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RELATO EN NEGRO
Columna
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Una monta?a de huesos

El padre de la historia es una gran monta?a de huesos.

Her¨¢clito

La historia. El interminable ciclo de la historia.

Una ciudad ibera esperando el saqueo de las legiones de Claudio Marcelo.

El sudoroso silencio y la respiraci¨®n interrumpida de Cartago.

Constantinopla asediada por los turcos otomanos.

Par¨ªs a punto de ser ocupada por los alemanes.

Berl¨ªn aguardando a las vanguardias sovi¨¦ticas.

Una enorme pala mec¨¢nica congelada en medio de una avenida, con su mand¨ªbula en alto. Esa era una de las im¨¢genes que Arturo Andrade jam¨¢s podr¨ªa borrar de su cabeza en el futuro, cuando recordase los ¨²ltimos d¨ªas de Berl¨ªn. Otra ser¨ªa la imagen de una pareja haciendo el amor de una manera violenta, desesperada, con hambre atrasada, mientras alrededor la artiller¨ªa sovi¨¦tica ejerc¨ªa su Juggernaut, una fuerza irrefrenable que en su avance aplastaba todo lo que se interpon¨ªa en su camino.

Hab¨ªa estado a punto de aplastar una flor, ¨²nica, suicida, azul en medio de todo aquel Berl¨ªn como una fruta negra y arrugada
Hitler hab¨ªa jugado fuerte. Se hab¨ªa colocado sobre el tapete no para jugarse la existencia, sino la idea que se hab¨ªa hecho de ella
M¨¢s informaci¨®n
Una estatua de Lenin desata la pol¨¦mica en Montpellier

Aquella era la violencia desatada por la gloria y la fuerza de Stalin en los ¨²ltimos d¨ªas de abril. Cruzaba la ciudad en direcci¨®n a la Canciller¨ªa buscando los ¨¢ngulos, las esquinas, peg¨¢ndose a las paredes, esquivando los cr¨¢teres excavados por los obuses y a los rusos, que peinaban la ciudad desmantelando los ¨²ltimos puntos de resistencia. A esas alturas ya no sent¨ªa miedo, o por lo menos no ese miedo franco y consciente que atenaza las piernas, sino un malestar, una comez¨®n que no te pod¨ªas rascar y que electrificaba todo tu cuerpo, manteni¨¦ndote alerta. A medida que avanzaba, fachadas destrozadas, dejando ver el interior de las viviendas en dioramas de anteriores vidas, montones de escombros, veh¨ªculos quemados con su hierro torturado, cuerpos sin vida en posiciones siniestras? Aquellos eran los resultados de la corriente nihilista del III Reich, la misma que les hab¨ªa arrastrado hacia el infinito, una locomotora sin control que utiliz¨® los preludios de Litz para invadir la Uni¨®n Sovi¨¦tica y que ya no pudo ser detenida, la misma fuerza motriz que hac¨ªa que las SS siguieran defendiendo Berl¨ªn con una guerra perdida o que los americanos continuaran volatilizando ciudades enteras llenas de inocentes con una guerra ganada. Se invade por una cuesti¨®n de acumulaci¨®n, le hab¨ªa explicado un comandante, no se puede gastar tanto y tantos hombres y decirles despu¨¦s que nos vamos a casa.

El concepto de la pureza de sangre, el narcisismo ¨¦tnico, la homogeneidad y uniformidad del cuerpo social, la sublimaci¨®n de la sociedad de castas, la regimentaci¨®n, el adoctrinamiento, el tutelaje, la censura y el miedo que adormecen la cr¨ªtica y la aspiraci¨®n a la libertad? de todos aquellos fetiches ideol¨®gicos, al final la ¨²nica lecci¨®n de la guerra hab¨ªa sido que los hombres solo atacaban si eran j¨®venes, cr¨¦dulos y atl¨¦ticos y les sosten¨ªa alguna forma de apoyo mutuo como el miedo o la verg¨¹enza, algo que la propaganda se hab¨ªa encargado de moldear a la perfecci¨®n con sus discursos impregnados de muerte, inflexibilidad e intolerancia. La famosa "voluntad" era ¨²nicamente una exigencia social: resultaba m¨¢s f¨¢cil ir a la guerra que dejar de fumar.

