El legado de Tony Judt
Admirado tanto por su talla intelectual, como por su valiente respuesta a la enfermedad que le llev¨® a la muerte, el historiador defiende en un libro p¨®stumo la necesidad de ser cr¨ªticos con quienes nos gobiernan y mantiene que la disconformidad es la savia de la vida social
Quienes afirman que el fallo es del "sistema" o quienes ven misteriosas maniobras detr¨¢s de cada rev¨¦s pol¨ªtico tienen poco que ense?arnos. Pero la disposici¨®n al desacuerdo, el rechazo o la disconformidad -por irritante que pueda ser cuando se lleva a extremos- constituye la savia de una sociedad abierta. Necesitamos personas que hagan una virtud de oponerse a la opini¨®n mayoritaria. Una democracia de consenso permanente no ser¨¢ una democracia durante mucho tiempo.
Es tentador hacer como todos: la vida en comunidad es mucho m¨¢s sencilla cuando cada uno parece estar de acuerdo con los dem¨¢s y la disconformidad es adormecida en aras de las convenciones del compromiso.
Las sociedades y las comunidades en que estas faltan o se han desintegrado no prosperan. Pero la conformidad tiene un precio. Un c¨ªrculo cerrado de opiniones o ideas en el que nunca se permiten ni el descontento ni la oposici¨®n -o solo dentro de unos l¨ªmites circunscritos y estilizados- pierde la capacidad de responder con energ¨ªa e imaginaci¨®n a los nuevos desaf¨ªos.
Si los ciudadanos activos renuncian a la pol¨ªtica, abandonan su sociedad en manos de funcionarios mediocres y venales
Debemos hallar la forma de que las autoridades escuchen y respondan a quienes son su base y les paga: nosotros
Estados Unidos es un pa¨ªs fundado sobre comunidades peque?as. Como puede atestiguar cualquiera que haya vivido durante alg¨²n tiempo en uno de esos lugares, el instinto natural siempre es imponer una uniformidad normativa al comportamiento p¨²blico de sus miembros. En Estados Unidos, esta disposici¨®n en parte es contrarrestada por la predisposici¨®n individualista de los primeros colonos y por la protecci¨®n constitucional que otorgaron a la disconformidad individual y minoritaria. Pero este equilibrio, observado por Alexis de Tocqueville entre muchos otros, hace tiempo que se ha inclinado hacia la conformidad. Las personas siguen siendo libres de decir lo que quieran, pero si sus opiniones contradicen las de la mayor¨ªa, son marginadas de la sociedad. Como m¨ªnimo, el impacto de sus palabras es silenciado.
Gran Breta?a sol¨ªa ser diferente: una monarqu¨ªa tradicional gobernada por una ¨¦lite hereditaria que manten¨ªa su control del poder permitiendo e incluso incorporando la disconformidad y anunciando su tolerancia como una virtud. Pero el pa¨ªs se ha hecho menos elitista y m¨¢s populista; la vena no conformista en la vida p¨²blica ha sufrido una descalificaci¨®n constante -como Tocqueville habr¨ªa previsto-. Actualmente, el desacuerdo en¨¦rgico con la opini¨®n generalmente aceptada sobre cualquier cosa, desde la correcci¨®n pol¨ªtica hasta los tipos impositivos, es casi tan poco frecuente en el Reino Unido como en Estados Unidos.
Hay muchas fuentes de disconformidad. En las sociedades religiosas, particularmente en aquellas que tienen un credo establecido -catolicismo, anglicanismo, islamismo, juda¨ªsmo-, las tradiciones de disconformidad m¨¢s efectivas y duraderas est¨¢n enraizadas en diferencias teol¨®gicas: no es casualidad que el Partido Laborista brit¨¢nico naciera en 1906 de una coalici¨®n de organizaciones y movimientos en la que las congregaciones no conformistas tuvieron gran protagonismo.
Las diferencias de clase tambi¨¦n son un terreno abonado para la disconformidad. En las sociedades divididas en clases (o, en algunos casos, en las comunidades organizadas en castas), los que est¨¢n abajo suelen tener una fuerte motivaci¨®n para oponerse a su condici¨®n y, por extensi¨®n, a la organizaci¨®n social que la perpet¨²a.
En d¨¦cadas m¨¢s recientes, la disconformidad ha estado estrechamente relacionada con los intelectuales: un tipo de persona que primero se identific¨® con las protestas de finales del siglo XIX contra el abuso de poder por parte del Estado, pero que en nuestro tiempo es m¨¢s conocido por hablar y escribir a contrapelo de la opini¨®n p¨²blica.
Por desgracia, los intelectuales contempor¨¢neos han mostrado muy poco inter¨¦s en aspectos clave de la pol¨ªtica p¨²blica, mientras que han intervenido o protestado sobre temas definidos ¨¦ticamente en los que las opciones parecen m¨¢s claras. Esto ha dejado los debates sobre la forma en que debemos gobernarnos en manos de especialistas pol¨ªticos y think tanks, en los que rara vez tienen cabida opiniones no convencionales y el p¨²blico queda pr¨¢cticamente excluido.
