Rey del lavabo
Un literato mit¨®mano lo primero que hace al llegar por primera vez a Buenos Aires es olisquear el rastro que dej¨® Borges en distintos caf¨¦s y confiter¨ªas. Ese olfato de perro puede llevarte al Richmon de la calle Florida, al Tortoni de la avenida de Mayo, a la Biela frente al cementerio de la Recoleta, al restaurante Lola que est¨¢ al lado de donde Borges com¨ªa con Bioy Casares o a cualquier boliche de la calle Maip¨². As¨ª lo hice yo cuando llegu¨¦ a esa ciudad para la toma de posesi¨®n de Alfons¨ªn, en 1984, durante aquella fiesta democr¨¢tica con todos los fantasmas sangrientos de la dictadura militar flotando todav¨ªa en el aire. Lo mejor de estos itinerarios, quienquiera que sea el personaje que busques, en caso de que est¨¦ vivo, es que nunca se encuentra en ese lugar. Un camarero te dice: "Ese se?or ya hace mucho que no viene por aqu¨ª". Si est¨¢ muerto, el encargado te muestra la mesa donde sol¨ªa tomar una zarzaparrilla. Tambi¨¦n puede uno usar el lavabo pensando que ese gran escritor se alivi¨® contra la raja de lim¨®n que hace espuma en el fondo del urinario.
Un literato mit¨®mano lo primero que hace en Buenos Aires es olisquear el rastro que dej¨® Borges
Desde entonces he ido a Buenos Aires muchas veces, siempre con agrado, sin perder la mitoman¨ªa. En otros viajes he seguido la ruta de Borges y una de ellas me llev¨® al hotel del Tigre donde se suicid¨® Lugones. En todas las ocasiones he visitado la librer¨ªa Cl¨¢sica y Moderna en la calle del Callao, que es a la vez caf¨¦ concert, botiller¨ªa intelectual, refugio de lectores y artistas, un establecimiento muy famoso regido por una mujer divina, Natu Poblet. Pero en el ¨²ltimo viaje me sorprendi¨® que al entrar en el establecimiento, las camareras, los clientes habituales del caf¨¦, los dependientes de la librer¨ªa y algunos lectores me recibieran con una mezcla de admiraci¨®n y de pasmo, una desmesura que no se correspond¨ªa en absoluto con mi nombre. El revuelo solo era comparable al que se dedica a un artista de cine muy famoso. Esa noche cantaba blues una l¨¢nguida llamada Mim¨ª Kozlowski. Durante su actuaci¨®n a media luz o¨ªa cuchicheos de asombro a mi alrededor, "es ¨¦l, es ¨¦l", dec¨ªan unos con ojos desorbitados, otros con un gesto de incredulidad. No sal¨ª de dudas hasta que fui al lavabo.
En cualquier caf¨¦ o discoteca de moda se hace cada vez m¨¢s dif¨ªcil interpretar el s¨ªmbolo que distingue el lavabo de hombres y el de mujeres. Antes de que llegara la posmodernidad a los retretes p¨²blicos en cada puerta estaba escrito con todas las letras la palabra caballeros o se?oras. Bastaba con saber leer para no equivocarse, siempre que uno tuviera claro a qu¨¦ g¨¦nero pertenec¨ªa, algo que muchas veces no es nada f¨¢cil. El autorretrato de Durero o la imagen de la Gioconda fue la primera alternativa cl¨¢sica, pero despu¨¦s la disyuntiva se fue complicando. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tac¨®n de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez m¨¢s abstractos y ambiguos hac¨ªan que uno se confundiera en la encrucijada sobre todo si iba borracho y al abrir una puerta se oyera dentro un grito femenino o al rev¨¦s.
El lavabo del caf¨¦ concert de la librer¨ªa Cl¨¢sica y Moderna est¨¢ situado en un altillo. All¨ª descubr¨ª todo el misterio de mi fama inesperada. En la puerta del retrete de caballeros me encontr¨¦ con la foto de mi rostro de regular tama?o, sin m¨¢s explicaciones. Se supone que en ese espacio mi imagen era el s¨ªmbolo de una parte excretoria de la fisiolog¨ªa masculina, la m¨¢s secreta y solo debido a eso yo era famoso entre los dependientes y la clientela habitual del establecimiento. Una mezcla de vanidad y decepci¨®n se apoder¨® de mi ¨¢nimo. El asombro al verme entrar en el caf¨¦ no se deb¨ªa a que yo hubiera escrito un libro o alg¨²n art¨ªculo memorable. Simplemente yo era el se?or cuyo rostro estaba en la puerta del retrete de caballeros, un espacio angosto y unipersonal, que en ese momento estaba ocupado. Quise usarlo.
Mientras esperaba mi turno pens¨¦ que, sin duda, yo era el monarca absoluto que daba entrada al lavabo de caballeros, un reino de apenas tres metros cuadrados. Despu¨¦s pas¨¦ por la prueba de entrar en mi propio reino para ejercer mi funci¨®n real y el tipo que estaba dentro, al salir, se tropez¨® con la visi¨®n de mi rostro y lanz¨® un grito de p¨¢nico como si acabara de ver un fantasma. Consult¨¦ el caso con mi psic¨®logo, que es argentino, valga la redundancia. En principio yo no sab¨ªa si mi foto pegada a la puerta de un retrete de caballeros deber¨ªa ser tomada como un homenaje o como una forma de mandarme a la mierda. El psic¨®logo me dijo que servir de gu¨ªa a los hombres en ese momento era un reconocimiento m¨¢s importante que cualquier medalla.
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