Cuento de Carolina y Mendon?a
Los lectores con memoria recordar¨¢n el modesto cuento del se?or¨ªn y la bailarina londinenses que separ¨¦ el pasado noviembre y que luego me cost¨® reunir. Compr¨¦ la figura del primero en una tienda de antig¨¹edades de Cecil Court. El due?o, Mr Sullivan, quiz¨¢ acuciado por la crisis, estuvo dispuesto a que me llevara s¨®lo una pieza de la pareja, la que me hac¨ªa m¨¢s gracia. Luego, ya de regreso en Madrid, me entr¨® un absurdo y pueril cargo de conciencia: hab¨ªa permitido viajar al se?or¨ªn, cuyo bigote lo asemejaba un poco a Eduardo Mendoza, buen amigo y mejor escritor, y hab¨ªa dejado sola a la joven, acumulando polvo y soledad en el establecimiento. Ped¨ª a Mr Sullivan que me la mandara tambi¨¦n, pero pasaba el tiempo y no la recib¨ªa. Llegu¨¦ a pensar que tal vez, lejos de echarse de menos, estaban hartos el uno del otro y que m¨¢s val¨ªa no insistir en juntarlos de nuevo. Como cont¨¦ en un post-scriptum, a los cuatro d¨ªas de abandonar toda esperanza un mensajero me trajo la segunda figura, y pude informar a los lectores interesados -que, para mi sorpresa, no fueron pocos- de que ambas se hab¨ªan vuelto a ver las caras en mi casa de Madrid.
"Su 'partenaire' ya hab¨ªa hecho amistad con sus nuevos e ilustres compa?eros"
Han pasado unos meses desde entonces, y tres o cuatro de esos lectores me han preguntado -casi me han exigido que cuente- c¨®mo les va al se?or¨ªn y a la bailarina en sus nuevos domicilio y ciudad. Aun a riesgo de cansar o aburrir a los no curiosos, dar¨¦ cuenta de mis impresiones. Cuando llam¨¦ a la tienda para comunicarles que por fin hab¨ªa aparecido su env¨ªo y que pod¨ªan proceder al cobro, me contest¨® un empleado que -maravillas de Internet, supongo- estaba perfectamente enterado de mis comentarios y dudas sobre la pareja. Se alegr¨® de que la joven hubiera alcanzado su destino, y con humor me dijo: "Creo que los dos habr¨¢n agradecido esta breve separaci¨®n, quiz¨¢ necesitaban unas vacaciones despu¨¦s de ciento cincuenta a?os juntos". "?Ciento cincuenta?", repet¨ª con sorpresa. "No cre¨ª que fueran tan antiguos". "S¨ª, Mid-Victorian", respondi¨®, es decir, de mediados del reinado de la Reina Victoria, que dur¨® de 1837 a 1901; y a?adi¨®, para mi tranquilidad: "Una separaci¨®n definitiva habr¨ªa sido cruel, tras tanto tiempo. Pero unos meses de descanso les habr¨¢n venido bien". Si el simp¨¢tico empleado estaba en lo cierto, las figuras se habr¨ªan fabricado hacia 1860, y en 1861 muri¨® el marido de la Reina, el Pr¨ªncipe Alberto, del cual se dice que estuvo verdaderamente enamorada, hasta el punto de que, tras su fallecimiento, Victoria pas¨® unos a?os de apartamiento y casi reclusi¨®n, lo cual le acarre¨® cierta moment¨¢nea impopularidad entre sus s¨²bditos. No pude por menos de preguntarme si acaso mis dos figuritas habr¨ªan languidecido y penado de manera similar, de haberse consumado su extra?amiento.
Al volver a ver a la bailarina, ya en mi casa, descubr¨ª que era bastante m¨¢s graciosa y menos convencional de como la recordaba mi despreciativa primera visi¨®n. Ni siquiera lleva tut¨², como cre¨ªa, sino una faldita de logrado vuelo que le cubre tan s¨®lo medio muslo. Y no hab¨ªa reparado en su sugestivo escote de buen gusto, que permite ver suficiente de sus atractivos pechos. En la mano sostiene un abanico cerrado. Lo cierto es que, cuando por fin aterriz¨® aqu¨ª, su partenaire, al que llamar¨¦ Mendon?a, ya hab¨ªa hecho amistad con sus nuevos e ilustres compa?eros, a saber: una estatuilla de Sir Arthur Conan Doyle, como ¨¦l con bigote y bast¨®n; un busto de su criatura Sherlock Holmes, con los rasgos del actor Peter Cushing; otro busto -de porcelana, y m¨¢s antiguo- de Laurence Sterne en su juventud; un capit¨¢n de nav¨ªo ingl¨¦s -como salido de Master and Commander- que me regal¨® P¨¦rez-Reverte hace unos a?os. El dandy Mendon?a se sent¨ªa muy crecido tras codearse con estos "caballeros extraordinarios", y cuando vio aparecer a Carolina -as¨ª voy a llamarla, por razones que no vienen al caso-, no pudo evitar darse aires. De hecho creo que inicialmente se neg¨® a present¨¢rsela a sus nuevas amistades, hasta que Conan Doyle, que jam¨¢s toler¨® en vida que se tratara mal a una mujer en su presencia, lo rega?¨® y lo oblig¨® a hacerlo. Es de suponer que, como su figura es mucho m¨¢s alta que las otras, tiene una perspectiva particularmente generosa del elegante escote de la bailarina, eso adem¨¢s. Me temo que durante los primeros d¨ªas su presencia caus¨® cierto revuelo entre la compa?¨ªa masculina. Holmes la mira aprensivo, de reojo, sin cesar; y tambi¨¦n Sterne, quien, pese a haber sido p¨¢rroco, siempre tuvo un ojo agudo para las mujeres. El capit¨¢n es m¨¢s serio, pero a buen seguro se siente protector, con su sable desenvainado contra el que poco podr¨ªa hacer el bastoncillo del se?or¨ªn. Tengo la impresi¨®n de que las aguas ya se han calmado y de que todos tienen debilidad por Carolina. Respetuosa debilidad, eso s¨ª, una vez enterados de que lleva nada menos que siglo y medio emparejada con el fr¨ªvolo Mendon?a. En cuanto a ellos dos, ¨¦l est¨¢ a la izquierda y ella a la derecha, de manera que se miran el uno al otro, si no con pasi¨®n, s¨ª con gran aprecio y camarader¨ªa. Algunas ma?anas, sin embargo, me la encuentro a ella a la izquierda y a ¨¦l a la derecha, d¨¢ndose casi la espalda e ignor¨¢ndose mutuamente. S¨¦ entonces que han re?ido durante la noche, posiblemente por causa de Sterne. Pero he observado que, en esas ocasiones, antes de que yo me acueste -claro que me acuesto muy tarde- han vuelto a sus posiciones originales. Me alegra saber que, tras ciento cincuenta a?os, los enfados nunca les duran veinticuatro horas. Tiene su m¨¦rito, no dir¨¢n que no.
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