Amar la duda
Al ignorante, por su condici¨®n de tal, todo deber¨ªa sorprenderle y, sin embargo, nada parece venirle de nuevas. Pensaba en esta sencilla idea hace alg¨²n tiempo, mientras ve¨ªa distra¨ªdamente un programa de la televisi¨®n p¨²blica catalana dedicado a las novedades semanales de la cartelera cinematogr¨¢fica de Barcelona. Tras informar de una pel¨ªcula (jurar¨ªa que sobre vampiros) dirigida primordialmente al p¨²blico adolescente, el programa inclu¨ªa un reportaje realizado a la salida del cine en el que se proyectaba el filme en cuesti¨®n. Las opiniones que, en caliente, manifestaban los espectadores no llamaron mi atenci¨®n hasta que termin¨¦ por darme cuenta de algo que tend¨ªa a repetirse, y que me desconcert¨® levemente. Los espectadores de mediana edad eran proclives a destacar de lo que acababan de ver los aspectos que hab¨ªan encontrado diferentes o nuevos. Los m¨¢s j¨®venes, en cambio, no paraban de repetir -con un cierto aire de suficiencia, no exenta de un rictus de ligero fastidio (ya saben: elevaci¨®n del labio superior por uno de sus extremos)- la expresi¨®n "lo t¨ªpico", para resaltar el escaso impacto que les hab¨ªa causado la pel¨ªcula.
?Son estos j¨®venes insustanciales y acomodaticios los que van a cambiar lo que ahora hay?
Horkheimer dijo: "El desprecio por la teor¨ªa es el inicio del cinismo en la pr¨¢ctica"
Descartada la hip¨®tesis de que todos aquellos j¨®venes fueran rematados cin¨¦filos con un profundo conocimiento de la historia del s¨¦ptimo arte (hip¨®tesis que deber¨ªa complementarse con la de que los adultos hab¨ªan sido seleccionados por su entusiasta ignorancia acerca del mismo asunto), la pregunta que de forma casi inevitable parec¨ªa surgir era la del origen de lo que daba toda la impresi¨®n de ser una tenaz resistencia por parte de los adolescentes entrevistados a dejarse sorprender. Resistencia que parec¨ªa contradecir el t¨®pico de la infatigable curiosidad como rasgo constitutivo de las edades m¨¢s tempranas, de igual modo que pone en cuesti¨®n el que considera el resabio esc¨¦ptico como la determinaci¨®n m¨¢s caracter¨ªstica de la madurez.
Confieso que me entristeci¨® la imagen de aquellos j¨®venes empe?ados en mostrarse como si estuvieran de vuelta de todo. Quiz¨¢ hubieran mudado su actitud de saber que un joven resabiado es lo m¨¢s parecido a un anciano que apenas hubiera vivido, que tuviera un pasado perfectamente vac¨ªo, y que, sin embargo, no dejara de apelar a la autoridad de la experiencia acumulada a sus espaldas. Pero vivir significa tener una determinada relaci¨®n con lo que nos va ocurriendo, y eso no es algo que nos venga dado, con lo que podamos contar de antemano: necesitamos la colaboraci¨®n de quienes nos precedieron en el uso del pensamiento y de la vida, y que tuvieron la generosidad de dejarnos el regalo del destilado te¨®rico de su experiencia. Y, es curioso, casi todos, desde S¨®crates, coincidieron en algo: la pasi¨®n te¨®rica es la chispa que salta cuando entran en contacto la conciencia de nuestra oce¨¢nica ignorancia y nuestra inagotable curiosidad. Con otras palabras: la desesperada avidez por entender lo que nos pasa constituye, sin duda, uno de los mejores legados que les podemos dejar a las generaciones futuras.