Arturo cruz¨® otra calle irreconocible; hac¨ªa fr¨ªo, pero no tanto como cuando hab¨ªa combatido en Rusia, donde el ¨²nico calor proven¨ªa de la respiraci¨®n del compa?ero que ten¨ªas al lado o cuando orinabas sobre tus manos. Edificios negros y mudos, formas met¨¢licas retorcidas, r¨¢fagas de humo negro, el ulular de los ¨®rganos de Stalin, los proyectiles, el aire saturado de cordita, p¨®lvora y humo? de repente, en una avenida vac¨ªa se top¨® de frente con un hormiguero de frontovikis, salvajes, y se apresur¨® a esconderse. Para detenerlos solo quedaban otros salvajes, los franceses de la divisi¨®n SS Carlomagno, fan¨¢ticos y formidables, que llevaban d¨ªas jugando con los rusos una sangrienta partida de ajedrez. Combat¨ªan en cada casa, defend¨ªan cada mont¨®n de ruinas, cada esquina, cada cruce, convirtiendo las calles en enormes cementerios de tanques retorcidos y cuerpos de rusos y SS. Aquello era el sector Z, Zitadelle, un per¨ªmetro de un par de kil¨®metros alrededor de la Canciller¨ªa, donde se hallaban fuertemente acantonadas las ¨²ltimas defensas del Reich. Todo aquel desastre para defender una teor¨ªa de guisantes lisos y rugosos, un cuento de la buena pipa materialista recubierto con una capa de biolog¨ªa, y mezclado con darwinismo social mal digerido, pens¨® Arturo con iron¨ªa y mala leche, un c¨®ctel mesi¨¢nico para perfeccionar la raza? No hay en nosotros tanto mal como estupidez.

vvvv

En cuanto estuvo seguro de que no hab¨ªa enemigos a la vista, Arturo continu¨® embocando las calles, gui¨¢ndose por los restos ennegrecidos de las chapas que indicaban las direcciones o cualquier punto de las fachadas que le resultara todav¨ªa reconocible. La hedentina de la p¨®lvora, el hierro y los cad¨¢veres en descomposici¨®n, el tableteo de las ametralladoras, los silbidos estridentes, las fort¨ªsimas deflagraciones? En la marcha acud¨ªan a su cabeza recuerdos, frases, rel¨¢mpagos de ideas, aquel viejo soldado de la primera guerra que recordaba la terraza de un caf¨¦ en Francfort, delante del teatro donde tomaba t¨¦ y un cruas¨¢n, un desfile de las Hitlerjungen, la plaza amplia, todos los ni?os desfilando con banderas y gallardetes, con flautas, tambores y pu?ales hacia una ancha y gigantesca fosa, quincea?eros en 1939, y que con veinte a?os eran las fuerzas de asalto, los marinos, los pilotos, una generaci¨®n entera que se mor¨ªa, un rayo demoli¨¦ndolos a todos. El agregado de la embajada espa?ola que aseguraba que lo que diferenciaba a los alemanes de los espa?oles es que unos ten¨ªan mitolog¨ªa y otros folclore. El oficial que intentaba medir metodol¨®gicamente las razones de una victoria, la moral de combate, la capacidad de resistencia, la inteligencia del miedo, la torpeza de la ambici¨®n, la animalidad del odio, el irraciocinio de la venganza, el azar. Aquel r¨ªo de Rusia iluminado por la luna, donde flotaban cad¨¢veres que ten¨ªan brazos y piernas escayolados, lastrados que no flotaban normalmente, desliz¨¢ndose en posturas extra?as, dejando tras de s¨ª una estela de gasas. La curiosa afinidad que un artillero, profesor de universidad en la vida civil, hab¨ªa establecido entre la cultura de masas norteamericana y la vanguardia sovi¨¦tica, el isomorfismo y la idolatr¨ªa entre las estrellas de la pantalla y los l¨ªderes proletarios, su mecanizaci¨®n, el halo de ensue?o que rodeaba a ambos, Hollywood y el Kremlin unidos por el mismo glamour. Los choques suicidas de hombres gru?endo, gritando, las oleadas de calor de las masas de armas disparadas, el humo acre de las almas de los muertos, la lucha cuerpo a cuerpo? Todo, todo desafiaba la imaginaci¨®n y la percepci¨®n, solo se somet¨ªa a la memoria.

