El procedimiento en democracia
El Tribunal Supremo tiene el deber de investigar y de inculpar cuando, en t¨¦rminos racionales y motivados y conforme a las reglas del proceso justo, identifique que la actuaci¨®n de un juez es presuntamente arbitraria
El 12 de diciembre de 2000 se dict¨® la sentencia, probablemente, m¨¢s trascendente de la historia, atendidas sus implicaciones. La Corte Suprema de los Estados Unidos revoc¨® la resoluci¨®n del Tribunal Supremo de Florida que hab¨ªa ordenado el recuento manual de 11.000 votos emitidos en la elecci¨®n presidencial. Con ello, se impidi¨® comprobar las irregularidades del recuento automatizado denunciadas por el Partido Dem¨®crata. La presunci¨®n de que el sistema de c¨®mputo hab¨ªa dejado de contabilizar un buen n¨²mero de sufragios que potencialmente hubieran beneficiado al candidato Gore no impidi¨® que la balanza de la elecci¨®n se inclinara del lado de Bush por 300 votos.
La Corte justific¨® su decisi¨®n sobre dos argumentos principales: el primero, la necesidad constitucional de autorrestricci¨®n de los tribunales a la hora de interferir en los procedimientos legales de c¨®mputo de votos. El segundo insist¨ªa en que la decisi¨®n de la Corte de Florida, al permitir el recuento manual, mediante criterios de validaci¨®n poco precisos, no aseguraba que el proceso electoral concluyera antes de la fecha m¨¢xima prevista en la ley para la terminaci¨®n del recuento. La Corte no neg¨® que pudieran haber existido irregularidades, ni tan siquiera descart¨® que un mejor mecanismo de recuento hubiera podido cambiar el sentido de los votos electorales en juego. La decisi¨®n se fund¨® en que el procedimiento deb¨ªa respetarse de forma estricta, pues ello era lo que permit¨ªa asegurar la equidad del sistema en su conjunto y, sobre todo, neutralizar el riesgo de que los tribunales, mediante la creaci¨®n ex novo de condiciones del proceso electoral, terminaran interviniendo de manera decisiva en la elecci¨®n del presidente.
El TS puede equivocarse, pero aun equivoc¨¢ndose cumple con su funci¨®n constitucional
Una cosa es la cr¨ªtica y otra muy diferente negar la legitimaci¨®n para ejercer la regla de poder
No es este el momento para analizar en profundidad la sentencia Gore versus Bush, pero creemos que constituye un buen motivo para la reflexi¨®n sobre el ejercicio del poder en un sistema constitucional avanzado. La esencia de todo modelo constitucional no radica, s¨®lo, en el reconocimiento y supraprotecci¨®n de derechos y libertades, sino, tambi¨¦n, en el establecimiento de reglas y procesos sobre el ejercicio del poder. La Constituci¨®n es, sin duda, la gran regla que determina qu¨¦ poder se ejerce, qui¨¦n puede ejercerlo y c¨®mo debe ejercerse. Y ello con la finalidad de garantizar la Democracia entendida no s¨®lo como posibilidad de participaci¨®n en las decisiones, sino, adem¨¢s, como ant¨ªdoto contra toda forma de arbitrariedad.
No pueden ocultarse las dificultades en las que opera la regla constitucional de distribuci¨®n del poder, lejos de esquemas simplistas que lo conciben dividido, al modo del buen sue?o de Montesquieu, en porciones perfectamente deslindadas y equitativas. De contrario, la propia idea de divisi¨®n en el muy conservador imaginario montesquiniano atribu¨ªa a los jueces la parte m¨¢s reducida, por no calificarla de insignificante, del poder. La Revoluci¨®n Francesa incorpor¨® esta idea matriz situando a los jueces en un espacio de poder limitado y severamente vigilado por los otros poderes, convirti¨¦ndoles en bur¨®cratas funcionarios, privados de toda posibilidad de incidencia real en la vida pol¨ªtica y social. En sentido contrapuesto, la Revoluci¨®n Norteamericana advirti¨® los graves riesgos de la idea de la divisi¨®n compartimentada, en particular el peligro de que el principio mayoritario pudiera convertirse en instrumento de tiran¨ªa. La Constituci¨®n norteamericana metaboliz¨® la idea de la unidad del poder constitucional y de la necesidad de su distribuci¨®n en ramas, preocup¨¢ndose de establecer pesos y contrapesos que neutralizaran los riesgos de preeminencia de un poder sobre los otros. Por eso, ya desde 1803, con la sentencia Marbury versus Madison, los jueces asumieron una posici¨®n activa de control de los otros poderes, mediante la facultad de declarar inv¨¢lidas normas aprobadas por el Congreso que fueran contrarias a la Constituci¨®n. Pero, de forma simult¨¢nea, e inevitable, se gener¨® el debate sobre los l¨ªmites de los jueces en el uso de la referida regla de poder, precisamente, para impedir el efecto perverso de convertir el sistema pol¨ªtico en una suerte de rep¨²blica judicial. La discusi¨®n dura ya m¨¢s de 200 a?os y no tiene visos de acabar. Precisamente, la persistencia y riqueza del debate ha permitido mantener viva la necesidad de profundizar en la dimensi¨®n procedimental de la Constituci¨®n. En la idea b¨¢sica, para toda sociedad democr¨¢tica, de que el modo de ejercer el poder es tan importante como las decisiones que se tomen. Y ello hasta el punto de sacrificar, en ocasiones, la obtenci¨®n de fines sustancialmente valiosos en atenci¨®n a los riesgos de que para ello se vulneren reglas del proceso debido o de equidad e igualdad en las condiciones para alcanzarlos.
