Deseo cumplido
Los dedos de la bailarina, Tamara Karsavina quiz¨¢s o la Toumanova o alguna pupila de la propia Malia, volaban hacia su rostro a este lado del espejo y all¨ª, tras la barra de academia Kchessinska?a en el 10 de Villa Molitor donde nunca puso los pies, el mundo era un allegro de piano midiendo los latidos felices de su coraz¨®n. "Piense en algo agradable", hab¨ªa ordenado aquella voz bajo las fr¨ªas luces cegadoras y ella vio los tobillos delicados y fuertes en posici¨®n, las caderas gr¨¢ciles y sinti¨® sobre s¨ª un aleteo de tules. Alarg¨® la mano sin miedo y roz¨® el raso resbaladizo de una de aquellas puntas que solo empezaron a usarse en 1801 con la misma reverencia con que acariciaba los autografiados programas de antiguos ballets que su marido le regalaba luego de mucha reb¨²squeda por rastros y subastas. Como si ¨¦l, buen y sol¨ªcito amante, hubiera intuido desde anta?o su pasi¨®n por las bailarinas y el secreto de que cuando hac¨ªan el amor, ella se enardec¨ªa imagin¨¢ndose entre los brazos de las muchachas pintadas por Degas... ?Acaso no le hab¨ªa asegurado a su madre a los siete a?os, a la salida de su primera funci¨®n de ballet, que "de mayor me enamorar¨¦ de una bailarina"? El encantador Ren¨¦ Blum, que morir¨ªa en Auschwitz y que entonces, en 1933, a¨²n dirig¨ªa los Ballets rusos de Montecarlo, sonri¨® y dijo: "Qu¨¦ hija espl¨¦ndida tienes, Gis¨¨le, tan peque?a y ya prendada de la belleza".
All¨ª, al otro lado del espejo m¨¢gico (?no era ese el t¨ªtulo del ¨²ltimo ballet de Petipa?), la belleza se salvaba de la edad y ella no era vieja. Ni lo era su mano que viajaba desde la nuca h¨²meda de rizos al movimiento de las rodillas y el vientre palpitantes. Y j¨®venes y dulces para siempre eran aquellos labios que ahora embeb¨ªan los suyos y esa clav¨ªcula deseable y las piernas tersas de vuelo de p¨¢jaro de fuego...
Fuego y vuelo, conjur¨® para s¨ª mientras se deslizaba sin aliento barra abajo y aquellas piernas (?pero no eran alas?) volv¨ªan a anillarle y elevarle en pen¨²ltima y audaz pirueta la cintura, segundos antes del Grand ?cart donde ya no hubo suelo ni techo, tiempo ni aire, m¨¢s all¨¢ del temblor profundo y maravilloso y del rel¨¢mpago de azules y rojos ante sus ojos que se demoraban en regresar...
"Vuelve en s¨ª", dijo alguien. Y no, no estaba en Venecia, en la isla cementerio de San Michele, musit¨¢ndole de reci¨¦n casada fervorosas confidencias a la tumba del gran Diaghilev. Tampoco en una desnuda sala de ensayo, con el piano mudo y la barra a solas.
"Mam¨¢, seg¨²n el cirujano no paraste de sonre¨ªr bajo la anestesia". Su hija Anna le as¨ªa las manos y su yerno Gauthier asever¨®: "te han dejado la r¨®tula estupenda, a¨²n te falta mucho para alcanzar el cielo, querida". Le sonri¨®, burlona (el ex sesentayochista reconvertido a conservador hablaba ¨²ltimamente demasiado de la salvaci¨®n del alma), y dijo solo: "si t¨² supieras".
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