En una esquina, ya cerca de la Wilhemstrasse, Arturo se detuvo; hab¨ªa estado a punto de aplastar una flor, ¨²nica, suicida, azul en medio de todo aquel Berl¨ªn como una fruta negra y arrugada: tal parec¨ªa que la ciudad so?ase en aquel preciso lugar con un verano calmoso, sosegado. Dio un trago a la cantimplora, se recoloc¨® el fusil ametrallador. Continu¨® andando, el ruido de los cristales que tapizaban toda la calle bajo sus botas, obst¨¢culos en forma de sacos o amontonamiento de adoquines o tranv¨ªas volcados defendidos por espor¨¢dicos soldados de capotes sucios y viejos y ni?os harapientos que llevaban las cintas amarillas del Volkssturm. El alem¨¢n, que nunca hab¨ªa tenido ning¨²n miedo del hombre fuerte, del armado, solo tem¨ªa a los d¨¦biles, a los krankenvolk: miedo de reflejarse a s¨ª mismo. ?C¨®mo soportaban hoy aquel reflejo?

Arturo Andrade, Arturo Andrade, eres el fantasma de las navidades pasadas, se repet¨ªa a s¨ª mismo en una cantinela absurda que le ayudaba a mantener el ritmo, la concentraci¨®n. El ministerio de agricultura, el ministerio del aire? al fondo se elevaban las esquinas imponentes y confusas de la Nueva Canciller¨ªa del Reich, pero tuvo que torcer por la Prinz-Albert-Strasse porque los socavones provocados por la artiller¨ªa hab¨ªan reventado las conducciones del agua, inundando el ¨¢rea. Al desviarse pas¨® frente al edificio de la RSHA, sus garitas rojas y blancas, el primoroso palazzo que la despiadada acci¨®n de la artiller¨ªa sovi¨¦tica hab¨ªa transformado en un cascar¨®n. Solo unos d¨ªas atr¨¢s, la menci¨®n de aquella calle todav¨ªa despertaba fr¨ªos sudores en cualquier berlin¨¦s, el n¨²mero ocho era la sede de la Reichssicherheitshauptamt o RSHA, la Oficina de Seguridad del Reich, donde se combinaban las oficinas del SD, el servicio de seguridad de las SS, y la Sipo, la polic¨ªa de seguridad, que comprend¨ªa a la Kripo, la polic¨ªa criminal, y a la Gestapo, la polic¨ªa pol¨ªtica. Desde all¨ª era desde donde se hab¨ªa organizado metodol¨®gicamente un terror que hab¨ªa quemado hombres y abrasado fronteras durante seis largos a?os.

Arturo record¨® la estremecedora, inquietante conversaci¨®n que hab¨ªa mantenido en los s¨®tanos del complejo, semanas atr¨¢s, en una de las celdas de puertas picadas por el ¨®xido, saturadas por el olor a p¨¢nico, sangre, mierda, orina y sudor, el olor caracter¨ªstico de las salas de interrogatorio. Durante horas hab¨ªan estado machacando a un comisario pol¨ªtico que hab¨ªan capturado, un tipo duro; tras exprimirlo todo lo que pudieron acerca de las posiciones militares, el comisario y Arturo se quedaron a solas durante un buen rato. En el intervalo hablaron, y aunque la intenci¨®n era que Arturo lograse hundir psicol¨®gicamente sus defensas, lo que sucedi¨® fue que aquel mago de la dial¨¦ctica le hab¨ªa introducido en un callej¨®n sin salida en el que, con afiladas argumentaciones, le hab¨ªa mostrado c¨®mo el nacionalsocialismo era una mera perversi¨®n del comunismo, all¨ª donde hab¨ªa un determinismo racial se utilizaba el econ¨®mico, donde la Gestapo arrancaba las malas hierbas del Estado, lo sustitu¨ªa en NKVD, aunque la diferencia radicaba en que donde los nazis quer¨ªan el bien de los alemanes, los bolcheviques deseaban la salvaci¨®n de la humanidad. Y para ambos objetivos no hab¨ªa l¨ªmite para el asesinato, para la eliminaci¨®n de cualquier obst¨¢culo que se interpusiera en la utop¨ªa. Arturo todav¨ªa hab¨ªa rumiado aquellas ideas heterodoxas muchas horas despu¨¦s de dejar de escuchar los gritos con que los inquisidores de las SS, investidos de su oscuridad, legatarios del horror, hab¨ªan finado al comisario.

