Las ciencias m¨¢s claras
La ciencia y la tecnolog¨ªa dominan nuestras vidas, aunque nuestro "mundo emocional" pueda volar -o, mejor, creer que vuela- en otras direcciones, libre de semejantes ataduras. Pero los conocimientos cient¨ªficos y t¨¦cnicos, esos que nos encontramos a la vuelta de cada esquina, ll¨¢mense estos como se llamen (ordenador personal, Internet, teor¨ªa de la relatividad, horno de microondas, mec¨¢nica cu¨¢ntica, resonancia magn¨¦tica nuclear, DVD, sat¨¦lite espacial Hubble, c¨¦lulas fotovoltaicas o c¨®digo gen¨¦tico), no se obtienen gratis: sus profesionales, los que los "inventan" o controlan, los adquieren mediante un largo y exigente aprendizaje. Y como la mayor¨ªa de nosotros, la gente que puebla las calles y que viaja en el metro, no posee semejante educaci¨®n, ?qu¨¦ debe hacer?, ?resignarse a ser un convidado de piedra del globalizado mundo tecnocient¨ªfico, un mero usuario de lo que ve -por mucha que sea su pericia al mover el rat¨®n o apretar las teclas que sean- como "cajas negras"?
El 'Di¨¢logo', de Galileo Galilei, de 1632, posee algo que la mejor literatura de divulgaci¨®n cient¨ªfica deber¨ªa tener siempre: transparencia expositiva e imaginaci¨®n literaria
Afortunadamente existen caminos intermedios entre la pasiva ignorancia y el conocimiento riguroso. Uno de ellos lo proporciona la literatura de divulgaci¨®n cient¨ªfica, un g¨¦nero con una larga historia a sus espaldas. Obras de divulgaci¨®n cient¨ªfica son las Cartas a una princesa de Alemania sobre algunas cuestiones de f¨ªsica y de filosof¨ªa (1768, 1772) de Leonhard Euler (1707-1783), que recogen las misivas que envi¨® a la sobrina de Federico el Grande, que deseaba ser instruida por el Pr¨ªncipe de las Matem¨¢ticas, o dos libros debidos al f¨ªsico y astr¨®nomo Pierre-Simon Laplace (1749-1827), la Exposici¨®n del sistema del mundo (1796), en el que present¨® de manera asequible para lectores cultivados pero no especialistas una visi¨®n general de lo que la ciencia de la Ilustraci¨®n sab¨ªa acerca de, sobre todo, el Sistema Solar, y el Ensayo filos¨®fico sobre las probabilidades (1814), aquel en el que se puede leer esa frase famosa y estremecedora que dice: "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, as¨ª como la situaci¨®n respectiva de los seres que la componen, si adem¨¢s fuera lo suficientemente amplia como para someter a an¨¢lisis tales datos, podr¨ªa abarcar en una sola f¨®rmula los movimientos de los cuerpos m¨¢s grandes del universo y los del ¨¢tomo m¨¢s ligero; nada le resultar¨ªa incierto y tanto el futuro como el pasado estar¨ªan presentes ante sus ojos".
Habida cuenta del importante contenido filos¨®fico de dos de las anteriores obras, las Cartas y el Ensayo, es posible argumentar que estas no pertenecen realmente al ¨¢mbito de la divulgaci¨®n sino al de la filosof¨ªa. Pero semejante planteamiento es err¨®neo puesto que la divulgaci¨®n cient¨ªfica no se limita a la mera explicaci¨®n de apartados concretos de la ciencia (teor¨ªas, instrumentos, experimentos, cient¨ªficos), sino que puede, asimismo, ir m¨¢s all¨¢, penetrando en otros territorios intelectuales a la vez que se realizan tales explicaciones. Los libros de este tipo se pueden clasificar como de "divulgaci¨®n cient¨ªfica", pero tambi¨¦n de "ensayos", y como suele suceder en este g¨¦nero son tanto mejores cuanto m¨¢s rico es el mundo personal, la imaginaci¨®n y la habilidad narrativa de sus autores. De hecho, quienes se adentran en este ambiguo g¨¦nero suelen utilizarlo para defender ideas propias, detalle que aunque por un lado puede conducir a presentaciones interesadas, posee el atractivo de dotarlas de una vida que de otra forma tal vez carecer¨ªan. En m¨¢s de un sentido, y aunque pertenece por derecho propio a la clase de las obras inmortales de la historia de la ciencia, tambi¨¦n podemos considerar Di¨¢logo sobre los dos m¨¢ximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano (1632), de Galileo Galilei (1564-1642), como un libro de divulgaci¨®n. De hecho, fue precisamente por su ¨¦xito en divulgar el modelo helioc¨¦ntrico de Cop¨¦rnico por lo que su autor recibi¨® en 1633 la condena de la Inquisici¨®n romana, que contribuy¨® m¨¢s que su ciencia a que su nombre sea universalmente recordado. El Di¨¢logo de 1632 posee algo que la mejor literatura de divulgaci¨®n cient¨ªfica deber¨ªa tener siempre: transparencia expositiva e imaginaci¨®n literaria. Los tres personajes creados por Galileo para protagonizar ese di¨¢logo, Salviati, Sagredo y Simplicio, han pasado a formar parte de la cultura universal, de la misma manera que lo han hecho otros inolvidables personajes de ficci¨®n.