El problema no es si estamos de acuerdo o no con un acto legislativo determinado, sino la forma en que debatimos nuestros intereses comunes. Por tomar un ejemplo evidente (por ser muy conocido): en Estados Unidos, a cualquier conversaci¨®n sobre el tema del gasto p¨²blico y las ventajas o desventajas de un papel activo del Gobierno enseguida se le aplican dos cl¨¢usulas de exclusi¨®n. De acuerdo con la primera, todos estamos a favor de que los impuestos sean tan bajos como sea posible y de que el Gobierno se entrometa lo m¨ªnimo en nuestros asuntos. La segunda -en realidad, una variaci¨®n demag¨®gica de la primera- afirma que nadie quiere que el "socialismo" sustituya nuestra forma de vida y de gobierno tradicional y eficiente.
A los europeos les gusta creerse menos conformistas que los estadounidenses. Les hacen sonre¨ªr los corrales religiosos a los que se retiran tantos ciudadanos estadounidenses, renunciando as¨ª a la independencia mental para adoptar el lenguaje del grupo. Se?alan las consecuencias perversas de los referendos locales en California, donde unas iniciativas legislativas populares bien financiadas han destruido la base fiscal de la s¨¦ptima econom¨ªa mundial.
Sin embargo, en un reciente refer¨¦ndum en Suiza se prohibi¨® la construcci¨®n de minaretes en un pa¨ªs en el que solo hay cuatro y donde casi todos los residentes musulmanes son refugiados bosnios laicos.
Y los brit¨¢nicos han aceptado sumisamente todo, desde las c¨¢maras de televisi¨®n de circuito cerrado hasta la vigilancia m¨¢s invasora de la intimidad, en lo que ahora es la democracia m¨¢s autoritaria y "sobreinformada" del mundo. En muchos aspectos, la Europa actual es mejor que los Estados Unidos contempor¨¢neos, pero est¨¢ lejos de ser perfecta.
Hasta los intelectuales han doblado la rodilla. La guerra de Irak vio c¨®mo la gran mayor¨ªa de los comentaristas brit¨¢nicos y estadounidenses abandonaban toda apariencia de pensamiento independiente y se alineaban con el Gobierno. La cr¨ªtica al ej¨¦rcito y a quienes ostentan la autoridad pol¨ªtica -que siempre es m¨¢s dif¨ªcil en tiempo de guerra- se margin¨® y se trat¨® casi como si fuera una traici¨®n. Los intelectuales de la Europa continental tuvieron m¨¢s libertad para oponerse a la precipitada campa?a, pero solo porque sus propios l¨ªderes eran ambivalentes y sus sociedades estaban divididas. (...)
Pero, al menos, la guerra, como el racismo, ofrece opciones morales claras. Incluso hoy, la mayor¨ªa de la gente sabe lo que piensa acerca de una acci¨®n militar o de los prejuicios raciales. Pero en el ¨¢mbito de la pol¨ªtica econ¨®mica, los ciudadanos de las democracias contempor¨¢neas nos hemos vuelto demasiado modestos. Se nos ha aconsejado que dejemos esas cuestiones a los expertos: la econom¨ªa y sus implicaciones pol¨ªticas est¨¢n mucho m¨¢s all¨¢ del entendimiento del hombre o la mujer corrientes, de lo que se encarga el lenguaje cada vez m¨¢s arcano y matem¨¢tico de la disciplina.
No es probable que muchos "legos en la materia" se opongan al ministro de Econom¨ªa o a sus asesores. Si lo hicieran, se les dir¨ªa -como un sacerdote medieval podr¨ªa haber aconsejado a su grey- que son cosas que no les incumben. La liturgia debe celebrarse en una lengua oscura, que solo sea accesible para los iniciados. Para todos los dem¨¢s, basta la fe.
Pero la fe no ha bastado. Los emperadores de la pol¨ªtica econ¨®mica en Gran Breta?a y Estados Unidos, por no mencionar a sus ac¨®litos y admiradores del resto del mundo desde Tallin hasta Tiflis, est¨¢n desnudos. No obstante, como la mayor¨ªa de los observadores comparten desde hace mucho sus gustos sartoriales, no est¨¢n en condiciones de decir nada. Tenemos que volver a aprender c¨®mo criticar a quienes nos gobiernan. Pero para hacerlo con credibilidad hemos de librarnos del c¨ªrculo de conformidad en el que tanto ellos como nosotros estamos atrapados.
La liberaci¨®n es un acto de la voluntad. No podemos reconstruir nuestra lamentable conversaci¨®n p¨²blica -lo mismo que nuestras ruinosas infraestructuras f¨ªsicas- si no estamos lo bastante indignados por nuestra condici¨®n presente. Ning¨²n Estado democr¨¢tico deber¨ªa poder lanzar una guerra ilegal sustentada en una mentira deliberada y no tener que responder de ello. El silencio que rodea la vergonzosa respuesta de la Administraci¨®n Bush al hurac¨¢n Katrina delata un cinismo deprimente hacia las responsabilidades y competencias del Estado: en realidad, esperamos que Washington no est¨¦ a la altura. La reciente decisi¨®n del Tribunal Supremo estadounidense de permitir el gasto ilimitado de las empresas en los candidatos electorales -y el esc¨¢ndalo de las "dietas" en el Parlamento brit¨¢nico- ilustra el papel incontrolado del dinero en la pol¨ªtica actual. (...)
