Lamento del erot¨®mano
Puede una prenda modificar un sentimiento?, hab¨ªa preguntado. Eran demasiados a?os dando clases de Est¨¦tica como para no conocer ese silencio. El aula era grande y el alumnado escaso. El eco de sus palabras le interrogaba, como si estuviera solo. ?Era el erotismo un sentimiento est¨¦tico? ?Era otra cosa? ?O simplemente ya no era? Cit¨® a Visconti. Habl¨® de una escena de Confidencias, con Burt Lancaster en el papel del viejo profesor, trasunto de aquel innombrable -se le consideraba un gran gaffe romano- de cuyos libros sobre arte neocl¨¢sico hab¨ªa sacado p¨¢rrafos enteros para sus clases. Era la primera vez, pens¨®, que hablaba de cine en clase: el profesor escucha m¨²sica en uno de los salones de su viejo palacio romano, un aria de Mozart que conoce bien. La sala est¨¢ casi a oscuras pero se vislumbran las pinturas mitol¨®gicas, los muebles Imperio, la gran alfombra d'Aubisson y ese tresillo reci¨¦n comprado, tan confortable, signo de una ¨¦poca que se le escapa. Entre las sombras, los tres cuerpos de esos j¨®venes: ella y ellos. Semidesnudos como los personajes de los cuadros que les rodean, silenciosos, envueltos por la voz gozosamente melanc¨®lica de la mezzo. Bailan, se besan y acarician, se contemplan en el esplendor inconsciente de su juventud. Al principio sin saber que son mirados m¨¢s all¨¢ de sus propios ojos; despu¨¦s, sabedores de que est¨¢n danzando no solo para s¨ª, sino que su vida, ahora, es tambi¨¦n una ofrenda y que la corriente que se establece entre la danza de sus cuerpos, la luz de su piel y la mirada del profesor, es la celebraci¨®n de esa misma vida: su plena consciencia.
En su adolescencia hab¨ªa sentido una feliz inclinaci¨®n por la geometr¨ªa de las nalgas, su m¨²sica de las esferas
?l siempre hab¨ªa entendido el erotismo como un acto de privacidad. Quiz¨¢ el supremo acto de la privacidad, su exaltaci¨®n. El erotismo, pensaba, reforzaba el yo; la pornograf¨ªa lo disolv¨ªa en lo p¨²blico, como una org¨ªa. En su adolescencia -frente a sus compa?eros de clase, que prefer¨ªan los pechos- hab¨ªa sentido una feliz inclinaci¨®n por la geometr¨ªa de las nalgas, su m¨²sica de las esferas, el doble secreto en su centro, su car¨¢cter de estuche perfecto para el rostro. Esa preferencia se hab¨ªa proyectado a lo largo de su vida, hasta que el tanga -?puede una prenda arruinar un sentimiento?- la hab¨ªa disuelto en el espacio p¨²blico, anulando su car¨¢cter privado. Sin secreto no hay erotismo -lo subray¨® dos veces mientras hablaba-; sin ofrecimiento de lo secreto, no hay erotismo. Mostrar el culo -el pantal¨®n ca¨ªdo- elimina, por exceso, su erotismo, socializ¨¢ndolo, en un esfuerzo paralelo a la vulgarizaci¨®n de las modelos en las revistas de lujo, como putitas de imitaci¨®n ideadas por hombres a los que no gustan las mujeres. Esa moda hab¨ªa mermado la intensa carga er¨®tica del culo femenino.
Se estaba volviendo viejo, sin duda. El fin del erotismo, ?era otro signo de la muerte del arte? Los ojos se le fueron hacia las contundentes nalgas de una alumna que abandonaba el aula. Su tanga era negro; su piel, de bailarina egipcia de la escuela tebana.

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