Y no es Galileo el ¨²nico Grande entre los Grandes de la ciencia que dio a luz una obra que cualquier texto de divulgaci¨®n deber¨ªa intentar imitar. Antes de que viese la luz su paradigm¨¢tico Origen de las especies (1859) -cuya claridad tambi¨¦n permite verlo como un texto de divulgaci¨®n a la vez que de may¨²scula creaci¨®n cient¨ªfica-, Charles Darwin (1809-1882) hab¨ªa escrito un libro que hizo de ¨¦l un autor de ¨¦xito: el, empleando el t¨ªtulo m¨¢s frecuente en castellano, Viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839), en el que describi¨® el periplo alrededor del mundo que realiz¨® en el Beagle entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, y durante el cual sembr¨® las semillas de las que a?os m¨¢s tarde brotar¨ªa su teor¨ªa de la evoluci¨®n de las especies.
La menci¨®n de nombres como los de Euler, Laplace, Kepler, Galileo o Darwin conduce directamente a una cuesti¨®n de gran relevancia en nuestro tecnificado mundo: ?deben los cient¨ªficos m¨¢s destacados, esos que iluminan los caminos de la investigaci¨®n cient¨ªfica, dedicar alg¨²n tiempo a escribir libros de divulgaci¨®n cient¨ªfica, tarea que puede "desviarlos" de practicar las habilidades por las que son preciosos? A pesar de lo muy conveniente que es disponer de tales exposiciones, no existe respuesta clara a esta pregunta. Es un hecho, no obstante, que los ejemplos en este sentido son cada vez m¨¢s numerosos, y que la n¨®mina hist¨®rica no se limita a los Euler y compa?¨ªa: Michael Faraday alcanz¨® renombre como divulgador, en conferencias que desde 1826 pronunci¨® en Navidad en la sede de la Royal Institution londinense (fruto de esa actividad fue un interesante librito titulado La historia qu¨ªmica de una vela), y Albert Einstein divulg¨® en 1917 sus dos teor¨ªas de la relatividad en un breve texto, Teor¨ªa de la relatividad especial y general, del que en 1922 ya se hab¨ªan realizado 14 reimpresiones, con un total de 65.000 ejemplares vendidos.
Pero como dec¨ªa antes, es en los ¨²ltimos a?os cuando m¨¢s, y con m¨¢s frecuencia, practican los cient¨ªficos la divulgaci¨®n cient¨ªfica. ?Lo hacen por "conciencia social"?, ?por deseo de ser conocidos m¨¢s all¨¢ de los limitados c¨ªrculos en los que desarrollan su actividad?, ?por ambiciones econ¨®micas? Seguramente, por todo esto, y no hay nada malo en ello, porque sean las que sean las razones todos nos beneficiamos (el ejemplo -y el ¨¦xito- de Stephen Hawking con su Breve historia del tiempo, tuvo un gran valor ejemplificador). El resultado es una producci¨®n abundante, no limitada a cient¨ªficos ya mayores, con sus capacidades creadoras limitadas. Nombres y t¨ªtulos distinguidos son, por ejemplo, James Watson, el codescubridor de la estructura del ADN, y su La doble h¨¦lice; la zo¨®loga Rachel Carson (Primavera silenciosa), el entom¨®logo Edward Wilson (Sobre la naturaleza humana), Rita Levi Montalcini y su conmovedor Elogio de la imperfecci¨®n, los f¨ªsicos Steven Weinberg (Los tres primeros minutos del Universo), Roger Penrose (La nueva mente del emperador) y Murray Gell-Mann (El quark y el jaguar), o a los bi¨®logos moleculares y de poblaciones Luca Cavalli-Sforza (?Qui¨¦nes somos?) y Jarred Diamond (Armas, g¨¦rmenes y acero).
Podr¨ªa, por supuesto, ampliar sin demasiada dificultad la anterior lista; mencionar, por ejemplo, a autores-cient¨ªficos como Ian Stewart, Lynn Margulis, Brian Greene, John Barrow, Martin Rees, Paul Davies o Craig Venter, y tambi¨¦n a espa?oles como Juan Luis Arsuaga, Jos¨¦ Mar¨ªa Berm¨²dez de Castro, Francisco Rubia, Jorge Wagensberg y, aunque no sean cient¨ªficos de formaci¨®n, Jes¨²s Moster¨ªn o Eduardo Punset, pero cualquier lista estar¨ªa incompleta si no incluyera a los dos mejores: el astrof¨ªsico Carl Sagan (1934-1996) y el paleont¨®logo y bi¨®logo evolutivo Stephen Jay Gould (1941-2002).
Ambos fueron magn¨ªficos cient¨ªficos, pero no quiero recordarlos por esto, sino porque supieron utilizar sus conocimientos profesionales para escribir libros maravillosos que no s¨®lo nos educaron en la ciencia, sino que tambi¨¦n conmovieron nuestras almas. Mostrando -en especial Gould- una cultura ampl¨ªsima y una gran nobleza literaria, supieron engranar de mil maneras la ciencia con todo aquello m¨¢s primitiva y sinceramente humano, con eso que hace que a veces hablemos de "la condici¨®n humana". Y no hay mejor literatura de divulgaci¨®n cient¨ªfica -o de lo que sea- que aquella que sabe hacer esto.
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