El enigma persistente del f¨²tbol en Estados Unidos
Durante toda mi vida, me ha desconcertado la irrelevancia del f¨²tbol en Estados Unidos, pregunt¨¢ndome una y otra vez, como tantos en este planeta, c¨®mo puede ser que el deporte m¨¢s popular del mundo sea tan secundario y deslucido en la patria de Lincoln.
En mi caso, hay motivos personales para que me maraville de este ins¨®lito fen¨®meno, ya que mi adicci¨®n al f¨²tbol est¨¢ inextricablemente conectada a la historia norteamericana. En efecto, me enamor¨¦ del juego gracias al senador Joseph McCarthy y su caza de brujas anti-comunista. Si ¨¦l no hubiese perseguido a mi padre izquierdista, un funcionario argentino de Naciones Unidas, forzando a la familia a huir en 1954 desde Nueva York a Chile, es probable que hoy yo siguiera prefiriendo los deportes practicados durante mis diez asiduos a?os de ni?ez yanqui: el b¨¦isbol, el baloncesto, el belicoso American football. En vez de lo cual, el destino quiso que me sedujeran el idioma castellano, la revoluci¨®n chilena, una mujercita en particular y, por cierto, el esplendor del f¨²tbol. En la medida de que torpemente intent¨¦ competir, a la tard¨ªa edad de 12 a?os, en las canchas de Santiago contra jugadores que hab¨ªan estado pateando la pelota desde su infancia, llegu¨¦ a resentir la ausencia total de ese deporte en mis escuelas en Manhattan. Eso cambiar¨¢, me murmur¨¦, eso tiene que cambiar alg¨²n d¨ªa. Los norteamericanos, con su preeminencia en tantas otras actividades atl¨¦ticas, no pueden en forma eterna darle la espalda a un juego tan precioso y preciso e impredecible, a esta gloriosamente feroz danza del sudoroso cuerpo humano.
?Por qu¨¦ el deporte m¨¢s popular del mundo es tan secundario en la patria de Lincoln?
La falta de pausas constantes para dar publicidad en la tele les parece un lastre
De manera que me alent¨® encontrar una situaci¨®n menos abismal cuando, v¨ªctima de nuevos exilios, me instal¨¦ otra vez en Estados Unidos en los a?os ochenta. El soccer (como lo llaman los gringos) hab¨ªa comenzado su profesionalizaci¨®n, gracias a la concurrencia de Pel¨¦ al Club Cosmos en 1977, y ya millones de j¨®venes norteamericanos, hombres y mujeres, practicaban el deporte. Incluso, durante dos a?os, fui el diletante entrenador del equipo juvenil de mi hijo menor, Joaqu¨ªn, nada menos que en Durham, Carolina del Norte. Y poco despu¨¦s, en 1991, las mujeres yanquis ganaron el Campeonato del Mundo y enseguida en 1994 la Copa del Mundo de Hombres se disput¨® en nueve fervientes ciudades de Estados Unidos y, en 2002, el equipo norteamericano hab¨ªa logrado avanzar a los cuartos de final en Corea del Sur, insinuando la esperanza de que dentro de poco el f¨²tbol ser¨ªa tan ubicuo en Estados Unidos como lo era por doquier. Esa ilusi¨®n -robustecida recientemente por el milagroso gol del descuento de Donovan contra Argelia- se disip¨® con prontitud. Despu¨¦s de perder contra Ghana en el sobretiempo, los yanquis tuvieron que partir de Sud¨¢frica dejando tras s¨ª la misma pregunta acerca de la insuficiencia del f¨²tbol norteamericano que me desol¨® hace medio siglo.
Son m¨²ltiples las razones que tal vez esclarezcan esta precariedad. Los norteamericanos se han visto siempre como perpetuos pioneros, reinvent¨¢ndose incesantemente bajo cielos novedosos, y sus deportes m¨¢s populares son aquellos que se han apropiado de juegos m¨¢s tradicionales, modificando sus reglas en forma dr¨¢stica: el cricket se convirti¨® en b¨¦isbol, el rugby deriv¨® en el American football y hasta el baloncesto puede entenderse como una variaci¨®n de actividades de los pueblos originarios de Am¨¦rica.
Pero, ?c¨®mo tomar el f¨²tbol "for¨¢neo" y transformarlo en algo que no sea... bueno, f¨²tbol? El predominio de estos deportes m¨¢s "nativos" no le ha permitido al soccer hacerse del espacio necesario a nivel universitario y profesional para desarrollarse y obtener recursos, lo que a su vez imposibilita que este sea el camino hacia la grandeza so?ado masivamente por j¨®venes empobrecidos, la manera de que sus piernas superdotadas los saquen de la penuria y el anonimato. Los ni?os norteamericanos tienen el mismo talento de los j¨®venes en las favelas de R¨ªo o de las villas miseria de Nigeria, pero se canaliza desde una temprana edad hacia cauces m¨¢s claramente lucrativos.
Tampoco pueden los peque?os norteamericanos encandilarse con las maravillas del f¨²tbol por medio de la televisi¨®n. Este puede ser un problema casi irresoluble para que este deporte de veras avance en Estados Unidos, puesto que se plasma a partir de algo que es estructural y esencial al juego mismo.
Todos los otros eventos deportivos primordiales entre los gringos disponen de interludios e interrupciones donde avisos comerciales pueden florecer, pero una de las atracciones inaplazables del f¨²tbol es el ritmo inmisericorde de la competici¨®n una vez que ha comenzado la brega. Como en la vida misma, es imposible detener el reloj. Esta es una norma tan asentada que los organizadores han resistido el clamor casi universal de admitir las revisiones por v¨ªdeo, aun cuando el ¨¢rbitro haya llevado a cabo un dictamen flagrantemente err¨®neo que le ha costado a uno de los contrincantes la victoria. El juego sigue, le pese a quien le pese. Y si no se detiene para arreglar una injusticia, menos lo har¨¢ para conceder espacio para pausas comerciales.
?Este c¨²mulo de circunstancias significa que el f¨²tbol en Estados Unidos est¨¢ condenado a ser eternamente exiguo? Hay varios antecedentes que incitan a un t¨ªmido optimismo.
El primero es que Estados Unidos, a pesar de una creciente ola de chovinismo antiinmigrante, contin¨²a importando millones de ciudadanos del resto del mundo y esos nuevos residentes traen consigo, de contrabando, junto a sus cuerpos a menudo ilegales, el cari?o imperecedero por el f¨²tbol. Lo segundo es que estamos viviendo un momento hist¨®rico en que el famoso excepcionalismo norteamericano est¨¢ haciendo aguas.
Si los estadounidenses fueran capaces de abandonar en efecto la idea de que han sido escogidos por Dios para salvar el mundo, si esos ciudadanos estuvieran de veras abiertos a la posibilidad de que son id¨¦nticos a todos los otros humanos vivos y no tienen un destino ni manifiesto ni necesariamente superior o virtuoso, ?acaso no es posible que pudieran alg¨²n d¨ªa pr¨®ximo unirse al resto de la especie y celebrar todos juntos el m¨¢s bello deporte de nuestros tiempos?
?Acaso es inconcebible que dentro de unas d¨¦cadas este pa¨ªs pudiera ganar finalmente la Copa del Mundo?
Ariel Dorfman es escritor. Su ¨²ltimo libro es Americanos. Los pasos de Murieta.
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