Noche oscura de Cheever
Hay diarios que es preciso leer con cautela para no intoxicarse con su desolaci¨®n. En la lectura de un diario hay siempre una parte adictiva, quiz¨¢s por contagio del h¨¢bito que fue dando lugar a su misma escritura. Cada d¨ªa o cada pocos d¨ªas el autor ha abierto un par¨¦ntesis peculiar de soledad para contarse a s¨ª mismo el cuento casi siempre mon¨®tono de su propia vida. Cada d¨ªa ha abierto el cuaderno que se va llenando poco a poco o el archivo del ordenador que es como el caj¨®n con llave donde se guardan las intimidades, y es posible que esa costumbre se haya rodeado de otras no menos ineludibles: quiz¨¢s una cierta hora del d¨ªa o de la noche, un lugar preciso, quiz¨¢s algo de tabaco o de alcohol, o alguna otra sustancia que haya ido formando parte tan indisolublemente del acto de escribir como la tinta o como el sonido de las teclas. Leemos ensayos o ficciones para dejarnos llevar por el impulso de un prop¨®sito, por un sentido de direcci¨®n que raras veces se percibe en el desorden natural de la experiencia. Lo que nos atrae de los diarios es precisamente que se parecen a la indeterminaci¨®n de la vida. Cada entrada es una hoja de calendario que tiene su lugar en el orden de los d¨ªas pero que tambi¨¦n se abre y se cierra sobre s¨ª misma, tan completa y separada de las otras como el arco de las veinticuatro horas o el del tiempo transcurrido entre el despertar y el regreso al sue?o.
Diarios.
John Cheever.
Traducci¨®n de Daniel Zadunaisky.
Emec¨¦. 504 p¨¢ginas. 24,50 euros.
El volumen de un diario lo abrimos por cualquier p¨¢gina y cada lectura caprichosa adquiere para nosotros un orden distinto
La figura p¨²blica del escritor adquiere una profundidad nueva en la que descubrimos los manantiales secretos de su inspiraci¨®n
Casi cualquier otro libro, salvo los de poemas o de aforismos o m¨¢ximas, los leemos de principio a final: el volumen de un diario lo abrimos por cualquier p¨¢gina y cada lectura caprichosa adquiere para nosotros un orden distinto, aunque en algunos casos el final atrae con una fuerza mal¨¦fica porque tambi¨¦n se?ala el final de una vida. S¨¢ndor M¨¢rai escrib¨ªa a m¨¢quina su diario, pero la ¨²ltima anotaci¨®n la hizo a mano, con letra diminuta, el 15 de enero de 1989: "Estoy esperando el llamamiento; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora". Su vida hasta el 21 de febrero, cuando se dispar¨® un tiro en la cabeza, es una sucesi¨®n de hojas en blanco en un cuaderno interrumpido. Entre el final de la escritura del diario y el final de la vida se abre un limbo sin palabras en el que quien ha interrumpido el h¨¢bito de escribir sigue caminando entre los vivos como un hu¨¦sped anticipado de la muerte. Imaginamos a S¨¢ndor M¨¢rai movi¨¦ndose muy despacio por el apartamento en el que desde hace mucho no entra nadie, un anciano torpe y casi ciego que busca a tientas el rev¨®lver con el que va a poner fin al duermevela triste de su vida.
"Basta de palabras. Un acto. No escribir¨¦ m¨¢s": Cesare Pavese hizo su ¨²ltima anotaci¨®n el 18 de agosto de 1950, pero no dej¨® su cuaderno en la mesita de noche en el hotel de Tur¨ªn y se tom¨® a continuaci¨®n las pastillas, como yo imaginaba. Vivi¨® a¨²n diez d¨ªas, y uno se pregunta si en ese tiempo no tuvo la tentaci¨®n de escribir de nuevo en su diario, aunque solo fuera por el impulso de un h¨¢bito demasiado antiguo como para desprenderse f¨¢cilmente de ¨¦l.
