G¨¢lvez y el jab¨®n
Si tu mujer llega a casa de madrugada con olor a jab¨®n en la ingle y el aliento mentolado, tienes que echarla o irte, depende de c¨®mo sea la relaci¨®n de fuerzas, porque es seguro que te la est¨¢ pegando. El olor a sexo, el olor a alcohol, son confusos; el del jab¨®n, el del mismo jab¨®n que usa en casa, jam¨¢s; elimina la posibilidad de la calentura ocasional, de la imprevisible tentaci¨®n victoriosa; delata planificaci¨®n.
Estuve todo un d¨ªa rumiando el discurso con el que iba a obsequiar a una amiga, a la primera que encontrara, para introducirle en la narraci¨®n de la escena que le hab¨ªa montado a mi novia, a mi compa?era, a lo que fuera Itziar para m¨ª hasta que me mand¨® empaquetar mis cosas el d¨ªa anterior.
Pilar no me crey¨® cuando le cont¨¦ lo de la infidelidad permanente de Itziar. Me mir¨® con pena y exclam¨®: "?Hombres!"
Ese aroma? El mismo aroma que el de mi casa. Llam¨¦ a Itziar. No perd¨ª el tiempo con galanter¨ªas. Le plant¨¦ las preguntas de sopet¨®n
Itziar contaba siempre a los amigos comunes que conmigo se hab¨ªa construido una relaci¨®n compleja, como tienen que serlo las relaciones importantes. Que se la hab¨ªa construido haciendo encaje de bolillos, lejos de cualquier tentaci¨®n fundamentalista, y sabiendo que no existe la entrega absoluta, que no hay que esperar de nadie que arriende su alma para siempre, que nadie es de nadie del todo, y por eso est¨¢ claro que no hay que ser sincero del todo, que no hay que contarlo todo, que caben muchas cosas, que cabe hasta la aventura ocasional siempre que no te la cuenten luego entre l¨¢grimas y disculpas; incluso, es mejor que no te la cuenten.
-G¨¢lvez, es mejor no contar los accidentes.
A Itziar el gustaba llamarme por el apellido, y est¨¢ claro que preve¨ªa que alg¨²n accidente iba a ocurrir alguna vez. Pero aquello hab¨ªa sido m¨¢s bien un choque en cadena, y con el mismo t¨ªo, porque, si no, a qu¨¦ ven¨ªa lo del jab¨®n con el mismo olor que el de casa.
O sea, que le mont¨¦ la escena y la ech¨¦ de mi vida de la manera m¨¢s digna, que era march¨¢ndome yo. Tengo que reconocer que la propiedad del piso le correspond¨ªa, que lo llevaba pagando ella un mont¨®n de a?os. Pero en todo caso, demostr¨¦ ser un caballero al no discut¨ªrselo.
Al d¨ªa siguiente, despu¨¦s de una buena bronca, sal¨ª de la que hab¨ªa sido mi casa durante tres a?os y me sumerg¨ª en la noche de Madrid, repleta de miles de orgullosos militantes del orgullo gay. No s¨¦ cu¨¢ntas cervezas me tom¨¦. Y acab¨¦ en casa de Pilar, claro. Una amiga casi de la infancia que era extraordinaria en todos los aspectos de la vida profesional y personal, salvo en uno: no ten¨ªa la menor intenci¨®n ni de tener relaciones sexuales conmigo ni de enamorarse de m¨ª. En eso era como casi todas las mujeres que he conocido, de una vulgaridad extrema. Pilar era, tambi¨¦n, como todas las mujeres que ha habido en mi vida, solidaria con su sexo. No me crey¨® cuando le cont¨¦, en la misma puerta de su casa, lo de la infidelidad permanente que hab¨ªa descubierto en Itziar. Me mir¨® con pena, despu¨¦s con un deje despectivo y exclam¨®:
?Hombres!
Menos mal que despu¨¦s, a?adi¨® lo de "anda, pasa" y me permiti¨® ocupar el cuarto de invitados junto con el escaso hatillo que hab¨ªa rescatado de mi abandonado hogar. Pero creerme, lo que es creerme, no me crey¨®. Le ped¨ª una copa.
No bebas mucho, no sirve de nada en estos casos. El alcohol agudiza lo peor de uno.
No te preocupes, bebo porque me gusta.
