Aquel caluroso d¨ªa de ata¨²des
El periodista que cubri¨® el crimen rememora la matanza
Era un caluroso 26 de agosto de 1990. Se viv¨ªan tiempos de preguerra. La base naval de Rota (C¨¢diz) era un trasiego de monstruosos aviones de combate americanos que rug¨ªan por las noches enviados por Bush padre para disuadir a Saddam Hussein. El entonces responsable de EL PA?S en Sevilla, Fernando Orgambides, avis¨® urgente al fot¨®grafo, Jos¨¦ Manuel P¨¦rez Cabo, y a quien suscribe. Dos hombres, hermanos, hab¨ªan abatido, literalmente, a nueve personas en un peque?o pueblo extreme?o.
Luego de un tortuoso viaje por carreteras de segunda y tercera, surgi¨® Puerto Hurraco. Ni siquiera era un pueblo. Era una aldea, una calle apenas asfaltada, con una veintena de casas a ambos lados. Un perro tumbado segu¨ªa sin pesta?ear el paso de los forasteros y los fogonazos de la c¨¢mara.
En Puerto Hurraco se hablaba de venganza. De lindes y viejas tragedias
A ambos lados del asfalto, salteados, impresionaba ver portones abiertos, que dejaban ver al fondo hombres y mujeres enlutados en torno a ata¨²des. En la calle s¨®lo se o¨ªa silencio, roto a veces con llantos desgarrados que sal¨ªan de las paredes. Gentes del campo, de manos encallecidas de azada, humildes, que callaban ante ata¨²des con las tapas abiertas.
Cada familia con su muerto. As¨ª era Puerto Hurraco aquella tarde. Al final de la calle, ligeramente en cuesta, sentado en el tranco de su casa, un hombre miraba con ojos enrojecidos. Ya no lloraba. Era un padre destrozado. Su mirada se perd¨ªa hacia el campo, abstra¨ªda. A duras penas soltaba alg¨²n s¨ª o no a las preguntas precipitadas de periodistas reci¨¦n llegados a aquel escondido lugar, a unas leguas de Castuera, donde estaba el juez de la comarca.
Desde la puerta se ve¨ªan dos f¨¦retros. Eran distintos, de color blanco. Metidas dentro, dos ni?as angelicales, con los p¨¢rpados cerrados e ininterrumpidamente observadas por el dolor de su madre. Los periodistas sal¨ªan y entraban sin que nadie les obstaculizara. Su mirada callada parec¨ªa querer decir que el presagio se hab¨ªa cumplido. En Puerto Hurraco se hablaba entonces de venganzas. De lindes y de una muerte lejana sin vengar, la de la madre de los Izquierdo, los asesinos, v¨ªctima de un incendio fortuito. Los Izquierdo eran solteros. Ellos y sus dos hermanas, Luciana y ?ngela, pr¨®ximas a los 60 a?os, hab¨ªan convivido con el luto desde entonces. La Guardia Civil de Badajoz acababa de detenerlos, descamisados, tras una batida por los maizales del pueblo. La noche antes, sin que nadie imaginase nada, hab¨ªan disparado a bocajarro contra el pueblo. Igual daba ni?os o mayores. Una cacer¨ªa hobbeliana del hombre contra el hombre. Una locura, la de dos hermanos pose¨ªdos por el mal, hura?os, que mataron guiados por mentes enfermas que hab¨ªan idealizado enemigos irreales a las puertas de su casa.
Con escopetas y cananas llenas de cartuchos, salieron a matar. Las ni?as jugaban en la calle y los mayores hab¨ªan sacado sillas a las puertas de sus casas buscando la fresquita de aquel agosto. De las hermanas se dec¨ªa entonces que eran las instigadoras. Estaban en Madrid, aunque al d¨ªa siguiente, bien de noche, se subieron a un tren expreso en Atocha con destino a Badajoz. Algunos periodistas supieron del regreso de las hermanas y cogieron el tren en diferentes estaciones antes de que ¨¦ste llegase al alba a Badajoz. Viajaban solas en su compartimento. Sentadas una al lado de la otra. Ten¨ªan mirada tenebrosa. Negaban todo con gestos s¨®lo visibles gracias a la tenue luz de aquel renqueante tren.
Con el tiempo, fueron absueltas, pero acabaron en el psiqui¨¢trico. Los Izquierdo fueron condenados a cientos de a?os de c¨¢rcel y ya nunca m¨¢s volvieron a Puerto Hurraco, a¨²n hoy triste sin¨®nimo de aquella Espa?a profunda que entonces, con la mirada distra¨ªda en los fastos de la Expo de Sevilla y los Juegos Ol¨ªmpicos de Barcelona, casi todos cre¨ªan superada.
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