Los caminantes
Las fotograf¨ªas en blanco y negro traen el recuerdo de un tiempo en el que caminar era un acto revolucionario. En el Museo del Bronx las fotos componen el gran friso hist¨®rico de las caminatas por los derechos civiles en el sur de Estados Unidos, que comenzaron con el boicot a los autobuses p¨²blicos de Montgomery, en Alabama, en diciembre de 1955, y culminaron en la apoteosis de la gran marcha sobre Washington en 1963. En otro lugar de Nueva York, el admirable Centro Internacional de Fotograf¨ªa, se ven tambi¨¦n algunas de esas fotos que ya son parte de la memoria p¨²blica de un siglo -Coretta King en el entierro de su marido asesinado, los perros de la polic¨ªa desgarrando la ropa de un manifestante negro-, pero adem¨¢s se completan con otras im¨¢genes del cine, la televisi¨®n, la publicidad, la industria de consumo, que revelan la omnipresencia siniestra del racismo, la burla perpetua, entre ben¨¦vola e injuriosa, la contumaz negativa a aceptar no ya la ciudadan¨ªa sino hasta la plena humanidad de los negros. En el cine o en la televisi¨®n, cuando no eran grotescos o serviles eran invisibles. En una serie de carteles patri¨®ticos editados durante la II Guerra Mundial para exaltar la causa de la democracia contra el fascismo hay ni?os jugando en los parques o estudiando en las escuelas o grupos de hombres entregados al trabajo, en una representaci¨®n a la vez terrenal e idealizada de la gente com¨²n: pero en ninguno de esos carteles hay una sola cara que no sea anglosajona y blanca. El mismo pa¨ªs que estaba bati¨¦ndose en una guerra formidable contra el nazismo segregaba a los soldados negros en las filas del ej¨¦rcito. Lena Horne, que se muri¨® hace unas semanas, recordaba el insulto de una ocasi¨®n en la que ten¨ªa que cantar para las tropas en el frente europeo: en las primeras filas estaban los soldados blancos americanos y los prisioneros de guerra alemanes; al fondo, los soldados negros. En un anuncio de una revista en colores lujosos de los a?os cincuenta dos doncellas de cofia y mandil blanco discuten en una parodia fon¨¦tica del acento afroamericano: una de ellas se muestra agradecida porque sus se?ores le dan un d¨ªa libre entero a la semana; la otra declara, con esa arrogancia de la favorita de los due?os de la plantaci¨®n, que sus se?ores son m¨¢s generosos todav¨ªa, porque gracias a la aspiradora el¨¦ctrica que acaban de comprarle termina m¨¢s r¨¢pidamente sus tareas y tiene mucho m¨¢s tiempo libre. Una de las escenas m¨¢s delicadas del cine musical es esa en la que Lena Horne canta el Stormy Weather de Harold Arlen junto a una ventana por la que se ve una calle de Nueva York batida por una tormenta s¨²bita. Pero los productores se aseguraban de que tales escenas fueran muy breves y no tuvieran mucha relaci¨®n argumental con el resto de la pel¨ªcula, a fin de poder cortarlas en las versiones que se exhib¨ªan en los cines del sur.
Los negros caminaban por las carreteras del sur con la misma majestad que si pisaran los caminos polvorientos de ?frica
Parece historia lejana: en una cena universitaria, hace poco, me toca sentarme junto a una se?ora negra conversadora y educada, algo mayor que yo, con la que descubro enseguida aficiones compartidas, Saul Bellow, Elizabeth Bishop, Charles Mingus. Naci¨® en Richmond y se acuerda muy bien de los lugares a los que deb¨ªa entrar por una puerta distinta de la de los blancos, de las barras de las cafeter¨ªas separadas y de los retretes p¨²blicos siempre m¨¢s sucios en las estaciones. Por alg¨²n motivo que no recuerda, dice sonriendo, las bibliotecas p¨²blicas eran los ¨²nicos lugares que no estaban segregados en Richmond: en esos refugios en los que s¨ª era igual a los dem¨¢s aliment¨® su vocaci¨®n de ni?a lectora.
