Con el vuelo de un abanico
El volar, adem¨¢s de privilegio de p¨¢jaros, es met¨¢fora de liberaci¨®n en muchas ocasiones. Y el vuelo, cuando es libre, puede implicar riesgo. La joven bailaora Roc¨ªo Molina representa uno de esos casos de genialidad precoz que la ha hecho madurar tempranamente, mientras alcanzaba el dominio del canon y la aceptaci¨®n casi un¨¢nime por sus trabajos. Quiz¨¢s por ello puede que sintiera ya las ganas de volar y de arriesgarse. Su necesidad se ha hecho virtud en una obra hermosa y desnuda, aunque no precisamente f¨¢cil; pero en la que no cabe duda que ha dado alas de libertad a sus necesidades expresivas m¨¢s ¨ªntimas. Y lo hace con bailes flamencos, que es lo que la mueve y lo que se impone en su obra, con independencia de los atuendos con que los vista, y por m¨¢s que los cantes, la m¨²sica o la escenograf¨ªa marquen unas pautas en algunos momentos muy determinantes.
CUANDO LAS PIEDRAS VUELEN
Compa?¨ªa Roc¨ªo Molina. Coreograf¨ªa y baile: Roc¨ªo Molina. Direcci¨®n esc¨¦nica, escenograf¨ªa e iluminaci¨®n: Carlos Marquerie. Direcci¨®n musical y arreglos de cante: Rosario Guerrero, La Tremendita. Cante: Rosario Guerrero, La Tremendita, Gema Caballero. M¨²sica original y guitarras: Juan Antonio Su¨¢rez Cano, Paco Cruz. Palmas: Vanesa Coloma, Laura Gonz¨¢lez.
Domingo, 19 de septiembre. Teatro de la Maestranza. Aforo: Lleno
La bailaora Roc¨ªo Molina representa un caso de genialidad precoz
Pongamos por caso el arranque, con prolongados minutos de cantes folcl¨®ricos antiguos mientras la protagonista yace entre piedras blancas. A este cuadro le seguir¨ªa su baile en¨¦rgico, percutido sobre tarima met¨¢lica y con la bailaora luciendo un escueto short negro y un top de igual color. No hay concesiones, pero su fuerza y el dominio de su cuerpo logran sacudir una aton¨ªa inicial que desemboca en el baile del mirabr¨¢s y de las canti?as, punto de disipaci¨®n de los sombr¨ªos presagios iniciales. Roc¨ªo baila con pantalones pirata y evoca, con su permanencia en la cuadratura de una losa, al mariscador atareado en mitad de una marea baja. Tambi¨¦n, ya se sabe, el cuadrado es met¨¢fora de la jaula, la de esos p¨¢jaros (?vaya elecci¨®n, por cierto, la del b¨²ho!) cuyas im¨¢genes se proyectan en una pantalla. Ni que decir tiene que la bailaora inicia aqu¨ª el proceso de su liberaci¨®n para posarse en un t¨²mulo de piedras.
Decididamente libre, la observamos sobre un taburete giratorio en el que el vuelo cobra una sorprendente plasticidad. Su forma de modular la figura sobre el artilugio, lejos de lo estramb¨®tico, puede llegar a emocionar. Entre cantes que no lograron superar el plano tono inicial, a pesar de las sabias aportaciones mel¨®dicas de Cano y Cruz en las guitarras, todav¨ªa Roc¨ªo ofrecer¨ªa dos bailes m¨¢s: primero fue el garrot¨ªn, innovador y chulesco en sus formas (un cigarro siempre en la boca), y despu¨¦s los tangos, que tuvieron su gracia, pero que no lograron evocar la fiesta que pretend¨ªan.
En el ¨²ltimo cuadro, en el que un inmenso firmamento de luces diminutas baja para enredar a todos los protagonistas en una suerte de jaula, se nos hace patente el trabajo del director Marquerie, que nos ha brindado un espacio esc¨¦nico singular: desnudo y muy abierto, en el que la peque?a figura de la bailaora corr¨ªa riesgo de perderse. No lo hizo. En cada espacio logr¨® brillar de forma distinta, como en el esbozo final de la guajira, pretexto quiz¨¢s para dejar en el teatro un aire de ¨¦litro, el producido por el sonido del abanico, imagen de un vuelo final y definitivo.
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