"Es ir¨®nico, pero el 'burka' me protege. No se me ve debajo"
Rangina Hamidi, de 33 a?os, es lista y testaruda. Tambi¨¦n tiene por costumbre ir a contracorriente. Cuando estudiaba Religi¨®n y G¨¦nero en la Universidad de Virginia (EE UU) empez¨® a llevar el velo musulm¨¢n que hasta entonces no hab¨ªa sentido necesidad de lucir -"fue mi forma de luchar contra los prejuicios de mis compa?eros"-. Y en octubre de 2001, mientras todo el que pod¨ªa permit¨ªrselo hu¨ªa a la desesperada de Afganist¨¢n, ella regresaba al pa¨ªs que tuvo que abandonar a los cuatro a?os.
A Hamidi no le gusta la carne y nos citamos en un vegetariano. Redonda y sonriente, la directora de Kandahar Treasure's -una empresa de tejidos bordados a mano que emplea a 300 mujeres de la provincia de Kandahar- tiene buen saque y disfruta con ganas del guiso y la lasa?a caseros mientras cuenta su vida, reflejo de la historia reciente de Afganist¨¢n.
Esta afgana se hart¨® de la burocracia en una ONG y cre¨® su empresa de mujeres
A finales de los setenta, su padre, del que habla con devoci¨®n, trabajaba en el Ministerio de Finanzas, pero tras la invasi¨®n sovi¨¦tica la familia huy¨® a Pakist¨¢n, donde sufrieron el fanatismo religioso. Cuando a la hija de un amigo de su padre le desfiguraron el rostro con ¨¢cido por asistir a clase, el de Hamidi se vio obligado a quitar a las suyas del colegio. Su vida transcurr¨ªa de puertas adentro cuando en 1987 la familia obtuvo el visado para exiliarse a EE UU. Y all¨ª empezaron de cero. Ella pudo volver a las aulas y se entreg¨® a los estudios consciente del "privilegio", aunque lo cuenta sin caer en la ¨¦pica.
En la universidad, confirm¨® lo que llevaba tiempo sintiendo: los prejuicios hacia las mujeres musulmanas. "Siempre se habla de ellas como cubiertas, controladas, sometidas... Y no niego que sea el caso de la mayor¨ªa, pero hay excepciones, y pueden ser el modelo a seguir". La primera vez que se puso el velo lo hizo "por respeto", para asistir a unas conferencias sobre el islam. "Al tercer d¨ªa, un amigo me pregunt¨® si iba a dej¨¢rmelo. Me lo pens¨¦ y desde entonces no me lo he quitado. Es parte de mi identidad", dice Hamidi, a la que le molesta que se obligue a las mujeres a lucir el velo tanto como que se las trate con recelo por hacerlo, y no le importa enzarzarse en una discusi¨®n sobre el tema mientras se termina la lasa?a, de la que no deja rastro.
En 2001 regres¨® a su pa¨ªs, donde trabaj¨® para una ONG. Hace poco opt¨® por constituir una empresa privada. "Me cans¨¦ de la burocracia que implica vivir de ayudas", explica mientras alucina con el yogur con miel, maravillosa combinaci¨®n que nunca hab¨ªa probado. "Antes ten¨ªa que estar m¨¢s pendiente de las necesidades de quien me financiaba que de las de las mujeres a las que hemos dado independencia econ¨®mica".
En Kandahar, Hamidi conoci¨® a su marido, un afgano con el que tiene un beb¨¦. "Soy una privilegiada. Mi familia me ha dado oportunidades y siento que tengo que hacer algo por las mujeres de mi pa¨ªs". Afirma que permanecer¨¢ all¨ª al menos hasta que su hija tenga edad de ir al colegio, y se resiste a aceptar la retirada de las tropas aliadas: "Es probable que estalle una guerra civil. Y si pasa, ser¨¢ culpa de Occidente", dice. Su padre ha seguido sus pasos y ha regresado a Afganist¨¢n. Hoy es el alcalde de Kandahar y est¨¢ amenazado de muerte por los se?ores de la guerra. Ella es objetivo de los fundamentalistas, pero tiene un ir¨®nico aliado: "El burka protege mi vida; nadie sabe qui¨¦n va debajo".
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