Aquella era una guerra extra?a, una guerra en que la industrializaci¨®n de la URSS hab¨ªa sido posible por empresas americanas, y Ford era tan famoso en la Uni¨®n Sovi¨¦tica como Lenin o Trotski; una guerra en que los aviones de Mussolini hab¨ªan funcionado con aeronafta sovi¨¦tica, y Stalin hab¨ªa invadido Finlandia con artiller¨ªa alemana, y en la que hab¨ªa negado asilo a los brigadistas espa?oles y mandado fusilar a sus agentes en Espa?a; una guerra en la que no hab¨ªa existido una Alemania blanca y otra negra, una que siguiera a Goethe y Humboldt y otra a Fichte y Hegel, no hab¨ªa solo m¨¢rtires o seguidores de Hitler, ni liberales po¨¦ticos y resistentes o violentos nazis; una guerra que era como un r¨ªo en el que se mete uno y el agua est¨¢ fr¨ªa pero luego ya no estorba nada, ni la sientes, nada. Se le ocurri¨® que si la creaci¨®n, la inspiraci¨®n y la originalidad nacen a chorros de la pasi¨®n, del odio, de la violencia, del dolor y la destrucci¨®n, aquella guerra hab¨ªa sido la mayor obra de arte de ese animal trascendente y desenfrenado llamado hombre. El Weltgeist, el esp¨ªritu del mundo, se consum¨ªa una y otra vez en el fuego para volver a renacer, y un mal tan end¨¦mico como el bien formaba parte del orden de las cosas. As¨ª deb¨ªa ser.

La Canciller¨ªa apareci¨® de repente entre el humo, un edificio como embrujado, cada perspectiva, cada contorno chamuscado con esa calidad brumosa y difuminada de las leyendas. Aquello era la arquitectura intentando crear la historia, un templo donde se hab¨ªa adorado al dios ario, el caos sometido a la voluntad, que no salvaba ni daba esperanza, que no conoc¨ªa la igualdad, y solo se dejaba adorar por el m¨¢s fuerte. Arturo entr¨® por el patio de honor, subi¨® las escaleras entre las dos grandes estatuas que representaban al Ej¨¦rcito y al Partido y entr¨® en la galer¨ªa de 146 metros, el "camino de los diplom¨¢ticos". En las paredes agujereadas se pod¨ªan ver grafitis obscenos escritos por los mismos SS que la custodiaban, el mobiliario volcado, peri¨®dicos tirados por el suelo, restos de alfombras, puntas de cigarrillos apagados, platos sucios? Aquello no era lo que el F¨¹hrer ten¨ªa en mente, pens¨® Arturo, cuando en Par¨ªs se coloc¨® al pie de la barandilla que le separaba de la tumba real de su ¨ªdolo, Napole¨®n, y contempl¨® la gran l¨¢pida de p¨®rfido rojo rodeada por doce estatuas que cubr¨ªan los seis f¨¦retros, cada uno de un metal precioso diferente, donde descansaban los divididos restos.

