezbol¨¢, el asesinato de varios de sus pol¨ªticos m¨¢s destacados, y entre ellos el primer ministro Rafik Hariri, muerto el 14 de febrero del 2005 por la explosi¨®n de un coche-bomba atribuido a los servicios de inteligencia sirios. De vez encuando, me dicen los amigos de Beirut, disparos en la noche o¨ªdos no lejos de donde viven indican algo m¨¢s que un rifirrafe vecinal. Los milicianos chi¨ªes de Hezbol¨¢, una fuerza potente en el pa¨ªs (y muy significada en todo el valle de la Bekaa), siguen en posesi¨®n de un amplio arsenal, que alguna vez sacan a la calle, sin por ello abandonar la coalici¨®n gubernamental de la que forman parte.
El alma de la ciudad, sin embargo, se muestra indolente, y en ella destaca la presencia de las mujeres, sin duda las de mayor grado de libertad, al menos gestual, de todo el mundo ¨¢rabe, lleven o no velo; sorprende y gratifica la imagen de tantas de ellas, j¨®venes y maduras, fumando en los numerosos caf¨¦s del centro, el llamado downtown, no s¨®lo cigarrillos sino la tradicional pipa de agua o narguil¨¦, que en Egipto o Marruecos, por ejemplo, parecen patrimonio exclusivo de los varones. Nada en su desenvoltura, en la animaci¨®n de los restaurantes y las tiendas de gran empaque, en el populoso paseo junto al mar cuando la tarde es c¨¢lida, sugiere la martirizada condici¨®n del pa¨ªs, que, por si sus edificios achicharrados no fueran suficiente recordatorio, mantiene latente la amenaza de una nueva guerra de aniquilaci¨®n interna, de otro conflicto sangriento con los imperiosos y justamente desconfiados vecinos hebreos del sur. Me resultaba inveros¨ªmil, en el contexto de ese pl¨¢cido y jovial discurrir cotidiano, leer invariablemente en la prensa libanesa publicada en ingl¨¦s y franc¨¦s las noticias de un m¨¢s que posible, tal vez inminente, retorno a la matanza y la destrucci¨®n.
Nos escandalizamos en Espa?a, y con raz¨®n, de las escaramuzas casi diarias en los juzgados, del goteo sistem¨¢tico de la corrupci¨®n de los electos, de la grosera animosidad permanente en cuestiones no de partido sino de Estado. Ahora bien, para la gran mayor¨ªa de nosotros, la guerra civil y sus v¨ªctimas son las sumas de una grave cuenta moral que deber¨ªamos saldar; una cuenta pendiente, en efecto, pero no la hipoteca de nuestro futuro. Vivimos amenazados por otros da?os: el empobrecimiento de las clases m¨¢s d¨¦biles, el dif¨ªcil acomodo de los emigrantes, que nos sacaron baratamente las casta?as cuando hab¨ªa un fuego en el que no quer¨ªamos quemarnos las manos, la banalidad de una clase pol¨ªtica (de todos los colores ideol¨®gicos) cada d¨ªa m¨¢s literalmente desmoralizada y por ello aferrada a su mera permanencia en el hit parade. Pese a todo, hace ya al menos tres generaciones que no nos despertamos en mitad de la noche al o¨ªr un tableteo pensando que han paseado a alguien del barrio, e incluso la estampa de un iluminado siniestro entrando pistola en mano en el Parlamento ya ha adquirido, para los j¨®venes que se encuentren con ella en alg¨²n documental o libro de texto, ribetes de f¨¢bula astracanada.
Viaj¨¦ al interior del pa¨ªs, cerca de la frontera con Siria, conducido por un taxista amable y poco locuaz, un hombret¨®n de mi edad dotado, como suelen estarlo los hombres del lugar, de un recio bigote, en su caso muy negro. A menos de un kil¨®metro del centro urbano, mi conductor se santigu¨®, un gesto que yo mismo hice mucho de ni?o y aquella ma?ana, instintivamente, me choc¨® en persona de tanta edad y fortaleza. Lo vi de reojo, sentado como iba, para disfrutar mejor del paisaje, en el asiento delantero, y de nuevo la c¨¢mara de mis ojos hizo una panor¨¢mica, esa vez hacia la derecha: hab¨ªa una iglesia cat¨®lica en la carretera, y hubo (pues me entretuve en contarlas) nueve m¨¢s en el camino de ida, y otras tantas en el de vuelta. Ante cada una de ellas se persign¨® el taxista, y llevado yo no s¨¦ si por la extra?eza inicial o por un fondo de ate¨ªsmo recalcitrante le cont¨¦ medio jocosamente a un reci¨¦n conocido -que antes de vivir en la zona vivi¨® en Serbia- ese hacerse de cruces del ch¨®fer. No le hizo gracia la an¨¦cdota. Seg¨²n ¨¦l, esas manifestaciones externas de fe eran posibles no porque ahora hubiese una tregua (fr¨¢gil, de creer los indicios), sino porque el ch¨®fer iba dentro de su propio coche y con un espa?ol. "?Con un espa?ol?", le repliqu¨¦. "Claro. ?l asumi¨® que t¨² tambi¨¦n eras cristiano, y encontrar¨ªas normal, aceptable, la se?al de la cruz. Un signo que podr¨ªa costarle la vida en otras circunstancias. ?Nunca has estado en un pa¨ªs en guerra?".
Al poco de volver a Espa?a le¨ª la impresionante entrevista que Juan Miguel Mu?oz le hizo para Babelia a David Grossman, que tambi¨¦n sabe de p¨¦rdidas, de desconfianzas vecinales, de cautelas. El novelista habla por supuesto (con mucha lucidez y gran valor, a mi juicio) desde el otro lado, pero sus palabras sirven para ambos cuando, a la pregunta del entrevistador sobre la actitud de Netanyahu, contesta que seg¨²n ¨¦l el primer ministro israel¨ª sabe perfectamente que la ocupaci¨®n de los territorios palestinos y la relativa calma actual son enga?osas y no pueden durar: "Es una ilusi¨®n que estallar¨¢ en un r¨ªo de violencia muy pronto". Parece pues inevitable que las ilusiones de paz se rompan, tal vez una detr¨¢s de otra, en aquellas tierras aquejadas, en palabras del palestino Edward Said, de un exceso de rotundos credos religiosos. Mientras, nosotros, los europeos y los norteamericanos (?amigos de unos y de otros?, ?c¨®mplices de los m¨¢s poderosos?, ?ciegos de lo que no queremos ver?), observamos c¨®mo se resquebrajan, preocupados aunque no demasiado inquietos en nuestra equidistancia, en nuestra c¨®moda lejan¨ªa de lo real, sabiendo que cuando "el r¨ªo de la violencia" se desborde nos quedar¨¢n los gestos simb¨®licos. Una manifestaci¨®n, una carta de protesta, un env¨ªo solidario. Se?ales de humo para contrarrestar la hoguera que condena y mata a quienes tienen la desgracia de vivir un poco lejos de nuestra apaciguada conciencia.
Vicente Molina Foix es escritor.
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