Huyendo de Hemingway
Si uno, por principio, trata de eludir los caf¨¦s y bares cl¨¢sicos del mundo en los que Hemingway haya asentado las posaderas, los viajes pueden convertirse en una pesadilla. En cualquier botiller¨ªa famosa que entres, siempre habr¨¢ un camarero que te diga que all¨ª estuvo Heming-way. Este tormento comienza en el Floridita de La Habana, donde este escritor, abri¨¦ndose paso entre el bullicio de la calle del Obispo, repleta de buhoneros, mendigos, contrabandistas de ron y limpiabotas, bajo el olor a jugo de ca?a de las guaraper¨ªas, iba a abrevar desde que en 1932 se instal¨® en la ciudad atra¨ªdo por la pesca en Coj¨ªmar y huyendo de la ley seca de Norteam¨¦rica. All¨ª el barman Constante, de origen catal¨¢n, le preparaba el daiquiri doble sin az¨²car, propicio para su diabetes. En un rinc¨®n de la barra tiene una escultura a la que se abrazan los turistas para retratarse.
En cualquier botiller¨ªa famosa, siempre habr¨¢ un camarero que diga que all¨ª estuvo el escritor
Si uno viaja a Par¨ªs, el bar del hotel Ritz, pese a que era muy frecuentado por Marcel Proust desmayado de melancol¨ªa y por Scott Fitzgerald sumamente ebrio, es el fantasma de Hemingway el que se ha apoderado por completo del espacio. Suceder¨¢ lo mismo en el Harry's Bar, situado en el 5 de la Rue Daunou, cerca de ?pera, donde penden sobre el mostrador los guantes de boxeo que el escritor dej¨® de recuerdo. All¨ª los turistas no son felices si no toman un bloody Mary.
A lo largo de la vida, dando vueltas por el mundo, cada bar o caf¨¦ famoso se acomoda al sentimiento que lleva el viajero. Tal vez no haya mejor lugar para sentarse en este planeta que la terraza del Flore o de Les Deux Magots en una ma?ana de primavera de Par¨ªs o en la Closer¨ªe des Lilas y o en La Coupole, antes de que fuera rehecha desde la base.
Ahora me viene a la memoria el caf¨¦ Americain, en Lidseplain, una ¨ªntima plazoleta de ?msterdam. En ese caf¨¦ enmaderado, de espejos biselados, a la luz de l¨¢mparas votivas hab¨ªa un ambiente de intelectuales y muchachas con libro, lectores decadentes ante las teteras de plata, en tardes de silencio con lluvia en las ventanas, mesas con pa?os bordados y porcelanas florales. All¨ª no estuvo Hemingway.
Llegado a Viena la ruta de los caf¨¦s es como adentrarse en el subconsciente de la ciudad, un laberinto de un lujo evanescente, del que Freud podr¨ªa sacar tantas lascas como de las alcantarillas de la pel¨ªcula El tercer hombre. En el caf¨¦ Tirolechof, los camareros sirven pasteles y cuentan lejanas hecatombes a unos j¨®venes reclinados en peluches rojos; en el caf¨¦ Central un Trotski de cart¨®n sigue jugando al ajedrez desde la ¨¦poca de entreguerras; el Hawelka, situado frente al Graben Hotel, donde se hosped¨® Kafka herido ya de muerte, bebe, grita y bracea la juventud bohemia dentro de un vapor de cerveza que empapa las vigas de madera; en el H¨¹bner dormitaban unos viejos camareros abrazados a sus bandejas de alpaca; en el Sperl, especializado en jud¨ªos resta en el aire una melancol¨ªa de tiempos pasados; el Landtmann recoge a los elegantes que salen del Burgtheater como figuras de Kimt. All¨ª se fumaba los puros Sigmond Freud. En la pel¨ªcula El tercer hombre se alude al caf¨¦ Mozart, el ¨²nico caf¨¦ de Viena que no existe, pero que los resume todos en el inconsciente colectivo.
En Praga son tres los caf¨¦s significativos. Frente al teatro nacional est¨¢ el Sl¨¢vie, junto al puente que a¨²n se llamaba Primero de Mayo. All¨ª escribi¨® Rilke los Relatos de Praga y el poeta Seifert, premio Nobel, se citaba con adolescentes ante un helado. Bajo sus globos modernistas discut¨ªa alguna vez Kafka con su amigo Max Brod frente a las turbias aguas del Moldava, aunque era el caf¨¦ Louvre donde se ve¨ªan todas las noches despu¨¦s del trabajo; pero en el caf¨¦ Europa, de la plaza Wenceslao, Kafka ley¨® en p¨²blico el relato La condena y se consagr¨® como escritor.
Si uno puede morir despu¨¦s de haber o¨ªdo tocar la canci¨®n de Amapola a todos los pianistas de los mejores hoteles del mundo, se puede decir lo mismo si uno se ha reflejado en los espejos biselados de todos lo caf¨¦s literarios donde se han sentado los mejores artistas. Desde principios del siglo XVIII sigue en pie el Florian de la plaza de San Marcos de Venecia donde una orquesta, como la del Titanic, un vals indefinido mientras la ciudad se hunde en la laguna. Pero de Venecia m¨¢s que la bombonera del Florian o el caf¨¦ del hotel Danieli donde vuelven a vagar las sombras de Proust y de Hemingway, prefiero la terraza del Gritti que da al Gran Canal.
Los caf¨¦s pasan de moda. Famosas posaderas que en ellos se sentaron ya no est¨¢n sino en el recuerdo literario. Puestos a vivir de melancol¨ªas el caf¨¦ que guardo en la memoria con m¨¢s agrado de mis tiempos de felicidad juvenil fue el Rosatti, en la plaza del Popolo de Roma, donde un d¨ªa de primavera tom¨¦ mi primer campari y en una mesa estaba Fellini y en otra Alberto Moravia. No consta que all¨ª estuviera Hemingway.
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