Flores para Amador
En los cursos de gui¨®n de mi juventud, a los alumnos que a¨²n ¨¦ramos nos propon¨ªan un ejercicio cl¨¢sico: el de inventarle unas circunstancias a los pasajeros que se sentaban a nuestro lado en el autob¨²s. Su actitud, su corte de pelo, la montura remendada de sus gafas, su lectura; la frecuencia con la que comprobaba su aspecto en el reflejo de la ventanilla, a su lado: todo era tomado en cuenta. Al que miraba a los lados nervioso, como temiendo ser reconocido, le adjudicabas una cita clandestina, un encuentro largamente deseado. Para la mujer que lloraba bajito inventabas una ausencia, una mala noticia, un paso en falso. Al que cabeceaba somnoliento, una larga jornada de trabajo, necesidad de dormir, o quiz¨¢ solo de so?ar. Como a maniqu¨ªes desnudos, les colocabas una historia encima y dabas un paso atr¨¢s para ver qu¨¦ tal les sentaba. Y a veces, como en las buenas pel¨ªculas, todo adquir¨ªa sentido. La realidad daba la raz¨®n a la ficci¨®n, y la mujer que lloraba en secreto se bajaba en una parada pr¨®xima a un hospital.
Lo peor de las decisiones no es tomarlas, piensa Marcela. Es tener que vivir con ellas
Los aprendices de guionista entreten¨ªamos as¨ª el trayecto de regreso a casa, observando a los ocupantes del autob¨²s, su pasaje nocturno mucho m¨¢s interesante que el de las primeras horas del d¨ªa, por m¨¢s vivido, por menos predecible. Sab¨ªamos que el de determinadas rutas superaba al de otras como materia narrativa, que los populares b¨²hos del fin de semana contaban a menudo la misma historia, y que el Circular era, de todos, el mejor: su trayecto recorr¨ªa desprejuiciado barrios y clases sociales, hospitales y estaciones, ministerios y universidades. Todo en ¨¦l era, por tanto, posible.
Solo era eso. Un juego de gui¨®n. Un ejercicio que estimulaba tu imaginaci¨®n y hac¨ªa m¨¢s corto el camino de vuelta a casa.
Hoy, muchos guiones despu¨¦s, me pregunto qu¨¦ habr¨ªa imaginado entonces si hubiera visto a Marcela en el autob¨²s, cargada de flores. ?Las vende? ?A qui¨¦n se las lleva? Se sienta en el asiento que se reserva para las embarazadas; eso no significa que lo est¨¦, pero tampoco lo contrario. ?Por qu¨¦ est¨¢ preocupada? ?Esconde algo? Mira hacia el cielo con frecuencia, se siente vigilada. ?Por qui¨¦n? Pero sobre todo, ?por qu¨¦?
Esta fue una de las primeras im¨¢genes que vinieron a mi cabeza cuando empec¨¦ a escribir Amador. La de una chica joven en un autob¨²s, cargada de flores y mirando al cielo, acorralada. Para desentra?arla, he hecho esta pel¨ªcula.
Y es que uno escribe, sobre todo, guiado por la curiosidad. Escribe para comprender, para ampliar, como escribi¨® Bioy Casares, las habitaciones de la vida. Conviene para ello preservar tu capacidad de sorpresa, tu inocencia, y escribir junto al ni?o que fuiste. La curiosidad ser¨¢ el motor, y la ficci¨®n el mecanismo l¨®gico que te ayudar¨¢ a explicarte, y explicar la vida. Se convierte as¨ª en una sofisticada herramienta de comprensi¨®n de la realidad, que utiliza la representaci¨®n y la s¨ªntesis para alcanzar sus conclusiones. O por lo menos para intentarlo. Acaso la ficci¨®n sea, para los que creemos en ella, lo que la fe es para los devotos. La ¨²nica manera de someter la vida a unas normas, de otorgarle tempo narrativo, actos, estructura; de someter a una l¨®gica lo que no la tiene ni podr¨¢ tenerla nunca. La manera, en definitiva, de darle un sentido.
Se escribe tambi¨¦n en defensa propia. Hacer pel¨ªculas es la mejor manera que conozco de reinventar la realidad, de ajustar cuentas con ella. Quiz¨¢ la ¨²nica.