Entretanto, la vertiginosa p¨¦rdida de apoyo del presidente Obama, en gran medida debida a su torpe defensa de la reforma sanitaria, ha contribuido m¨¢s todav¨ªa a la desafecci¨®n de la nueva generaci¨®n. Ser¨ªa f¨¢cil retirarse en un hast¨ªo esc¨¦ptico ante la incompetencia (y peor) de aquellos que actualmente tienen encomendado gobernarnos.
Pero si dejamos el desaf¨ªo de la renovaci¨®n pol¨ªtica radical a la clase pol¨ªtica existente -a los Blairs, Browns, Sarkozys, Clintons y Bushes y (me temo) Obamas-, solo acabaremos m¨¢s decepcionados.
La disconformidad y la disidencia son sobre todo obra de los j¨®venes. No es casual que los hombres y mujeres que iniciaron la Revoluci¨®n Francesa, lo mismo que los reformadores y planificadores del new deal y de la Europa de la posguerra, fueran bastante m¨¢s j¨®venes que los que los precedieron. Ante un problema, es m¨¢s probable que los j¨®venes lo afronten y exijan su soluci¨®n, en vez de resignarse. Pero tambi¨¦n tienen m¨¢s probabilidades que sus mayores de caer en el apoliticismo: como la pol¨ªtica est¨¢ tan degradada, debemos desentendernos de ella. (...)
Por consiguiente, lo primero que se le ocurre a un joven que quiere "comprometerse" es afiliarse a Amnist¨ªa Internacional o a Greenpeace, o a Human Rights Watch o a M¨¦dicos Sin Fronteras. El impulso moral es irreprochable. Pero las rep¨²blicas y las democracias solo existen en virtud del compromiso de sus ciudadanos en la gesti¨®n de los asuntos p¨²blicos.
Si los ciudadanos activos o preocupados renuncian a la pol¨ªtica, est¨¢n abandonando su sociedad a sus funcionarios m¨¢s mediocres y venales. La C¨¢mara de los Comunes brit¨¢nica ofrece actualmente un espect¨¢culo penoso: un reducto de enchufados, subordinados serviles y pelotas profesionales -al menos, tan lamentable como en 1832, la ¨²ltima vez que fue asaltada y sus "representantes" expulsados de su sinecura-. El Senado estadounidense, en el pasado un basti¨®n del republicanismo constitucional, se ha convertido en una parodia pretenciosa y disfuncional de su car¨¢cter original. La Asamblea Nacional francesa ni siquiera aspira al visto bueno del presidente del pa¨ªs, que la soslaya cuando quiere.
Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior. Con independencia de sus afinidades pol¨ªticas, L¨¦on Blum y Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin Roosevelt representaban una clase pol¨ªtica profundamente sensible a sus responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las circunstancias las que produjeron a los pol¨ªticos o si la cultura de la ¨¦poca condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la pol¨ªtica. Pol¨ªticamente, la nuestra es una ¨¦poca de pigmeos.
Sin embargo, es todo lo que tenemos. Las elecciones al Parlamento, al Senado y a la Asamblea Nacional siguen siendo nuestro ¨²nico medio de convertir la opini¨®n p¨²blica en acci¨®n colectiva dentro de la ley. As¨ª que los j¨®venes no deben perder la fe en nuestras instituciones p¨²blicas. (...)
El fracaso democr¨¢tico trasciende las fronteras nacionales. El vergonzoso fiasco de la Cumbre del Clima de Copenhague en diciembre de 2009 ya se est¨¢ traduciendo en cinismo y desesperanza entre los j¨®venes: ?qu¨¦ va a ser de ellos si no nos tomamos en serio las implicaciones del calentamiento global? El desastre sanitario en Estados Unidos y la crisis financiera han acentuado la sensaci¨®n de impotencia incluso entre los votantes con mejor voluntad. Hemos de actuar gui¨¢ndonos por nuestra intuici¨®n de una cat¨¢strofe inminente. (...)
La mayor¨ªa de los cr¨ªticos de nuestra condici¨®n presente comienzan con las instituciones. Dirigen su atenci¨®n a los parlamentos, los senados, los presidentes, las elecciones y los grupos de presi¨®n, y se?alan las formas en que se han degradado o han abusado de la autoridad que se les ha confiado. Cualquier reforma, concluyen, debe comenzar ah¨ª. Necesitamos leyes nuevas, sistemas electorales distintos, restricciones a los grupos de presi¨®n y a la financiaci¨®n de los partidos; debemos dar m¨¢s (o menos) autoridad al ejecutivo y hallar la forma de que las autoridades, elegidas o no, escuchen y respondan a quienes son su base y les paga: nosotros.
Algo va mal , de Tony Judt. Ediciones Taurus, 19 euros. (En catal¨¢n en La Magrana, 20 euros).
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