Entonces, te hago un martini, luego otro, y nos vamos a la cama. Ma?ana me voy de viaje. A las seis de la madrugada me viene a buscar un taxi.
Al cuarto martini me desmay¨¦. Y no so?¨¦ con Itziar. So?¨¦ con animales m¨¢s inofensivos, como dragones y ratas.
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Quien diga que bebe para olvidar es un ignorante. La ginebra pura es inolvidable. Se pega a cada v¨ªscera y muerde cada m¨²sculo. Por no hablar de las neuronas, de las pocas neuronas que sobreviven a ese tipo de excesos. Las puede uno contar y todas duelen. Pero eso es al d¨ªa siguiente.
En esas condiciones tuve que levantarme, darme una ducha eterna y encaminarme a la sede de Madriz Ca?¨ª, la revista de cerveza que un joven emprendedor hab¨ªa puesto en marcha con un ¨¦xito notable. Mi papel en el negocio no era desde?able. Ten¨ªa que escribir art¨ªculos "frescos y ligeros", en palabras del due?o, y acompa?ar al fot¨®grafo, llamado Agapito por culpa de su rencoroso padre, a retratar la espuma que rebosaba de las copas heladas de cada establecimiento al que dedic¨¢bamos un n¨²mero especial. Entrevistaba a clientes que se explayaban sobre la especial manera de servir la cerveza en Madrid, y cambiaba siempre sus respuestas para evitar la monoton¨ªa del "est¨¢ muy buena" que sal¨ªa de sus bocas manchadas de blanca muselina al probar, de gorra, el jugo del barril.
Joaqu¨ªn, el due?o, me obsequiaba cada mes con ochocientos euros en negro a cambio de mis servicios. Eso s¨ª, no escatimaba alabanzas a mi estilo suelto y riguroso.
Es sorprendente c¨®mo alguien de tu edad puede escribir de una manera tan joven.
Y yo me ten¨ªa que callar, porque no estaba para renunciar a una suma de dinero tan fabulosa como la que me pagaba cada mes. Peor lo ten¨ªa Miguel, el encargado de contratar p¨¢ginas publicitarias y de llevar los ejemplares gratuitos a cada establecimiento.
Ese d¨ªa me tocaba Camacho, una taberna de la calle de San Andr¨¦s donde se tiraban de verdad buenas ca?as y se serv¨ªan excelentes vasos de vermut de Reus, acompa?ados de pinchos de aceitunas o de patatas alioli. Yo conoc¨ªa bien el local porque estaba a 10 metros de la casa de la que hab¨ªa sido expulsado hac¨ªa apenas unas horas. Agapito, ese d¨ªa, justo ese d¨ªa, decidi¨® acompa?arme.
Y en Camacho, mientras intentaba matar la resaca con una ca?ita corta, que es como deben ser las ca?itas, me enter¨¦ por uno de los camareros de lo sucedido con Ram¨®n.
El camarero se apoy¨® en la barra de zinc y no se quit¨® el pitillo de la boca para dec¨ªrselo a uno de los clientes de su confianza:
A Ram¨®n se lo han cargao anoche. Le han rebanao el cuello.
?A Ram¨®n? Pero si ten¨ªa m¨¢s g¨¹evos que nadie -intervino un espont¨¢neo.
Habr¨¢ sido un moro -dijo otro, una vez levantada la veda.
O un payo poni, que tambi¨¦n usan navaja.
Lo del payo poni lo dijo un tipo de aspecto agitanado. Se refer¨ªa, por supuesto, a alg¨²n ecuatoriano.
La atenci¨®n de la variopinta clientela que se reun¨ªa all¨ª a mediod¨ªa, mezcla de modernos abogados laboralistas de sesenta a?os, asombradas top models australianas y tullidos nacionales de toda estirpe, se fue reuniendo en torno al asunto de Ram¨®n, en busca de sospechosos que resultaran veros¨ªmiles, aunque no se conociera ninguna otra circunstancia en torno al crimen. Yo me mantuve al margen, porque no me interesaba el asunto y no ten¨ªa el cuerpo para ruidos. Hasta que apareci¨® un nuevo dato, suministrado tambi¨¦n por el camarero:
Ha sido uno de los nuestros. Aqu¨ª mismo, en el portal de la casa de una vecina que es m¨¦dico.
