Recuerdos y homenajes
El autor, que se hace eco de la publicaci¨®n de los textos autobiogr¨¢ficos de Jean Paul Sartre, deja patente la ceguera de los escritores respecto a sus contempor¨¢neos, y rinde un ¨²ltimo tributo a Fran?ois Baudot
Reunir los "textos autobiogr¨¢ficos" del escritor del siglo XX que, junto a Malraux, m¨¢s constantemente expres¨® su reticencia, por no decir su franca aversi¨®n, hacia la autobiograf¨ªa como tal es el extra?o, pero no menos hermoso proyecto al que se consagraron -para la Pl¨¦iade: colecci¨®n se?era de la editorial Gallimard- Jean-Fran?ois Louette, Gilles Philippe, Arlette Elka?m-Sartre y Juliette Simont. Los cuadernos de guerra suceden a Las palabras y abren una nueva perspectiva sobre esta obra. Las notas sobre el turismo e Italia, que ten¨ªan que formar la trama de La reina Albemarle, se codean con las eleg¨ªas a Nizan y Merleau Ponty, que son la prueba, una vez m¨¢s, de que nunca se habla mejor de uno mismo que cuando se hace frente al espejo del otro. Entre las entrevistas del final se encuentra el c¨¦lebre Autorretrato a los 70 a?os, publicado por L'Observateur justo antes de la resurrecci¨®n final de su autor en el di¨¢logo con Benny L¨¦vy. Una mezcla de recuerdos verdaderos y falsos. Una espiral de mala fe y autenticidad. Vivir sus libros. Escribir su vida. Encauzar la doble aventura de la obra y la existencia y, al mismo tiempo, pretender romper con la "vida interior" y "liberarse", como ¨¦l dec¨ªa, de Proust. El modelo Leiris, por supuesto. La confesi¨®n como juego. La sinceridad como se?uelo. Ah¨ª radica la paradoja sartreana. Y uno de los m¨¦ritos de los editores -la pertinente rese?a de Juliette Simon sobre Los cuadernos...- es haber sabido presentar la extra?eza de ese diario "sin intimidad", de esos recuerdos de un hombre que se pretend¨ªa "sin memoria", de la coherencia de una existencia marcada por la ley y la vocaci¨®n de la infidelidad met¨®dica a s¨ª mismo. Este es el Sartre que yo conozco. Y en estas p¨¢ginas vemos vivir y re¨ªr a ese Sartre stendhaliano, literario, ego¨ªsta, a menudo silenciado por un compromiso siempre estruendoso. Bravo. Gracias.
En estos textos se ve vivir a ese Sartre literario y ego¨ªsta, a veces silenciado por un compromiso estruendoso
Todav¨ªa veo a Fran?ois Baudot, colosal y refinado. Secreto y deslumbrante. M¨¢s esnob que un personaje de Thackeray
Y, precisamente, en lo que respecta a Proust, hay tres "escenas" que siempre me han intrigado, hasta tal punto que parecen acreditar el f¨¦rreo axioma sobre la ceguera de los escritores respecto a sus grandes contempor¨¢neos. La de Bergson, que no le encontr¨® otro m¨¦rito a su "querido primo" que el de haberle dado a conocer los tapones para los o¨ªdos. La de Andr¨¦ Breton, corrector de Le c?t¨¦ de Guermantes (El mundo de Guermantes) -corrector en sentido estricto, es decir, de pruebas de impresi¨®n-, que integra en la obra las famosas paperoles -anotaciones en papelitos sueltos-, pero parece permanecer ajeno a la inmensidad de la empresa. Y, luego, el encuentro fallido, el 22 de mayo de 1922 -por tanto, pocos meses antes de su muerte-, con ese otro monstruo de paso por Par¨ªs que es Joyce. Pues bien, esta tercera escena, esas pocas horas de las que lo ignoramos todo y en las que de nuevo, y aparentemente, no pas¨® nada, ese choque entre dos seres consumidos por la literatura que el propio Joyce describi¨® como la antonomasia del desencuentro, y en el que cada uno miraba al otro de arriba abajo sin verlo e ignor¨¢ndolo casi a prop¨®sito, revive ante nuestros ojos gracias a un libro que hoy le devuelve su materia y sus colores. Me refiero a La noche del mundo (Seuil), de Patrick Roegiers, que en el fondo, y en su lugar, ha escrito la doble novela que dos escritores improvisan -incluso, y sobre todo, cuando no parecen hacerlo- siempre que sus trayectorias orbitales los ponen brevemente en contacto al uno con el otro. El radar sin falla del primero, embutido en sus ocho abrigos, pese a los cuales sigue tiritando. El bast¨®n blanco mental del segundo, igual de infalible. Y, en el intervalo, en ese sal¨®n del Majestic convertido, en la escena del Ritz, en el teatro de una pel¨ªcula interior a dos voces y con un gui¨®n tan aleatorio como implacable, ese encuentro tan so?ado que tiene lugar por arte de magia de la escritura.
Podr¨ªa haber sido un personaje de Proust, precisamente. Era, como hubiera dicho Sartre, un individuo "sin importancia colectiva" cuya muerte, imagino, no ocupar¨¢ sino algunas l¨ªneas en los peri¨®dicos. Se llamaba Fran?ois Baudot. Era un viejo amigo al que ya casi no ve¨ªa, pero cuyo suicidio, a los 60 a?os, me ha conmocionado. Todav¨ªa lo veo, colosal y refinado. Secreto y deslumbrante. M¨¢s esnob que un personaje de Thackeray; m¨¢s incluso que el mismo Thackeray, que despreciaba el esnobismo. Todav¨ªa lo veo, desde los a?os Palace, captando como nadie el esp¨ªritu de los tiempos por venir, pero alej¨¢ndose de ¨¦l en el instante preciso en el que ese esp¨ªritu se convert¨ªa en dominante. Todav¨ªa lo oigo, en nuestras cenas de verano, insuperable cuando se trataba de pintura italiana o de arte contempor¨¢neo, de la historia de Francia y sus rasgos permanentes o de las claves de los libros de La Bruy¨¨re, Saint Simon, Balzac y, de nuevo, Proust. Recuerdo ese "arte de ser pobre", erudito y delicado; recuerdo que este gran dandy sin obra, como debe ser, finalmente, decidi¨® escribir y yo fui un poco su editor. Todav¨ªa lo veo, la ¨²ltima vez que nos encontramos, con ese rostro demasiado carnoso, como tumefacto, que ya no parec¨ªa de ¨¦l y en el que yo hubiera debido reconocer el signo de un desacuerdo definitivo con este mundo. Pocos hombres habr¨¢n sentido hasta ese punto su ¨¦poca y la habr¨¢n detestado tan apasionadamente. Pocos contempor¨¢neos se habr¨¢n anticipado como ¨¦l, Fran?ois Baudot, a las citas de nuestro tiempo, aunque sin encontrar nunca su lugar en ¨¦l. Se dice que Saint-Loup muri¨® al saberse reconocido, demasiado reconocido, en En busca del tiempo perdido. ?Es posible que alguien muera por no haber encontrado su En busca del tiempo perdido y por no haber dejado de ser, hasta el final, un personaje en busca de empleo? Una especie de Charles Haas que no hubiera encontrado a su Proust, que nunca hubiera podido convertirse en Swann y hubiera sufrido por ello una irremediable tristeza.
Traducci¨®n: Jos¨¦ Luis S¨¢nchez-Silva
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