Todo lo contrario, como f¨¢cilmente se deja ver, de ese modelo de joven modelado con la forma de lo existente, dise?ado para enfundarse en lo real como en una segunda piel (ya saben: eficiente y eficaz, rentable, competitivo, ambicioso, seguro de s¨ª mismo, etc¨¦tera.), que al gunos parecen empe?ados en intentar producir. Perfectamente insustancial e irreprochablemente adaptativo.
?Son estas las personas que podr¨ªan mejorar lo que ahora hay? Se equivocan nuestros responsables pol¨ªticos (tanto nacionales como auton¨®micos, por descontado) y todos aquellos que tienen poder para tomar decisiones acerca de lo que deben saber y c¨®mo deben ser quienes hereden nuestro mundo si piensan semejante cosa. As¨ª solo conseguir¨¢n ni?os-viejos como los aludidos al principio: tan satisfechos consigo mismos como incapaces del menor estupor, de la m¨¢s m¨ªnima perplejidad.
Pero si tales responsables aspiran a algo diferente, si conservan algo de aquel anhelo de transformaci¨®n que anta?o declaraban que constitu¨ªa el norte de sus vidas -y que ahora, cuando son invitados a echar la vista atr¨¢s, evocan como el motivo fundamental de su dedicaci¨®n a la pol¨ªtica- lo tienen muy f¨¢cil: lean filosof¨ªa y promuevan su lectura entre los j¨®venes. Por un motivo bien sencillo: no van a encontrar gente tan s¨®lidamente ignorante como los fil¨®sofos. Por eso son de fiar.
Obs¨¦rvese que intento no reincidir en la ret¨®rica, tan cara a muchos de mis colegas, seg¨²n la cual constituimos algo parecido al ¨²ltimo baluarte del pensamiento cr¨ªtico occidental ante la ofensiva homogeneizadora del mundo globalizado y la imparable banalizaci¨®n de la sociedad de consumo. Hace mucho que recelo de las enf¨¢ticas proclamas a favor de la capacidad del discurso filos¨®fico para impugnar la totalidad de lo existente, sobre todo cuando las escucho en boca de seg¨²n quienes, tan poco implicados hasta el presente en transformaciones radicales de ning¨²n tipo.
Me conformar¨ªa con que los fil¨®sofos fu¨¦ramos capaces de difundir actitudes m¨¢s favorables hacia el pensamiento, hacia la reflexi¨®n, o hacia la duda sin m¨¢s. Y que lo hici¨¦ramos movidos por la clara conciencia de que es mucho lo que se encuentra en juego en esta batalla.
Nadie se llame a enga?o respecto al signo de las afirmaciones precedentes. No hay en ellas sombra alguna de corporativismo, ni, menos a¨²n, de esa espec¨ªfica variante de deformaci¨®n profesional que es la querencia por lo especulativo como un fin en s¨ª mismo. Horkheimer, en su momento, nos advirti¨® de una inquietante posibilidad que ha terminado por tornarse en amenazante peligro o, tal vez peor, en cruda descripci¨®n del lugar en el que estamos. Escribi¨® esta sencilla m¨¢xima: "El desprecio por la teor¨ªa es el inicio del cinismo en la pr¨¢ctica".
Los llamados a decidir me admitir¨¢n el consejo: presten menos atenci¨®n a asesores que les reafirmen sistem¨¢ticamente en sus convicciones y escuchen m¨¢s a quienes tienen dudas. Seguro que aprender¨¢n de ellos, entre otras cosas porque no hay otra manera de aprender.
De lo contrario, corren el peligro de terminar como los adolescentes de la an¨¦cdota inicial y acabar repitiendo "ah, lo t¨ªpico" respecto a todo lo que les venga de nuevas. Sin entusiasmo ni curiosidad alguna. Y, en esas condiciones, ni entender¨¢n el presente ni podr¨¢n ayudar a construir un futuro que merezca la pena ser vivido.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad de Barcelona y premio Espasa de Ensayo 2010 por su libro Amo, luego existo. Los fil¨®sofos y el amor.
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