Dos de los grandes
Es tan frecuente escucharle a un escritor que no lee a sus contempor¨¢neos, como dif¨ªcil encontrar a un m¨²sico que confiese no tener inter¨¦s por el trabajo de sus colegas. Es tan habitual que un novelista declare que ha escrito el libro que quer¨ªa leer, como raro que un cantante afirme que ha grabado el disco que deseaba escuchar. Los escritores, a los que se da por descontado el don de la palabra, son tremendos aficionados a los lugares comunes, dichos, eso s¨ª, muy ampulosamente. No puedo concebir que un artista no est¨¦ al tanto de lo que escriben sus colegas. De Picasso se cuenta que mandaba a su secretario al estudio de Juan Gris: "A ver qu¨¦ anda pintando ese t¨ªo"; y es de una egolatr¨ªa enfermiza afirmar que escribes los libros que deseabas leer. Lo m¨¢s humano que un escritor puede sentir cuando visita una librer¨ªa es v¨¦rtigo, el v¨¦rtigo de saber que sus libros habr¨¢n de abrirse paso entre un n¨²mero abrumador de libros que ser¨¢n tan buenos o tan prescindibles como el suyo. Los m¨²sicos suelen dar por hecho que las personas que nos dedicamos a escribir somos m¨¢s sofisticadas y perspicaces. Me hace gracia esa creencia tan inocente, porque cuando yo estoy ante alguien que posee el don de la m¨²sica siento una emoci¨®n que no s¨¦ transmitir o lo hago muy torpemente. La otra noche fui al Auditorio Nacional, a escuchar uno de esos programas raros en los que se combinaba la m¨²sica sinf¨®nica con el bolero o el fado. Lo que me hab¨ªa arrastrado hasta all¨ª era ver una vez m¨¢s a Miguel Poveda. De Poveda he escrito mucho y no me cabe ninguna duda de que seguir¨¦ haci¨¦ndolo porque no hay nadie ahora mismo en Espa?a que cante "tan bonito, tan recogido" como Miguel. Los adjetivos no son m¨ªos, sino de Carmen Linares, que estaba en la puerta. La gran dama del flamenco, que suele pasar desapercibida por esa manera suya de confundirse en la calle con cualquier mujer, ten¨ªa una entrada de sobra y buscaba a uno de esos personajes que rondan los teatros esperando tener a ¨²ltima hora un golpe de suerte. La afortunada fue una mujer que primero mir¨® la entrada como si le hubiera tocado la loter¨ªa, y luego, al levantar la vista y reparar en que era Carmen Linares quien se la daba, se llev¨® las manos a la cabeza, como si no concibiera que se dieran esas dos circunstancias a un tiempo. Los m¨²sicos suelen ir a ver a otros m¨²sicos. Los flamencos suelen ir a ver a otros flamencos. Entre otras cosas, porque a menudo cantan, tocan, bailan, viajan juntos. Cuando sali¨® Poveda al escenario, yo imagin¨¦ a Carmen (no estaba a mi lado) mirando a su amigo con esos ojos grandes, claros, que de manera tan precisa transmiten lo que es ella, una mujer candorosa y con esa actitud confiada de las personas de buen coraz¨®n. Escuchaba, como yo, al joven genio, que canta con la sabidur¨ªa de los viejos y el arrojo de los j¨®venes, interpretar Vete de m¨ª, ese bolero que no puede ser interpretado por cualquiera despu¨¦s de escucharlo en boca de Bola de Nieve. Recuerdo cuando escuch¨¦ por primera vez al cubano. Hace casi veinte a?os. Bola de Nieve canta, cantaba, como si lo que expresara no se hubiera escrito, sino que fuera ¨¦l quien lo estuviera inventando en el momento. Bola de Nieve era ese viejo homosexual que le dec¨ªa a su joven amante: "T¨², que llenas todo de alegr¨ªa y juventud, y ves fantasmas en la noche de trasluz, y oyes el canto perfumado del azul, vete de m¨ª". Al escuchar estos versos interpretados por su voz tierna pod¨ªas imaginarlo en esa situaci¨®n exacta: el anciano que prefiere despedirse del muchacho al que ama antes de resultar pat¨¦tico. Y ahora, ah¨ª estaba Poveda, reinterpretando tantos a?os despu¨¦s las palabras que populariz¨® el pianista cubano. A los m¨²sicos, al menos a los que yo he tratado, les gusta rastrear por otros mundos, en principio, ajenos al suyo. No es extra?o que los flamencos admiren el blues o que los int¨¦rpretes de la m¨²sica cl¨¢sica se rindan ante un buen cantaor; sin embargo, qu¨¦ frecuente es que un escritor, para construirse a s¨ª mismo, sienta la necesidad de pisotear la obra de otro. ?Cu¨¢ntos escritores valientes nos siguen informando a d¨ªa de hoy de su desprecio por Gald¨®s! Oh, Dios m¨ªo, otro t¨®pico de la palabrer¨ªa intelectual. Qu¨¦ espa?ol result¨® finalmente aquello de matar al padre. Bueno, aqu¨ª no se le mata, aqu¨ª se le fusila. No puedo evitarlo, encuentro m¨¢s generosidad en el mundo de la m¨²sica. O puede que al no verse obligados a teorizar sobre su oficio parezcan m¨¢s inocentes. Cuando termin¨® el concierto, artistas y palmeros fuimos a celebrarlo. Al abrir la puerta de un bar de la zona, la clientela, entregada a beber y a fumar como si al d¨ªa siguiente fueran a entrar en vigor la ley antitabaco y la seca, rompieron a aplaudir a Poveda que entr¨® primero y a Linares que iba detr¨¢s. Los calamares estaban aceitosos, las croquetas eran puro mazacote, la tapa consisti¨® en unas papas tristes, pero las ca?as y el vino hacen milagros y fue una noche memorable. Carmen y Miguel estaban sentados frente a frente, rodeados de amigos. Hab¨ªa tal sinceridad en la admiraci¨®n que expresaban el uno por el otro que pod¨ªas presenciar de manera viva e intensa esa labor de artesan¨ªa con que un ser generoso construye una felicidad que nunca estar¨¢ al alcance del mezquino. No la comprende.
Los escritores son tremendos aficionados a los lugares comunes, dichos, eso s¨ª, muy ampulosamente
Dice Carmen Linares que no hay nadie en Espa?a que cante "tan bonito, tan recogido" como Miguel Poveda
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