La libertad
Un campo franc¨¦s, enero de 1939. Manuel Altolaguirre se hab¨ªa puesto toda su ropa encima para salir de Espa?a. Un soldado que estaba tiritando celebr¨® la calidad de su abrigo. El poeta se lo quit¨®, se lo dio, y sigui¨® desnud¨¢ndose, hasta d¨¢rselo todo a quienes le rodeaban. Poco antes, o despu¨¦s, en otro punto de la frontera, era Antonio Machado quien tiritaba. Otro soldado le reconoci¨®, y le regal¨® su manta. Hasta entonces, la cultura y el pueblo de Espa?a fueron una sola cosa. Quienes deseaban la vida de la muerte y la muerte de la inteligencia, se ocuparon de arreglarlo.
Ahora que los empresarios de Internet plantean la defensa de la propiedad intelectual como una guerra entre los creadores y los ciudadanos, conviene recordar estas viejas lecciones. Porque los creadores somos, antes que nada, ciudadanos. Nuestro trabajo est¨¢ tan indisolublemente unido a las inquietudes y necesidades de la sociedad, que no existir¨ªa sin ella.
Por eso es doloroso comprobar c¨®mo argumentos que se fundan en una defensa a ultranza de la iniciativa privada y niegan al Estado cualquier derecho a legislar o regular un sector del mercado, han logrado disfrazarse de principios progresistas en una operaci¨®n de demagogia sin precedentes. En otras palabras, quienes salen a la calle para pedirle al Gobierno que regule los mercados y legisle a favor de los derechos laborales, celebran el fracaso de la ley Sinde. Se dir¨ªa que nosotros no trabajamos, y por eso, no tenemos derecho a cobrar por nuestro trabajo.
Hay hasta quien, en nombre de la libertad de expresi¨®n, propone que recurramos a los mecenazgos privados para subsistir. No es nada nuevo. Hasta el siglo XVI, la cultura depend¨ªa de la caridad de los poderosos. Hagan memoria, proyecten sus conclusiones en el futuro y mediten un instante sobre la palabra "libertad". Mientras tanto, feliz Navidad.
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