El pacifista
Cuando el 6 de agosto de 1945 el Enola Gay desat¨® el infierno en Hiroshima por ¨®rdenes del presidente Truman, a¨²n no exist¨ªan los aviones inteligentes. Es posible (muy posible) que sigan sin existir, pero como m¨ªnimo el hombre puede haber encontrado la coartada que aniquile el ¨²ltimo de los grandes males de la humanidad: la culpa.
En 1945, cuando uno quer¨ªa lanzar una bomba en alg¨²n sitio no le quedaba m¨¢s remedio que ordenar a un piloto que la trasladara hasta el lugar en cuesti¨®n, y que hiciera lo posible para volver a salvo. Cualquier otra indicaci¨®n, incluyendo el sufrimiento del enemigo, carec¨ªa de consideraci¨®n alguna. En cierto modo, el efecto colateral era inevitable, pero no preocupante: matar en nombre de la causa adecuada era un acto de fe.
A Claude Eatherly se le encarg¨® la misi¨®n m¨¢s importante de la historia. El comandante deb¨ªa volar hasta Hiroshima y descargar all¨ª el arma m¨¢s letal de todos los tiempos. Eatherly cumpli¨® con su cometido sin protestar, aunque su lanzamiento no fue perfecto: la bomba at¨®mica cay¨® en pleno centro de la ciudad en lugar de en el puente donde deb¨ªa impactar.
Naturalmente, cuando volvieron a casa, el militar tejano y su tripulaci¨®n fueron tratados como h¨¦roes, pero mientras sus compa?eros aceptaban medallas y homenajes por doquier, Eatherly se encerr¨® en s¨ª mismo y dej¨® que los remordimientos se dieran un banquete en su interior. Cinco a?os despu¨¦s, en 1950, el estadounidense intent¨® suicidarse, pero fracas¨®. Aquel suceso le empuj¨® a la radicalidad de una conducta cercana al delirio que incluy¨® atracos a bancos y todo tipo de actividades poco recomendables, aunque sorprendentemente inocuas.
Por ello fue juzgado, declarado culpable y en cierto modo indultado por sus m¨¦ritos en combate. Como recompensa le internaron en un hospital militar para enfermos mentales, de donde fue entrando y saliendo hasta que el Ej¨¦rcito comprendi¨® que el ansia pacifista de aquel hombre, empe?ado en compensar de alg¨²n modo sus errores (la totalidad del bot¨ªn de sus golpes fue enviado por el propio Eatherly a una asociaci¨®n de ni?os hu¨¦rfanos de Hiroshima), no ten¨ªa freno, decidieron encerrarle all¨ª, declararle incompetente y tirar la llave lo m¨¢s lejos posible.
En 1959 su caso, el del "piloto loco de Hiroshima" llam¨® la atenci¨®n del fil¨®sofo alem¨¢n G¨¹nther Anders, que decidi¨® empezar una particular correspondencia con Eatherly. El resultado de su intercambio, recogido en el libro El piloto de Hiroshima. M¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites de la conciencia, es descorazonador. En el mismo puede apreciarse que el ¨²nico chiflado de esta historia es el tipo que confundi¨® culpa con locura y juzg¨® al militar con la crueldad que debe mostrarse con aquellos que dudan de la integridad del sistema, que cuestionan sus tripas, su coherencia, su legitimidad.
Probablemente Claude Eatherly, en su ingenuidad, asust¨® a los que creen que todo est¨¢ justificado. Ahora ya no tenemos esos problemas, todo el mundo es inocente aunque se demuestre lo contrario, nada es culpa de nadie. Al negar que seamos responsables de nuestros actos (ya sea en tiempos de paz o de guerra) destruimos la posibilidad de sentir el peso de la culpa, que como bien saben los que mandan, es el ¨²nico enemigo real. A eso -y no a otra cosa- deben referirse cuando hablan de progreso.

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