No se sabe cu¨¢nto tiempo pas¨® entre el ¨²ltimo apunte en el diario de John Cheever y su muerte, el 18 de junio de 1982. Blake Bailey, en su admirable biograf¨ªa, calcula que debi¨® de ser entre mediados y finales de mayo cuando el progreso del c¨¢ncer ya hab¨ªa acelerado su debilidad hasta el punto de no permitirle pulsar las teclas de la m¨¢quina. "Por primera vez en cuarenta a?os no he podido mantener con algo de cuidado este diario. Estoy enfermo. Este parece ser mi ¨²nico mensaje". Cheever escrib¨ªa a m¨¢quina su diario en hojas sueltas que luego encuadernaba y no pon¨ªa las fechas. La falta de marcas temporales hace que las anotaciones parezcan flotar con su recurrencia obsesiva en el teatro clandestino de la conciencia, en el que la voz del que escribe es un rumor sin descanso, sin apariencia de principio ni fin, como las divagaciones de un insomne que no distingue ninguna claridad en el dormitorio cerrado y no tiene idea de cu¨¢nto falta para el amanecer.
Despu¨¦s de la muerte de Cheever sus hijos encontraron veintinueve cuadernos que conten¨ªan entre tres y cuatro millones de palabras, seg¨²n el c¨¢lculo de Robert Gottlieb, que edit¨® una selecci¨®n de cuatrocientas p¨¢ginas, una vig¨¦sima parte del total. Emec¨¦ public¨® en 1993 una traducci¨®n de Daniel Zadunaisky que no s¨¦ si se podr¨¢ encontrar todav¨ªa. La edici¨®n americana de bolsillo sali¨® hace casi dos a?os, al mismo tiempo que la biograf¨ªa de Bailey. Leer ahora esos diarios sin fechas y con muy pocos nombres propios al mismo tiempo que el relato asombrosamente detallado de la vida es una experiencia arrebatadora. La figura p¨²blica del escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva en la que descubrimos los manantiales secretos de su inspiraci¨®n, el peso terrible de la verg¨¹enza, el remordimiento y la culpa, la sensaci¨®n permanente de extranjer¨ªa y de impostura, el pozo negro del alcohol.
El diario de Cheever, como el de Pavese o el de M¨¢rai, es una noche oscura del alma en la que no conviene internarse durante demasiadas p¨¢ginas seguidas. Yo casi siempre lo tengo a mano, pero pocas veces he le¨ªdo m¨¢s de unas pocas anotaciones seguidas. Muy pronto se vuelve irrespirable. Parece que me contagiara algo de la toxicidad de la nicotina y el alcohol con los que Cheever se estaba envenenando mientras escrib¨ªa. Escrib¨ªa tan borracho que apenas acertaba a golpear las teclas de manera que formaran palabras coherentes y tambi¨¦n cuando hab¨ªa dejado de beber y contaba con perverso sarcasmo el aspecto de derrota de sus compa?eros en las reuniones de Alcoh¨®licos An¨®nimos. Escrib¨ªa ensa?¨¢ndose en su inseguridad sobre el valor de su literatura y en un sentimiento de inferioridad y de miedo al fracaso y a la humillaci¨®n que no lo abandon¨® ni cuando tuvo un ¨¦xito indudable, en aquellos a?os finales en que su cara aparec¨ªa en las portadas de los semanarios influyentes y sus libros escalaban en las listas de ventas.
En su ¨¢nimo no cab¨ªan los estados intermedios: celebraba la maravilla de una ma?ana luminosa o de un paseo por un bosque de la mano de uno de sus hijos y a continuaci¨®n se hund¨ªa en lo m¨¢s l¨®brego de la resaca o del resentimiento conyugal. En un parque de Boston lleg¨® a implorarle un trago de su botella a un mendigo borracho. Se pas¨® una gran parte de la vida angustiado y avergonzado por sus impulsos homosexuales y en sus ¨²ltimos a?os disfrut¨® con desenvoltura del amor con hombres j¨®venes. Y casi cada d¨ªa, durante cuarenta a?os, sobrio o borracho, desesperado o feliz, se sent¨® delante de la m¨¢quina para escribir en su diario. La ¨²ltima anotaci¨®n termina con una despedida: "...me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama".
'Diarios'. John Cheever. Traducci¨®n de Daniel Zadunaisky. Emec¨¦. 504 p¨¢ginas. 24,50 euros. www.antoniomu?ozmolina.es
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