Se dice m¨¦dica -intervino una chica de aspecto modoso.
Bueno -respondi¨® con tono de paciencia el camarero, se dir¨¢ m¨¦dica, pero ella es m¨¦dico. Eso es lo que dice. Lo s¨¦ porque es clienta.
?Se dice clienta o cliente? -irrumpi¨® Agapito, el fot¨®grafo.
A m¨ª no me pareci¨® graciosa la intervenci¨®n de mi compa?ero, y se me fue desvaneciendo la resaca. Porque aquellos datos se?alaban a Itziar como uno de los actores del drama. Y me di cuenta de que el finiquitado Ram¨®n pod¨ªa ser un tipo al que yo detestaba, un ingeniero que escrib¨ªa en sus ratos libres poemas de imposible comprensi¨®n y carentes de ritmo que, por razones que siempre se me hab¨ªan escapado, le encantaban a Itziar.
O sea, que el muerto era el tipo con el que mi mujer, mi compa?era, o lo que fuera mi Itziar hasta hac¨ªa un par de d¨ªas, me pon¨ªa los cuernos.
Mientras intentaba digerir la brutal informaci¨®n, el camarero se fij¨® en m¨ª y me utiliz¨® para hacer un alarde de hombre informado:
-Aqu¨ª, el caballero -y me se?al¨® conoce a la chica. Hablo de la que viene muchos s¨¢bados con usted. ?A que es m¨¦dico?
El silencio se hizo. Y todas las miradas se volvieron hacia m¨ª. Incluida la de Agapito.
Yo no ten¨ªa ninguna capacidad para responder, y mucho menos a una pregunta que era solo ret¨®rica.
Mientras me sub¨ªan al coche, empuj¨¢ndome la cabeza hacia abajo para evitar que me diera un golpe con la parte superior de la puerta, pude escuchar la estridente voz de Agapito:
?Abajo la represi¨®n! ?Viva la libertad de prensa!
Le secund¨® un clamor que yo supuse que proven¨ªa de los progres sesentones. Me pareci¨® que surg¨ªan pareados sobre el fascismo y el Gobierno socialista, pero no estoy seguro.
vvvv
Tampoco tuve capacidad para responder con una m¨ªnima coherencia a ninguna de las preguntas que me hicieron durante horas dos polic¨ªas, los dos mismos polic¨ªas que me cogieron del brazo en Camacho y me metieron en un coche para llevarme a la comisar¨ªa.
El viaje hasta la plaza de Castilla a bordo de un coche camuflado de la polic¨ªa me pareci¨® merecedor de un art¨ªculo para una revista de viajes, pero la que me empleaba a m¨ª era de cervezas, as¨ª que no tom¨¦ ning¨²n dato que me pudiera servir para darle un buen tono documentado. Tampoco me habr¨ªan dejado escribir nada en mi bloc los amables funcionarios que no me dirigieron la palabra en todo el viaje.
Me pareci¨® que era mi obligaci¨®n como detenido hacer las que yo supon¨ªa que eran preguntas de rigor:
-?Por qu¨¦ me hacen esto? ?De qu¨¦ se me acusa?
Y ellos cumplieron con su deber al no responderme, salvo con un contundente:
-Ya lo sabes t¨².
En realidad no lo sab¨ªa, pero s¨ª comenc¨¦ a tem¨¦rmelo, porque no hac¨ªa falta ser muy listo para hilar que a Itziar la relacionaban con la muerte de un tipo que pod¨ªa ser el que ella usaba para ponerme los cuernos. Pero no pod¨ªa estar seguro a¨²n de si me tocaba el papel de testigo o el de asesino.
?Asesino yo? Si a alguien se le hubiera pasado eso por la cabeza es que era un imb¨¦cil. Pero, ?y si los polic¨ªas eran imb¨¦ciles? ?Y si el juez era imb¨¦cil? Ganar unas oposiciones no garantiza estar vacunado contra esa enfermedad. Pero me puse en lo mejor: yo era un testigo. Tom¨¦ una buena porci¨®n de aire, hinch¨¦ mi pecho, levant¨¦ la cabeza y les solt¨¦ con una voz que me sali¨® m¨¢s tr¨¦mula de lo que habr¨ªa deseado:
-Jam¨¢s declarar¨¦ contra Itziar. La he amado hasta ayer -les previne.