La artiller¨ªa arreci¨®, su ruido incesante y vehemente, el sonido torturado del metal que estalla, y busc¨® refugio en la sala de Germania; all¨ª descansar¨ªa unos momentos antes de dirigirse al F¨¹hrerbunker. Entr¨® en la habitaci¨®n y dej¨® la impedimenta, el casco, el arma y contempl¨® aquel milagro. La colosal y blanqu¨ªsima maqueta de Welthauptstadt Germania, la metr¨®poli que Hitler hab¨ªa so?ado con construir sobre Berl¨ªn para ser la capital del futuro Reich. Estaba iluminada por unos focos que mediante un mecanismo autom¨¢tico simulaban el arco diario del sol. Avenidas de siete kil¨®metros flanqueadas por las armas conquistadas al enemigo, arcos de triunfo de m¨¢s de cien metros de altura, el gigantesco cubo del Soldierhalle, el palacio de Hitler, que duplicar¨ªa en tama?o a la Domus Aurea de Ner¨®n? ministerios, plazas, museos, prisiones? todo dise?ado a la medida de la gigantoman¨ªa de Hitler, y al fondo, la Volkshalle, la Sala del Pueblo, con una capacidad para ciento ochenta mil personas, con una c¨²pula diecis¨¦is veces m¨¢s grande que la de San Pedro, coronada por un gran ¨¢guila. La maqueta hab¨ªa recibido una lluvia de fragmentos y pintura del techo provocada por las vibraciones del edificio, pero a¨²n se notaban sus ra¨ªces hundi¨¦ndose no en los cimientos de la Canciller¨ªa, sino abajo, mucho m¨¢s abajo, en el subsuelo de la raz¨®n, en un desorden est¨¦tico, antimaterial, porque aquella ciudad era fruto de una interpretaci¨®n perversa del romanticismo. Qui¨¦n lo iba a decir. La terrible y alucinante cosmovisi¨®n nazi, con sus cimas inh¨®spitas y sus abismos insondables, no era m¨¢s que una err¨®nea ex¨¦gesis del romanticismo, creer que la lluvia es el eco de las l¨¢grimas, conocer el valor de todo y el precio de nada, morir por una idea en vez de luchar por ella, perderse en jardines frondosos, desenterrar el cad¨¢ver de la amada despu¨¦s de haberla enterrado viva, confundir el ombligo con la luna? Terrible, terrible confundir el culo con las t¨¦mporas, concluy¨® Arturo.

Ahora todo aquello no era m¨¢s que una acumulaci¨®n de ruinas, calles sin nombre y monumentos demolidos. Se estremeci¨® al considerar todo aquel impulso f¨¢ustico: Hitler hab¨ªa jugado fuerte, de hecho hab¨ªa sido el jugador y la apuesta, y se hab¨ªa colocado sobre el tapete no para jugarse la existencia, sino para algo m¨¢s grave, la idea que se hab¨ªa hecho de ella, y por ello su imaginaci¨®n hab¨ªa sido m¨¢s verdadera que la realidad misma. Toda la habitaci¨®n vibr¨® por el impacto cercano de un ob¨²s, haciendo que cayese una nube de polvo blanco sobre Germania. Arturo a¨²n permaneci¨® unos momentos contemplando la maqueta. Luego decidi¨® que hab¨ªa llegado la hora de culminar la cima de toda aquella monta?a de huesos, y el punto m¨¢s alto se hallaba a quince metros bajo tierra, en el b¨²nker del F¨¹hrer. Se toc¨® con el casco, se terci¨® el arma, se ajust¨® la impedimenta y se dirigi¨® hacia la entrada del b¨²nker para cumplimentar la misi¨®n que le hab¨ªa llevado hasta all¨ª. Pero esa? esa era otra historia?

Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) es autor de seis novelas, entre las que destacan Los demonios de Berl¨ªn y El tiempo de los emperadores extra?os, que?recibi¨® el Premio de la Cr¨ªtica de Asturias y menci¨®n especial del Premio Dashiell Hammett en 2007 y que ser¨¢ llevada al cine pr¨®ximamente. Tambi¨¦n realiza columnas de opini¨®n y rese?as literarias en diversas publicaciones.

Una pareja haciendo el amor entre las ruinas de un Berl¨ªn asediado por la artiller¨ªa sovi¨¦tica
Una pareja haciendo el amor entre las ruinas de un Berl¨ªn asediado por la artiller¨ªa sovi¨¦ticaMIGUEL NAVIA
Muerte y desolaci¨®n en las calles de Berl¨ªn pocos d¨ªas antes de la entrada en la ciudad del Ej¨¦rcito sovi¨¦tico
Muerte y desolaci¨®n en las calles de Berl¨ªn pocos d¨ªas antes de la entrada en la ciudad del Ej¨¦rcito sovi¨¦ticoMIGUEL NAVIA

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