La suerte de cada uno
A un hombre de bien, o que de verdad quiera serlo, s¨®lo se le mide dos veces, una al nacer para ver si encaja entre los par¨¢metros aceptables de la existencia y otra frente al traje de madera de la muerte, con el fin de asegurarse de que nada de ¨¦l se escapa. El resto del tiempo un hombre que de verdad quiera serlo vive sin medidas, m¨¢s cerca de su intenci¨®n que de la intenci¨®n de los otros. Vivir fuera del peque?o infierno de la percepci¨®n ajena parece tarea imposible y tal vez por eso la ¨²nica tarea importante. ?C¨®mo robarle al inmisericorde ej¨¦rcito de lo ajeno nuestra presencia? Dif¨ªcil, sin duda, pero esencial, pues no hay m¨¢s libertad que precisamente esta. Subjetiva, arbitraria, caprichosa y esencial. La rosa de los vientos de la experiencia.
"El hombre tiene dos medidas: para el ni?o y para el muerto. La libertad, s¨®lo una"
"S¨®lo da placer lo innecesario" que dec¨ªa Ch¨¦jov. Tambi¨¦n dec¨ªa: "Dios m¨ªo, no me dejes juzgar aquello que no comprendo o no conozco. No me dejes siquiera hablar de ello". Y sin embargo, vivir es ser juzgado, lo cual nos impone la tarea de escapar a todos y cada uno de los juicios, como el barro de la calle nos impone el oficio de raspar las suelas de los zapatos en los felpudos de la entrada de todas y cada una de las casas.
En la percepci¨®n de los otros somos s¨®lo lo que los otros deciden, en la propia estima estamos a la intemperie de nuestra voluntad, nuestro conocimiento y la sal de nuestro miedo. Son dos lugares imprecisos, pero uno tiene los s¨ªntomas de la enfermedad (lo decidido a nuestro pesar), y el otro, los s¨ªntomas de la salud (lo decidido por nuestra fuerza).
Si el hombre de bien no tiene m¨¢s que dos medidas (una para el ni?o y otra para el muerto), la libertad s¨®lo tiene una, la del propio criterio.
Ahora que habitamos por fin y por consenso en el para¨ªso de las prohibiciones, le queda al alma el trabajo enorme de recuperar su sagrado impulso, sin olvidar, como aventuraba Picabia, que las almas huelen igual que las vacas.
Si todo lo que podemos hacer para conseguir ser son meras muecas vac¨ªas en el espejo, habr¨¢ que cederles el pulso de la responsabilidad a dioses m¨¢s grandes que nosotros. Si en cambio somos capaces de imaginarnos a nosotros mismos de una manera prudente y precisa, decente fuera de las indecentes convenciones, respetuosa con los modos de los otros, pero violentamente opuesta a sus intenciones, si podemos ser uno, ese hombre dotado de instinto que sujeta sus propios c¨¢lculos, si conseguimos ser finalmente, por poco que seamos, si lo conseguimos, ninguna medida extra?a a lo nuestro dar¨¢ exactamente nuestra medida.
Una proposici¨®n arrogante, qu¨¦ duda cabe, pero qu¨¦ menos...
Picabia firmaba alguno de sus textos m¨¢s certeros como Picabia el Vanidoso. Ten¨ªa derecho. Todo hombre lo tiene, no todo hombre lo ejerce.
Aquellos que nombran a Dios no son ya culpables de su suerte, quienes se aventuran a vivir viven, quienes se conforman con morir mueren, no hay arrogancia alguna en decidir vivir y aceptar con humildad el fracaso, tambi¨¦n la lluvia, como nos recuerda Cumings, tiene las manos peque?as, pero eso no detiene a la lluvia.
Si existe un pensamiento cobarde y arrogante, ese es precisamente el pensamiento colectivo, la suma de las causas de otros muchos. Aquel que decide no puede ser juzgado sino por sus libres decisiones, aquel que se somete a la decisi¨®n de los otros encontrar¨¢ siempre una excusa.
Ning¨²n hombre puede ser condenado por hacer pleno uso de su vanidad. Para torear, para vivir, sirve otra vez una m¨¢xima de Picabia: "Entre mi cabeza y mi mano siempre est¨¢ la figura de la muerte".
Al fin y al cabo, de lo que nos hacen los dem¨¢s poco se puede decir, de lo que nos hacemos a nosotros mismos somos absolutamente responsables.
O lo que es lo mismo, el infierno no existe si uno no se empe?a en encontrarlo. Y cuando uno lo encuentra, qu¨¦ duda cabe, es propio, merecido e inexorable.
Por encima de todas las condenas y del ciego rigor del destino se impone la suerte de cada uno.
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