Me sent¨ª bien. A ellos les dio lo mismo.
Es casi imposible reproducir con fidelidad un interrogatorio policial si uno es el interrogado. Supongo que los reincidentes con un grado suficiente de experiencia saben tanto como los agentes de la autoridad sobre eso. Pero un ciudadano normal jam¨¢s podr¨ªa hacerlo. Ni siquiera un asesino en serie, salvo que fuera detenido cada una de las veces.
Pilar estaba de viaje y no pude requerir sus servicios como abogada, y me pusieron a un jovencito asustado de oficio. Yo me pas¨¦ cuarenta y ocho horas en una celda mugrienta saliendo de cuando en cuando para enfrentarme a los dos mismos polic¨ªas que me hab¨ªan detenido. ?Es que no ten¨ªan otra cosa que hacer que preguntarme lo que hac¨ªa a las diez y media de la noche del 30 de junio de 2010?
Y era muy sencillo, por eso no entr¨¦ en ninguna contradicci¨®n. Estaba deambulando por Madrid, con un hatillo de ropa y unas carpetas de papeles in¨²tiles, tomando unas ca?as y pensando ad¨®nde ir, porque me hab¨ªan echado de casa. Sobre los sitios no pude ser muy preciso, porque mi estado an¨ªmico no era el mejor. ?Testigos? Ni uno. A m¨ª no me gusta contar al primero que me encuentre que me han puesto los cuernos. Para eso soy muy reservado. Es m¨¢s, ni siquiera se lo dije a los polic¨ªas. Y elud¨ª, como les hab¨ªa prevenido, cualquier pista que les pudiera conducir a la m¨¢s leve sospechosa sobre Itziar.
Mi gran experiencia vital me llev¨® a una conclusi¨®n a las cuarenta y ocho horas de estar a disposici¨®n de los polis: el sospechoso era yo.
-?Y para qu¨¦ iba a querer matar yo a un hombre al que solo conoc¨ªa de vista?
Por un ataque de cuernos. ?Por qu¨¦ te marchaste de casa?
Por cuestiones personales.
?Y no sab¨ªas que Ram¨®n Solares era un asiduo de tu pelirroja?
?Qui¨¦n es mi pelirroja?
No te hagas el tonto. Itziar Balseyro, la mujer con la que viv¨ªas hasta que te ech¨® de casa. Te encabronaste, te quedaste a esperar y le diste a Ram¨®n un tajo en el cuello en el portal. ?A qu¨¦ hora te fuiste a casa de tu otra amiga?
Pues no lo s¨¦, pero la pueden llamar.
Sabes de sobra que est¨¢ de viaje. Y que no se la puede localizar. Seg¨²n la declaraci¨®n de Itziar, tuviste tiempo para cargarte a Ram¨®n.
vvvv
La verdad es que ser juez de guardia tiene que ser duro. Y estos pobres funcionarios a los que les bajan el sueldo en situaciones de crisis han de lidiar con algo tan espantoso como enfrentarse a lo peor de la humanidad. ?C¨®mo va a sentirse un juez en su vida diaria despu¨¦s de ver lo que le ponen delante? No se trata de que desfilen por su despacho criminales, timadores, drogadictos o periodistas. Es que, adem¨¢s, se los presentan hechos un asco. Toda persona que lleva tres d¨ªas en un calabozo, sin apenas lavarse, sin apenas dormir, siendo interrogado y esperando a declarar tiene cara de culpable. Y el pobre juez es quien carga con una enorme parte de las consecuencias. Es imposible que puedan amar a casi nadie despu¨¦s de vivir esas experiencias cada d¨ªa.
Yo no pude hacer nada por la mujer que me toc¨® en suerte. Con guardar la cortes¨ªa y esconder mis manos para que no pudiera verse la porquer¨ªa que se me hab¨ªa acumulado en las u?as llegu¨¦ al tope de lo que pude ayudar.
?Se llama usted Julio G¨¢lvez?
S¨ª, se?ora juez.
Jueza -me corrigi¨® con un gesto adusto.
Vaya un comienzo. Ten¨ªa que arreglarlo, porque la primera impresi¨®n es definitiva en una relaci¨®n nueva.
?Cu¨¢l es su profesi¨®n?
Lo pens¨¦ tres veces. Era arriesgado, pero hay momentos en que uno se la tiene que jugar:
Periodisto.