La dimensi¨®n procedimental de la Constituci¨®n reclama el reconocimiento social de un umbral m¨ªnimo de institucionalidad por debajo del cual se corre el riesgo de ca¨ªda libre, de derrumbe, de todo el sistema y, con ¨¦l, de los valores en que se funda. Ello se traduce en la necesidad funcional y axiol¨®gica de respetar las reglas de los procesos decisionales y de aceptar la legitimidad de aquellos ¨®rganos de poder a los que la Constituci¨®n les encomienda la ¨²ltima palabra.
Respeto y reconocimiento que en nada impiden la cr¨ªtica p¨²blica a las decisiones que se adopten. Al contrario. Cuanto m¨¢s trascendente sea la decisi¨®n m¨¢s resulta exigible y necesario, en t¨¦rminos democr¨¢ticos, el debate abierto y deliberativo sobre sus razones y su alcance. Pero una cosa es la cr¨ªtica y otra diferente es negar, mediante todo tipo de estrategias, algunas de sesgo totalitario, la propia legitimaci¨®n constitucional para ejercer la regla de poder.
Los acontecimientos de los ¨²ltimos d¨ªas alrededor de la actuaci¨®n de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (TS) en el llamado caso Garz¨®n I son un buen ejemplo de lo antedicho.
Frente a las continuas manifestaciones que niegan al TS toda legitimidad para actuar en los t¨¦rminos en que lo ha hecho, queremos afirmar que la regla constitucional de distribuci¨®n del poder le impone el deber, primero, de investigar, y, segundo, de inculpar, cuando, en t¨¦rminos racionales y suficientemente motivados, y de conformidad, siempre, a las reglas del proceso justo, identifique que, de forma presuntiva, la actuaci¨®n de un juez ha podido resultar arbitraria. Lo exige la Constituci¨®n y todos, en especial los agentes pol¨ªticos y sociales, deber¨ªan aceptar, por racionalidad democr¨¢tica, que en este caso las reglas del juego atribuyen al TS la grave responsabilidad de valorar si un juez traspas¨® de manera inaceptable los l¨ªmites de su poder.
Es obvio que el Tribunal Supremo puede equivocarse, como lo ha hecho en diferentes resoluciones, pero tambi¨¦n lo es que aun equivoc¨¢ndose cumple con la funci¨®n constitucional que le viene encomendada.
Cuando el Tribunal Supremo norteamericano resolvi¨® el caso Gore versus Bush tal vez se equivoc¨®. Tal vez propici¨® que la elecci¨®n presidencial no respondiera a la voluntad mayoritaria del pueblo norteamericano y, de forma indirecta, que el mundo girara sobre s¨ª mismo reencontr¨¢ndose con el unilateralismo y las voces m¨¢s dram¨¢ticas del pasado. Pero los jueces del Tribunal Supremo, desde su responsabilidad constitucional, consideraron que autorizar que el recuento manual de votos superara la fecha legalmente establecida compromet¨ªa, en una cuesti¨®n que afectaba al n¨²cleo del sistema democr¨¢tico, el proceso debido hasta un punto que la Constituci¨®n no permit¨ªa.
Afirmar sin pudor que las decisiones investigativas e inculpatorias de la Sala Segunda del Tribunal Supremo son un golpe de Estado perpetrado por togas fascistas, c¨®mplices de la tortura, introduce una apor¨ªa insuperable en lo que supone, primero, negar las m¨ªnimas reglas del juego necesarias para el funcionamiento de la propia democracia y, segundo, exigir que los tribunales no deben actuar respecto a determinadas personas o intereses cuando la propia Constituci¨®n les obliga a ello. Y eso, precisamente, es la mayor muestra de fascismo: que un tribunal no act¨²e en el ejercicio de sus competencias constitucionales por miedo o por presiones de aquellos que a gritos -al modo del grito del pueblo, de Carl Schmitt- y exabruptos se han erigido en el supremo tribunal de los sentimientos de la sociedad espa?ola.
Javier Hern¨¢ndez Garc¨ªa, Jos¨¦ Luis Ram¨ªrez Ortiz, Mar¨ªa Poza Cisneros, Jos¨¦ Grau Gass¨® y Luis Rodr¨ªguez Vega son magistrados.
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