Claustro
Patrick Leigh Fermor (Londres, 1915), un brit¨¢nico asceta y refinado como le corresponde serlo a un vocacional trotamundos, tras mucho disfrutar curioseando de un rinc¨®n al otro, encontr¨® que lo ¨²nico que le quedaba por espiar en esta vida era el silencio, descubrimiento de eremita, y, sin m¨¢s, se enclaustr¨® en un monasterio, a pesar de ser agn¨®stico. Tan buen escritor como aventurero, Leigh Fermor relat¨® las experiencias de su estancia por diversas abad¨ªas en un libro reci¨¦n traducido al castellano con el t¨ªtulo Un tiempo para callar (Elba), donde se describe, con agudeza, el valor de una vida meramente contemplativa, la ¨²nica capaz de conjurar la sensaci¨®n del paso del tiempo como p¨¦rdida. En este sentido, aunque el objeto, el estilo y el tama?o de su ensayo autobiogr¨¢fico est¨¦ en la ant¨ªpoda de En busca del tiempo perdido, no he podido evitar asociarlo con la magna novela de Marcel Proust. "Sus valores han permanecido inalterables", escribe Leigh Fermor refiri¨¦ndose a los monasterios de clausura, "mientras que los del mundo han pasado por cambios caleidosc¨®picos". La conciencia ante este contraste obliga a plantearse la disipaci¨®n del tiempo y a reencontrarlo desde otra perspectiva y dimensi¨®n diferentes: m¨¢s, valga la paradoja, intemporal, o, mejor, intempestivo.
Tres siglos y pico antes de Leigh Fermor, naci¨® en una localidad de Lorena el pintor Georges de La Tour (1593-1652), muy apreciado por sus contempor¨¢neos, pero cuyo rastro se hundi¨® en el olvido tras su muerte y no se recuper¨® hasta bien entrado el siglo XX. Atribuidas sus obras durante este largo intervalo a otros maestros, sobre todo, espa?oles, la clasificaci¨®n de su estilo pict¨®rico como el de un simple seguidor de Caravaggio, a la manera indirecta de un ilustre miembro de la Escuela de Utrech, Gerrit van Honthorst (1590-1656), que era adem¨¢s un estricto coet¨¢neo de Georges de La Tour, es, nunca mejor dicho, irrelevante, porque sin ser formalmente falsa, elude lo esencial. Porque lo esencial de la obra del pintor loren¨¦s no es ni su naturalismo, ni su teatral uso del claroscuro, sino la fuerza magn¨¦tica con que logra plasmar el silencio, o, como bien lo apunta el escritor franc¨¦s Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948), autor de un breve y maravilloso ensayo titulado sin m¨¢s Georges de La Tour (Pre-Textos), c¨®mo "a trav¨¦s del silencio de la pintura las cosas comunes tratan de ser intensamente comunes", algo as¨ª como concentrar la mirada en lo que tenemos delante cada d¨ªa hasta lograr que se prenda de la llama de nuestro ojos y arda.
Incendiar la realidad amortajada, en medio de la noche oscura, para que seres y enseres recobren el brillo y la calidez perdidos fue el empe?o de los m¨ªsticos contrarreformistas, que deseaban retornar al original claustro materno de las primitivas catacumbas, donde todo fluye amortiguado, en medio de un c¨¢lido silencio. Este oficio de amorosas tinieblas fue reclamado tambi¨¦n por algunos m¨²sicos y poetas de aquella convulsionada edad, pero llevarlo a im¨¢genes le correspondi¨® a La Tour como a nadie, pues no en balde fue, de nuevo como escribe Quignard: "El maestro de las noches. El maestro de las miradas hacia dentro. El maestro de los p¨¢rpados cerrados".
En momentos de ruidosos conflictos y de desenfrenados oropeles, cuando la gente se consume por lo mismo que produce y el tiempo se escapa sin sentir entre las manos, surge del fondo de la existencia, como un rel¨¢mpago, una necesidad de retiro, de silencio, de soledad purificadores. Ocurri¨® al filo del XVII y pienso que renueva su ¨ªmpetu entre nosotros. Hay muy diversos s¨ªntomas de ello, pero donde se atizan principalmente estos rescoldos es a trav¨¦s del arte, siempre dispuesto a transfigurar la realidad hasta que queme.
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