Querr¨¢ decir periodista. En su profesi¨®n tienen el deber de trabajar con un lenguaje apropiado.
S¨ª, claro, normalmente soy periodista. Perdone, se?ora jueza.
vvvv
El resto del interrogatorio fue rutinario. Cosas como si yo sab¨ªa manejar un cuchillo y si me hab¨ªa limpiado la sangre en alg¨²n sitio. Bobadas de las que le preguntan a uno cada d¨ªa.
Despu¨¦s, la rueda de reconocimiento. Me pusieron en una sala angosta en un banquillo acompa?ado de un chino, dos moros y un tipo rubio de casi dos metros que iba medio desnudo y se adornaba la cabeza con un peinado punki. En la escueta camiseta que le cubr¨ªa a duras penas un torso musculado se pod¨ªan apreciar manchas se sangre. Daba miedo el tipo.
Sab¨ªamos todos que al otro lado del espejo estar¨ªa el juez acompa?ado de alg¨²n testigo para reconocer al presunto asesino de Ram¨®n. Y todos compusimos un gesto de inocencia exagerado. Menos los dos moros, que evidentemente sab¨ªan que no eran sospechosos de nada porque ser¨ªan culpables de algo distinto. Nos fuimos levantando a requerimiento de la voz que sal¨ªa del otro lado del espejo. Y despu¨¦s, nada. Salimos desfilando hacia el calabozo a esperar la decisi¨®n que tomara su se?or¨ªa.
El rubio se derrumb¨® en el calabozo. Nada m¨¢s llegar se llev¨® las manos a la cabeza y empez¨® a soltar una retah¨ªla de frases en alg¨²n idioma n¨®rdico que yo no dominaba del todo. Luego se levant¨® y se dedic¨® a golpear la puerta, hasta que varios polic¨ªas entraron y le redujeron y esposaron con maneras poco educadas.
Mi estancia en el juzgado dur¨® poco tiempo m¨¢s. El abogado de oficio estaba engallado al haber conseguido su primera libertad sin cargos. De forma confidencial me dijo:
Ha sido un crimen de maricones. El Ram¨®n se las tra¨ªa.
?Ram¨®n? -le quise contradecir, pero si se tiraba a mi chica?
Se encogi¨® de hombros y me dej¨® en un taxi.
vvvv
Pilar no estaba en casa de Pilar. Su viaje no hab¨ªa acabado. Y eso era muy bueno para m¨ª, porque me permit¨ªa no tener que narrar la experiencia de los ¨²ltimos d¨ªas.
Con parsimonia me hice unos huevos revueltos, que consum¨ª con un par de cervezas de la bien provista nevera de mi amiga.
Y con mayor parsimonia me dirig¨ª al ba?o para darme la ducha del siglo.
Primero, las manos. Lavarse las manos despu¨¦s de pasar tres d¨ªas en un calabozo puede ser un placer inigualable. Y m¨¢s si el jab¨®n tiene el aroma familiar de siempre. Me cepill¨¦ las u?as hasta la extenuaci¨®n y me enjabon¨¦ una y otra vez disfrutando de ese aroma y de la visi¨®n del agua que sal¨ªa por el sumidero cada vez m¨¢s limpia.
Ese aroma? el mismo aroma que el de mi casa. El mismo aroma que el de mi casa, el mismo aroma que el de mi casa?
Llam¨¦ a Itziar. Cogi¨® el tel¨¦fono enseguida. No perd¨ª el tiempo en galanter¨ªas. Le plant¨¦ las preguntas de sopet¨®n:
Nunca te lo hiciste con Ram¨®n, ?verdad?
El pobre Ram¨®n era gay.
Entonces, ?te lo hac¨ªas con Pilar?
No. No me lo hac¨ªa, me lo hago. Hay que ser lerdo para no haberlo pillado antes.
Jorge M. Reverte (Madrid, 1948). Periodista y escritor, estudi¨® Ciencias F¨ªsicas y Periodismo. Ha colaborado en revistas y peri¨®dicos como Posible, Ciudadano, Triunfo, Cambio 16 o EL PA?S. Ha sido director de informativos no diarios de TVE y es autor de libros de investigaci¨®n hist¨®rica y varias novelas, las m¨¢s conocidas de corte policiaco protagonizadas por el periodista Julio G¨¢lvez.
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