Una ni?a con coletas, con vestido blanco y calcetines blancos, como arreglada para la iglesia un domingo, camina hacia la escuela custodiada por altos guardias armados mientras a unos pasos la chusma racista le tira cosas y le grita insultos que ella parece no o¨ªr. La ni?a camina con la misma dignidad serena, con la misma fragilidad indestructible que hay en todos los h¨¦roes comunes de aquellos a?os, hombres y mujeres, negros y tambi¨¦n blancos, porque muchos blancos de buena voluntad y coraz¨®n progresista participaron en la lucha, en la que alguno de ellos se dej¨® la vida. Lo que me produce m¨¢s emoci¨®n es ver en las fotograf¨ªas y en las im¨¢genes confusas de los noticiarios c¨®mo el hero¨ªsmo consisti¨® en hacer con naturalidad cosas perfectamente habituales. Caminar, permanecer sentado. Caminar durante horas o d¨ªas, durante meses, sin m¨¢s descanso que el preciso para reponer las fuerzas y seguir caminando; sentarse en el taburete de pl¨¢stico acolchado de una cafeter¨ªa y apoyar los codos en la barra; subir a un autob¨²s y sentarse en un asiento de las primeras filas, no de las ¨²ltimas, y mirar hacia el paisaje como si no ocurriera nada.
Ha habido revoluciones sanguinarias que en nombre de la fraternidad humana y del para¨ªso terrenal se convirtieron en grandes f¨¢bricas de cr¨ªmenes. En Espa?a todav¨ªa quedan sueltos algunos chacales que para vindicar el idilio de un ed¨¦n paleol¨ªtico consideran necesario el asesinato. En Montgomery, Alabama, el primero de diciembre de 1955, una costurera de aire tranquilo, Rosa Parks, dignamente vestida con un abrigo y un sombrero, con unas gafas que acentuaban la dulzura de su cara, inici¨® una de las grandes revoluciones del siglo con el solo gesto de sentarse en un autob¨²s, mirando al frente, sujetando el bolso sobre el regazo. Muchas veces, a lo largo de los a?os, neg¨® que el motivo para sentarse en una de las primeras filas en lugar de seguir avanzando hacia el fondo, hacia las reservadas a los negros, fuera el agotamiento, o el dolor de los pies. Lo hizo, dec¨ªa, con aquella expresi¨®n de templanza que tuvo hasta el final de su vida, porque decidi¨® que ten¨ªa que hacerlo, que no pod¨ªa aguantar m¨¢s pasivamente la injuria de la segregaci¨®n. La amenazaron, la detuvieron, la encerraron. Polic¨ªas brutales la zarandeaban y le gritaban insultos acerc¨¢ndole mucho a la cara serena sus grandes bocas torcidas de ira.
Las calles, las orillas de las carreteras, se fueron llenando de caminantes. Hombres y mujeres vestidos con esa formalidad que resalta m¨¢s gracias al blanco y negro de las fotograf¨ªas se levantaban de noche y empezaban a caminar para llegar a tiempo a los trabajos sin tomar los autobuses que pasaban una y otra vez vac¨ªos. Caminar es el acto m¨¢s primordial, el m¨¢s simple. Con sus trajes oscuros, sus corbatas, sus peque?os sombreros, los negros caminaban por las carreteras del sur con la misma majestad que si pisaran los caminos polvorientos de ?frica. Porque se los representaba como a bufones o mendigos ellos extremaban la severidad de sus modales y sus ropas. Porque les dec¨ªan "boy" neg¨¢ndoles hasta la condici¨®n de adultos ellos empezaron a utilizar "man" como vocativo. En la foto de la huelga de los trabajadores de la limpieza de Memphis, en 1968, una pancarta ¨²nica se multiplica sobre las cabezas de los caminantes, "I'am a Man". Por debajo de las sirenas y los altavoces de la polic¨ªa y los ladridos de sus perros avanzar¨ªa el gran rumor de los pasos humanos.
Road to Freedom. Photographs of the Civil Rights Movement, 1956-1968. Museo del Bronx. Nueva York. Hasta el 11 de agosto. www.bronxmuseum.org. All the World to See: Visual Culture and the Struggle for Civil Rights. Centro Internacional de Fotograf¨ªa. Nueva York. Hasta el 12 de septiembre. www.icp.org.
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