Amador habla antes que nada de la vida, de c¨®mo a veces ni siquiera la muerte se basta para detenerla. Todas las decisiones se toman aqu¨ª en su nombre. Ella es la verdadera protagonista de esta historia: su motor, su principio y su fin, su necesidad. La vida que llora en las bodas y se r¨ªe en los tanatorios, confundiendo dalt¨®nica alegr¨ªa y dolor; la que no sabe de g¨¦neros, ni quiere, ni puede.
La vida con su poco de muerte, claro; y con su pr¨®rroga a veces.
Y es que quiz¨¢ esta pel¨ªcula, a ratos oscura y silenciosa, sea la m¨¢s luminosa que he hecho. Porque busca la vida como la busca Marcela: con desesperaci¨®n. Pone la muerte a su servicio y, al hacerlo, por un instante, le da sentido.
Marcela queda este verano al cuidado de Amador, un se?or mayor postrado en cama, con lo que cree ver sus problemas resueltos. Pero un suceso inesperado dejar¨¢ pronto a la chica enfrentada a un delicado dilema moral, ese que plantea a diario la supervivencia. Entre actuar como le dicta la conciencia o como le obliga la necesidad. La pel¨ªcula asiste as¨ª a un debate ¨¦tico, entre lo que somos y lo que las circunstancias nos imponen ser.
Conecta Amador con el tiempo de dificultad colectiva que estamos viviendo, desde la mirada de aquellos para quienes esa dificultad no es nueva. Su precariedad no depende de lo que haga la Bolsa o titulen los peri¨®dicos, porque es vieja conocida: les acompa?a como antes acompa?¨® a sus padres, en sus pa¨ªses de origen, y sac¨® pasaje a su lado cuando decidieron emigrar, huyendo de ella. Proceden del otro lado de la fortuna. Su combate se libra a cien asaltos y el rival es la vida: se abrazan a ella con fuerza cada vez que sienten que les va a derribar, y no les da miedo caer, porque aprendieron a contar hasta diez en la lona.
Tengo el convencimiento de que la historia que cuenta Amador est¨¢ pasando ahora mismo, en cualquier barrio de cualquier ciudad. La seguridad de que una mujer est¨¢ teniendo que tomar en este mismo momento una decisi¨®n dif¨ªcil, acorralada por las circunstancias. La seguridad de que, se llame o no Marcela, esa mujer es ella tambi¨¦n, y hoy sigue sentada en el autob¨²s, cargada de flores, mirando al cielo.
Tiene que tomar una decisi¨®n dif¨ªcil, por eso est¨¢ preocupada. O quiz¨¢ la ha tomado ya, y sea eso lo que le inquieta. Lo peor de las decisiones no es tomarlas, piensa Marcela. Es tener que vivir con ellas.
Pero elegir entre lo malo y lo peor no es, t¨¦cnicamente, elegir. Dice Tom Joad en Las uvas de la ira que no es necesario tener valor para hacer algo, cuando ese algo es lo ¨²nico que puedes hacer.
Marcela lo sabe bien. Como sabe que nada volver¨¢ a ser igual en su vida despu¨¦s de este verano.
Como en aquel tiempo lejano en el que busc¨¢bamos el oro de las historias en los autobuses que nos llevaban a la facultad, he visto en uno de ellos a Marcela con sus flores, mirando al cielo. Y he querido saber m¨¢s de ella: qu¨¦ esconde, de qui¨¦n huye, qu¨¦ persigue. Me he bajado en su parada y he seguido con sigilo sus pasos, evitando su mirada en las esquinas. Y le he visto mentir y culparse por ello, y llorar y re¨ªr casi al tiempo; abrirse paso entre la culpa y la necesidad, luchar por lo que de verdad importa, sorprenderse de su propia fuerza al hacerlo. Y le he visto flaquear tambi¨¦n, claro; pero tambi¨¦n resistir y sembrar, y flaquear otra vez, pero siempre devolvi¨¦ndole a la vida el doble de lo que la vida le da a ella.
Como en aquel tiempo lejano en el que ¨¦ramos a¨²n estudiantes, he visto en un autob¨²s a Marcela con sus flores, mirando al cielo, y he hecho Amador para ella.
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